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Para quienes tratan de averiguar cuál fué la fuerza motriz
que convulsionó los años que transcurrieron entre las dos Grandes Guerras, no
deja de ser sorprendente constatar que aún viven bastantes de los personajes
que formaron el círculo de íntimos de Hitler.
No obstante, uno de los que sobrevivieron a los años de
lucha de Hitler por el poder, el Dr. Ernst F. Sergwick Hanfstaengl, «Putzi», es
de una talla intelectual bastante diferente.
Fué el único hombre realmente culto en el círculo de íntimos
de Hitler, y aportó a la atracción que se estableció entre ambas naturalezas
bohemias, mucho más de lo que jamás recibió.
El hogar de los Hanfstaengl le dió a Hitler acceso al mundo
del arte y de la cultura, y puede decirse que en aquellos lejanos días era el
único círculo privado donde se encontraba verdaderamente cómodo. Tras el
fracasado putsch de Ludendorff fué precisamente a la villa que los Hanfstaengl
tenían en los Alpes bávaros a donde Hitler corrió en busca de amparo.
Cuando dejó de ser el mentor artístico de Hitler y el
ventanal abierto por el que éste se asomaba al mundo exterior, para convertirse
en conciencia acusadora, el vacío se abrió a sus pies.
Pese a su ruptura personal con Hitler a últimos de 1934,
Hanfstaengl retuvo hasta que huyó de Alemania en febrero de 1937 el cargo
nominal de jefe del Servicio de Prensa Extranjera del NS.D.A.P. Su abierta
oposición a los métodos revolucionarios, así como la desenfrenada crítica que
hacía de los culpables de aquel estado de cosas, no tardaron en hacer intolerable
su presencia.
Merced a su aportación, la extensísima pero incompleta
biografía hitleriana, así como la historia nazi, se ven enriquecidas por
primera vez con un definitivo retrato de Hitler, del hombre en formación.
INTRODUCCIÓN
Excepción hecha de las tres fantasmales figuras de Hess,
Schirach y Speer, quienes todavía languidecen en la cárcel de Spandau, en
Berlín; de Funk, Raeder y Doenitz, a los que les fué concedida últimamente la
libertad, y de von Neurath, no ha mucho fallecido, los más importantes
protagonistas de la era nazi empezaron a esfumarse en el olvido. Pronto será
imposible reconstruir a través de testigos presenciales la asombrosa historia
de aquellas dos décadas que mediaron entre dos guerras, y que vieron el ascenso
de Hitler al poder y al mundo occidental muy cerca de tener que doblar la
rodilla.
Para quienes tratan de averiguar cuál fué la fuerza motriz
que convulsionó aquellos años, no deja de ser sorprendente constatar que aún
viven bastantes de los personajes que formaron el círculo de íntimos de Hitler.
Algunos no son ya otra cosa que raídas reliquias, incómodos fantasmas que,
vestidos con sucios impermeables, siguen vagando por los suburbios de Munich:
Emil Maurice, viejo amigo y primer chofer de Hitler; Hermann Esser, uno de los
pocos que osara sostener sus opiniones frente al jefe; Heinrich Hoffmann, amigo
y fotógrafo; Sepp Dietrich, primer guardaespaldas de Hitler y luego general de
las S. S., además de Max Amann, editor del Mein Kampf y del Völkische
Beobachter, fallecido recientemente. Vistos así en perspectiva, todos ellos
resultan figuras secundarias, sin el discernimiento y la agudeza precisas para
facilitar un relato coherente a propósito del monstruo y genio político en
cuya estela hallaron ellos su modo de ser. No obstante, uno de los que
sobrevivieron a los años de lucha de Hitler por el poder, el Dr. Ernst F.
Sergwick Hanfstaengl, «Putzi», es de una talla intelectual bastante diferente.
«Putzi» Hanfstaengl es el representante de una especie
humana que tiende a desaparecer, y también todo un carácter. Ya nada más que
su aspecto le hace destacarse en medio de cualquier multitud. Mide algo más de
metro ochenta, y el tupido cabello de su enorme cabeza apenas se ve salpicado
de gris, pese a que ya cumplió los setenta años. Unos ojos chispeantes sobre la
prominente nariz, así como la mandíbula saliente, reflejan la inagotable fuente
de comentarios jocosos y de boutades descaradas con que ameniza su
conversación. Sus grandes manos aún son hábiles sobre el piano y fieles a la
tradición directa de la escuela romántica de Listz. Esto aparte, difícilmente
hallaríamos a quien se atreviese a dudar de su juicio en todo lo relacionado
con el arte pictórico. Del cruce de influencias germano-americanas en su
ascendencia y educación, salió algo que es típicamente celta. Tantas veces como
recuerda las amarguras de una vida que incluye casi diez años de destierro
asoma en su inquieta cara la expresión de un druida vengador.
Entre el pequeño grupo de conspiradores provincianos que
giraron en torno a Hitler durante los años inmediatamente posteriores a la
Primera Guerra Mundial, «Putzi» Hanfstaengl tuvo que sentirse indudablemente
como un alma en pena. Se había marchado de Alemania cuando ésta se hallaba en
el cénit de su gloria imperial, para ir a trabajar a los Estados Unidos, y
regresó a su patria para encontrarla desolada y vencida. Su temperamento
romántico tuvo que inflamarse con las exaltadas promesas de un agitador apenas
conocido, y su desilusión no se completó hasta que se hubo materializado el
triunfo que su intuición le había hecho prever. Fué el único hombre realmente
culto en el círculo de íntimos de Hitler, y aportó a la atracción que se
estableció entre ambas naturalezas bohemias, mucho más de lo que jamás
recibió. Cuando dejó de ser el mentor artístico de Hitler y el ventanal abierto
por el que éste se asomaba al mundo exterior, para convertirse en conciencia
acusadora, el vacío se abrió a sus pies. La culminación de este proceso tardó
doce años en producirse, pero a la postre, «Putzi» tuvo que huir para salvar la
vida.
Hanfstaengl y su esposa americana vinieron a representar un
nuevo factor en la existencia de Hitler. Su apellido evocaba muchas cosas en
el viejo Munich. El padre y el abuelo de Hanfstaengl habían sido abogados muy
respetables en los tribunales de Wittelsbach y Coburg. Fueron también
apreciados promotores en el campo de las reproducciones artísticas, y
destacados miembros del movimiento romántico representado por Ricardo Wagner y
Luis II, el último y loco mecenas real de Baviera. El propio «Putzi» irradiaba
el aura del Harvard de 1909; estaba unido por una verdadera amistad con varios
presidentes de los Estados Unidos, y no sólo tenía acceso a la mejor sociedad
de Munich y de Alemania entera, sino que además representaba un medio de
contacto con la intangible red internacional de intercambio de ideas sociales.
Por otra parte, la soberbia habilidad de «Putzi» para interpretar al piano la
música de Wagner le proporcionaba a Hitler una satisfacción artística que le
conmovía en lo más profundo de su alma torturada.
Aun hoy, oír la tempestad que levanta Hanfstaengl con los
crescendos del preludio de Los Maestros Cantores o de Liebestod supone una
verdadera experiencia. Sus dedos poderosos han perdido algo de su anterior
agilidad, en tanto que su estado de ánimo antes tiende a expresar
reminiscencias anecdóticas que evocaciones musicales. Así y todo, aún es
posible imaginarse el hechizo que su talento ejercería sobre la mente poco
madura que «Putzi» trataba de influenciar. Pues esa fué ciertamente la misión
imposible que a sí mismo se impuso Hanfstaengl en aquellos años embrionarios:
hacer que se plasmasen en cualidades de estadista las subyugadoras dotes
oratorias y el inminente potencial de Adolfo Hitler.
En contraste con unos académicos provincianos como Dietrich
Eckart, Gottfried Feder, y unos cuantos seudointelectuales fanáticos como
Rudolf Hess y Alfred Rosenberg, Hanfstaengl era el único hombre culto y de
buena familia que alternaba con Hitler. Vivió por espacio de quince años en
los Estados Unidos, y permaneció en libertad bajo palabra cuando esta nación
entró en guerra con Alemania. Estaba profundamente imbuido de la fuerza
latente de las potencias navales, y se esforzó por apartar a Hitler de quienes
aspiraban a una revancha contra Rusia, y de los militares fanáticos que
pretendían lo mismo contra Francia- A su juicio, Alemania no volvería a
encontrar nunca el equilibrio y la grandeza sin un rapprochement con la Gran
Bretaña y, en particular, con los Estados Unidos, de cuyo increíble potencial
militar e industrial podía dar fe. La idea básica que trataba de inculcar
firmemente en el cerebro de Hitler era que toda pretensión de ajustar viejas
cuentas en el continente sería ilusoria si aquellas dos grandes naciones
marítimas se alineaban en el bando opuesto.
Aun siendo de religión protestante, Hanfstaengl procuró
frenar a Hitler y a su principal teórico, Rosenberg, en cuantas campañas
emprendieron contra la Iglesia en una Baviera eminentemente católica. Combatió
el radicalismo político en todas sus formas y, al tiempo que propugnaba el
objetivo básico de un renacimiento nacional, intentaba atraer a Hitler hacia
los valores tradicionales de los que él mismo era un exponente. Al igual que
muchísimas personas de su clase y temple, Hanfstaengl estaba convencido de que
Hitler llegaría a ser normal, tanto desde un punto de vista ideológico como
personal. No obstante, todos estaban llamados a llevarse una gran desilusión y
a sentirse traicionados uno tras otro, por no haber sabido comprender que el
impulso básico del carácter de Hitler no era reformista, sino claramente
nihilista. El hogar de los Hanfstaengl fué el primero donde se intentó
convertir a Hitler en un ser socialmente aceptable. Le dieron acceso al mundo
del arte y de la cultura, y puede decirse que en aquellos lejanos días era el
único círculo privado donde se encontraba verdaderamente cómodo. Tras el
fracasado putsch de Ludendorff fué precisamente a la villa que los Hanfstaengl
tenían en los Alpes bávaros a donde Hitler corrió en busca de amparo. Durante
el período de su encarcelamiento, la casa de los Hanfstaengl fué uno de los
pocos centros que le permanecieron leales, y, cuando quedó en libertad, aún hicieron
aquéllos una tentativa final para inculcarle sus propias ideas. Hubo entonces
un paréntesis, hasta que, con la conquista del poder cada vez más segura,
Hanfstaengl decidió emplear sus dotes artísticas y sociales, que tanto
fascinaban aún a Hitler, en un vano esfuerzo por encauzar la revolución hacia
caminos más respetables antes, que fuese demasiado tarde.
Hanfstaengl era un compañero alegre y divertido,
desbordante de simpatía y felicidad. Le hablaba siempre a Hitler en tono
festivo, y hacía gala de una inagotable capacidad para adornar una anécdota,
así como de una absoluta renuncia a la inhibición en sus comentarios y
observaciones. Se permitía las licencias de un bufón de Shakespeare y envolvía
sus chanzas en agridulces insinuaciones. Disponía de un medio para tener
acceso a Hitler que nadie le podía disputar. En las pausas que el cansancio
imponía al final de una campaña política, con frecuencia solía ir Hitler a
altas horas de la noche en busca del estado de relajación que únicamente
Hanfstaengl sabía depararle. Las dilatadas sesiones de piano obraban como un
bálsamo sobre los excitados nervios de Hitler, y, a veces, le predisponían a
escuchar los consejos de moderación que le daba Hanfstaengl.
Una vez consolidado en el poder, Hitler empezó a desentenderse
de la fachada de respetabilidad que Hanfstaengl había proporcionado a las
heterogéneas jerarquías del partido merced a sus conexiones internacionales.
Con todo, y pese a su ruptura personal con Hitler a últimos de 1934,
Hanfstaengl retuvo hasta que huyó de Alemania en febrero de 1937 el cargo
nominal de jefe del Servicio de Prensa Extranjera del NS.D.A.P. Su abierta
oposición a los métodos revolucionarios, así como la desenfrenada crítica que
hacía de los culpables de aquel estado de cosas, no tardaron en hacer
intolerable su presencia. Si alguien estimase improcedentes en sus memorias
las reiteradas declaraciones de haberse resistido personalmente al régimen
nazi, existen multitud de testigos, tanto alemanes como extranjeros, que pueden
dar fe de sus palabras y de algo más. Una anécdota que él nunca cuenta nos
revelaría cómo en una recepción muy concurrida llamó cerdo a Goebbels en su
propia cara. Diez años de destierro, internamiento y frustración constituyeron
el precio que tuvo que pagar por su viejo idealismo.
Vive ahora modestamente en la misma casa de Munich donde
otrora se oyeran las voces de Hitler, Goering, Goebbels, Eva Braun y otros
personajes que murieron hace tiempo. Por asociación y temperamento, es capaz
de pasarse largas horas evocando sus recuerdos. No sólo es uno de los mejores
narradores vivientes, sino que además es un mímico extraordinario capaz de
evocar el ambiente y el tono de voz de conversaciones que se desarrollaron
veinticinco o treinta y cinco años atrás. Cerrar los ojos para oír tronar a
Hitler, las ardorosas argumentaciones de Goering o las declamaciones de
Dietrich Eckart y Christian Weber, equivale a vivir una experiencia a través
del tiempo. También Hanfstaengl es maestro de la palabra hablada. En algún punto
de las memorias que con él he recopilado nos habla de las marchas y de las
composiciones musicales para las que él proporcionó la melodía, dejando a otros
la tarea de completar la orquestación. A mí me cupo el placer de orquestar su
torrente de recuerdos.
Como hombre de verdadero temperamento artístico,
Hanfstaengl conocía mejor que ninguna de las personas que estuvieron en
constante contacto con Hitler durante aquellos años de formación de su
carácter, cuáles eran sus reacciones y represiones íntimas. Merced a su
aportación, la extensísima pero incompleta biografía hitleriana, así como la
historia nazi, se ven enriquecidas por primera vez con un definitivo retrato de
Hitler, del hombre en formación. La intimidad, y también una inteligente observación,
permitiéronle a Hanfstaengl evaluar los estadas neuróticos que determinaron la
megalomanía de Hitler. No es posible encontrar un estudio parecido a éste,
porque ningún otro hombre está igualmente calificado para contarnos esa
historia. Si se nos pregunta cuál fué la influencia política que ejerció
Hanfstaengl sobre aquel desequilibrado demonio, la respuesta tendrá que
reconocer que a fin de cuentas no ejerció ninguna. Habla mucho en su favor,
empero, que no se dejara contagiar por los excesos del régimen. En última
instancia, Hitler sólo hacía caso a quienes coreaban sus prejuicios y sus
pasiones totalmente destructivas. Eso no obstante, como cronista del proceso
que llevó a Hitler a su destino, «Putzi» Hanfstaengl es único.
Brian Connell
PREFACIO
El impulso final que me llevó a compilar y publicar estas
memorias, se lo debo a Mr. Brian Connell. Nos conocimos hace unos años, y
aunque él siguió escribiendo sus propios libros, jamás perdió de vista la
historia que deseaba verme contar. Vino otra vez a Alemania, en 1956, y me
expuso en detalle un proyecto de colaboración, con el que estuve plenamente de
acuerdo. Con el apoyo de su agente en Londres, Mr. Peter Lewin, Mr. Connell
presentó con éxito el proyecto a los actuales editores británicos y norteamericanos.
Nuestro método fué el siguiente: Mr. Connell pasó dos meses
en Baviera, y cada día, durante horas interminables, tomó apuntes de mis
relatos. La imaginación y el entusiasmo de que dió pruebas en la tarea de
interrogarme lograron vencer mi aversión a revolver en los amargos recuerdos de
unos años desesperados. De esos apuntes suyos, así como de los materiales que
yo mismo había reunido previamente, él compuso luego un borrador manuscrito
que, una vez revisado entre ambos, se convirtió en el presente texto. La
misión de transcribir mis dispersos recuerdos recayó en la pobre Mrs. Connell,
a quien por tal motivo, debo una gran gratitud.
No es menor la deuda que he contraído con mi propia esposa,
Renata, por haber prestado su ayuda activa como secretaria, y por su paciencia
en soportar los incontables transtornos domésticos que suelen acompañar a los
trabajos literarios.
Esta narración, naturalmente, así como la responsabilidad de
la misma son enteramente mías, pero el mérito, por el contrario, corresponde a
Mr. Connell, en razón de que supo idear un método relativamente cómodo para
convertir la palabra en letras de molde y suprimir los detalles innecesarios.
Finalmente, deseo rendir un tributo de gratitud a aquellas
personas sin las cuales no hubiese habido historia alguna: a mis amigos y
camaradas de aquellos años, muchos de los cuales ya no viven, que
permanecieron a mi lado, y que esperaron, trabajaron y corrieron riesgos,
únicamente para quedar tan cruelmente desilusionados como yo.
Ernst Hanfstaengl
Munich, marzo 1957.
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