Costo para la República mexicana $200 + envío $60 por correos de México o DHL express $100
Costo para EUA, Canadá, Centroamérica y caribe 11USD envío 8USD
Europa 10€ envío 11€
Sudamérica 11USD envío 12USD
Envíos a todo el mundo.
Peso 370 gr.
Pags 241
Pasta blanda
Ventas al whatsapp (+52) 3322714279 solo da clic aqui para mandar el msj https://api.whatsapp.com/send?phone=5213322714279
El término "ario" se refiere, en general, a una
"raza del espíritu" de origen hiperbóreo empeñada en una especie de
lucha metafísica y que tiene como propio un especial ideal de Imperium,
concibiendo al jefe como el "rey de reyes"; más en particular, en su
extrema pureza, el mismo comprende en primer lugar el ideal de una alta pureza
biológica y de una nobleza de la raza del cuerpo; en segundo lugar, la idea de
una raza del espíritu, de tipo "solar", con rasgos sacrales y
simultáneamente de realeza y dominadores: raza de verdaderos superhombres.
El símbolo ario es solar, en el sentido de una pureza que es
fuerza y de una fuerza que es pureza, de naturaleza radiante que tiene la luz
en sí
Finalmente, por lo que se refiere a los principios éticos
correspondientes, son característicamente arios el principio de la libertad y
de la personalidad por un lado, de la fidelidad y del honor por el otro. El
Ario tiene el placer por la independencia y por la diferencia, tiene una
repugnancia por todo tipo de promiscuidad; pero ello no le impide obedecer
virilmente, de reconocer a un jefe, de tener el orgullo de servirlo según un lazo
libremente establecido, guerrero, irreductible al interés, a todo lo que se
puede vender y comprar y, en general, reducir a los valores del oro.
En su conjunto, se trata de un clasicismo del dominio y de
la acción, de un amor por la claridad, por la diferencia y por la personalidad,
de un ideal "olímpico" de la divinidad y de la suprahumanidad
heroica, junto a un ethos de la fidelidad y del honor, aquello que caracteriza
al espíritu ario.
Es esencial que la expresión "ario" no decaiga en
una simple designación negativa. Es necesario mantener siempre presentes los
supremos puntos de referencia, los conceptos-límite, las líneas de altura. Esta
orientación, inalcanzable o fantasiosa para algunos, puede en cambio despertar
en los otros una tensión creadora, suscitadora de superiores posibilidades.
A ese sentido está orientado el presente libro.
QUÉ QUIERE DECIR “ARIO”
De acuerdo a la concepción hoy convertida en corriente,
tiene derecho a decirse “ario” quienquiera que no sea judío o de raza de color,
ni tenga ascendientes de tales razas. En Alemania ello abarcaba hasta la
tercera generación. A los fines más inmediatos de la política racial esta
visión puede tener una cierta justificación, en el sentido de punto de
referencia para una primera discriminación. Sobre un plano más alto y también a
nivel histórico la misma aparece en vez como insuficiente ya por el hecho de que
ella se agota en una definición negativa que indica lo que no se debe ser, no
lo que se debe ser; por lo cual, una vez satisfecha la condición genérica de no
ser ni negro, ni judío, tendría el mismo derecho de decirse ario, sea el más
hiperbóreo de los Suecos, que un tipo seminegroide de las regiones
meridionales. Por otro lado si se confronta este significado reducido de la
arianidad con el que la palabra tuvo originariamente, habría que pensar casi en
una profanación, puesto que la cualidad aria, en su origen, coincidía
esencialmente con aquella que, como se ha mencionado, la investigación de
tercer grado puede atribuir a formaciones de la raza restauradora, de la “raza
heroica”. Por ende el término “ario” en su concepción corriente actual no puede
aceptarse sino a los fines de la circunscripción y separación de una zona
general, en lo interno de la cual debería sin embargo tener lugar toda una
serie de ulteriores diferenciaciones, en tanto nos querramos acercar, aunque
fuese aproximativamente, al nivel espiritual que corresponde al significado
auténtico y originario del término en cuestión.
El racismo -es verdad- en sus expresiones filológicas se ha
empeñado en una búsqueda comparativa de palabras que en el conjunto de las
lenguas indoeuropeas contienen la raíz ar de “ario” y que expresan
aproximadamente cualidades de un tipo humano superior. Herus en latín y Herr en
alemán significan “señor”, en griego aristos quiere decir excelente y areté
significa virtud; en irlandés air significa honrar y en el alemán antiguo la
palabra êra quiere decir gloria; así como en el moderno Ehre quiere decir
honor, etc.; y todas estas expresiones, como muchas otras, parecen justamente
extraerse de la raíz ar de ario. Además el racismo ha creído hallar esta misma
raíz también en Eran, antiguo nombre para la Persia, en Erin y Erenn, antiguos
nombres de Irlanda, además de otros muchísimos nombres propios que se
encuentran frecuentemente en las antiguas estirpes germánicas. Sin embargo,
desde un punto de vista riguroso el término “ario” -de ârya- con certeza puede
ser sólo referido a la civilización de los conquistadores prehistóricos, de la
India y de Irán. En el Zend-Avesta, texto de la antigua tradición iránica, la
patria originaria de las estirpes, a la cual tal tradición le fue propia, es
llamada airyanem-vaêjô, que significa “semilla de la gente aria” y de las
descripciones que se hacen resulta claramente que es una misma cosa que la sede
ártica hiperbórea. En la inscripción de Behistum (520 a. C.) el gran rey Darío
habla así de sí mismo: “Yo, rey de reyes, de raza aria” y los “arios”, a su
vez, en los textos se identifican con la milicia terrestre del “Dios de Luz”:
cosa ésta que nos hace aparecer a la raza aria en un significado metafísico,
como aquella que, sin tregua, en uno de los varios planos de la realidad
cósmica, lucha incesantemente contra las fuerzas oscuras del anti-dios, de
Arimán.
Este concepto espiritual de la arianidad se precisa en la
civilización hindú. En la lengua sánscrita ar significa “superior, noble, bien
hecho” y evoca tanto la idea de mover como la de ascender, de dirigirse hacia
lo alto. Con referencia a la doctrina hindú de los tres guna, una idea
semejante plantea acercamientos interesantes. La cualidad “ar” corresponde a
rajas, que es la cualidad de las fuerzas ascendentes, superior y opuesta a
tamas, que es la cualidad en vez de todo lo que cae, lo que va hacia lo bajo,
mientras que la cualidad superior a rajas es sattva, la cualidad propia de “lo
que es” (sat) en sentido eminente, podría decirse, el principio solar en su
carácter olímpico. Ello puede pues dar un sentido al “lugar” metafíisico propio
de la cualidad aria. De esta raíz ar, ârya como adjetivo indica luego las
cualidades de ser superior, fiel, óptimo, estimado, de buen nacimiento; y como
sustantivo designa a “quien es señor, de noble estirpe, maestro, digno de
honor”: éstas son deducciones a nivel de carácter, a nivel social y, en fin, de
“raza del alma”.
Todo esto vale desde un punto de vista genérico. En sentido
específico ârya era sin embargo esencialmente una designación de casta: se
refería colectivamente al conjunto de las tres castas superiores (jefes
espirituales, aristocracia guerrera y “padres de familia” en tanto propietarios
legítimos, con autoridad sobre un cierto grupo de consanguíneos) en su
oposición con la cuarta casta, la casta servil de los çûdra. Hoy quizás habría
que decir: con la masa proletaria.
Ahora bien, dos condiciones definían la cualidad aria: el
nacimiento y la iniciación. Arios se nace; tal es la primera condición. La
arianidad sobre tal base es una propiedad condicionada por la raza, por la
casta y por la herencia, la misma se transmite con la sangre de padre a hijo y
no puede ser sustituida por nada, del mismo modo como el privilegio que, hasta
ayer, en Occidente tenía la sangre patricia. Un código particularmente
complicado, que desarrolla una casuística hasta en sus más pequeños detalles,
contenía todas las medidas necesarias para preservar y mantener pura esta
herencia preciosa e insustituible, considerando no sólo el aspecto biológico
(raza del cuerpo), sino también el ético y social, la conducta, un determinado
estilo de vida, derechos y deberes, por ende toda una tradición de “raza del
alma”, diferenciada luego para cada una de las tres castas arias.
Pero si el nacimiento es la condición necesaria para ser
arios, el mismo no es sin embargo todavía suficiente. La cualidad innata es
confirmada a través de la iniciación, upanayâna. Así como el bautismo es la
condición indispensable para hacer parte de la comunidad cristiana, del mismo
modo la iniciación representaba la puerta a través de la cual se entraba a
formar parte efectiva de la gran familia aria. La iniciación determina el
“segundo nacimiento”, ella crea el dvîja, “aquel que ha nacido dos veces”. En los
textos ârya aparece siempre como sinónimo de dvîja, renacido o nacido dos
veces. Por lo cual, ya con esto se entra en un dominio metafísico, en el campo
de una raza del espíritu. La raza oscura, proletaria çudrâ varna- llamada
también enemiga -dasa- no-divina y demónica -assurya-varna- posee sólo un
nacimiento, el del cuerpo. Dos nacimientos, el uno natural, el otro
sobrenatural, uránico, tiene en vez el ârya, el noble. Tal como en varias
ocasiones lo hemos recordado, el más antiguo código de leyes arias, el
Mânavadharmaçâstra, llega hasta el límite de declarar que quien ha nacido ario
no es verdaderamente superior al çûdra, al siervo, antes de haber pasado a
través del segundo nacimiento o cuando su pueblo haya metódicamente descuidado
el rito determinante de este nacimiento, es decir la iniciación, la upanayâna .
Pero también se encuentra la parte contraria. No cualquiera
es apto para recibir legítimamente la iniciación, sino sólo quien ha nacido
ario. Si ésta es impartida a otros es delito. Nos hallamos así con una
concepción superior y completa de la raza. La misma se distingue de la
concepción católica puesto que ignora un sacramento apto para suministrarse a
cualquiera, sin condiciones de sangre, raza y casta, de modo tal de conducir a
una democracia del espíritu. Al mismo tiempo, la misma supera también al
racismo materialista puesto que, mientras que aquí se satisface a las
exigencias del mismo y se lleva el concepto de la pureza biológica y de la
no-mezcla hasta la forma extrema relativa a la casta cerrada, la antigua
civilización aria consideraba insuficiente al mero nacimiento físico: tenía en
vista una raza del espíritu a ser alcanzada -partiendo de la sólida base y de
la aristocracia de una determinada sangre y de una determinada herencia natural-
a través del renacimiento, definido por el sacramento ario. Aun más arriba se
encontraba el tercer nacimiento, o, para usar la designación correspondiente a
las tradiciones clásicas, la resurrección a través de la “muerte triunfal”.
Como ideal supremo el antiguo ario consideraba en efecto la “vía de los dioses”
-deva-yâna- llamada también “solar” o “nórdica”, a través de la cual se
asciende y “no se vuelve”, no la “vía meridional” de la disolución en el tronco
colectivo de una determinada estirpe, en la sustancia confusa de nuevos
nacimientos (pitr-yâna): cosa ésta que basta para imaginarse en cuál cuenta
podría tener el hombre ario a la llamada reencarnación, concepción, ésta, que,
como se ha dicho, fue propia de razas extrañas, prevalecientemente “telúricas”
o “dionisíacas”.
EL ELEMENTO SOLAR Y HEROICO DE LA ANTIGUA RAZA ARIA
La doble condición de la cualidad aria hace comprender que
estas antiguas civilizaciones presuponían una especie de herencia sobrenatural
latente en la raza aria de la sangre, herencia que sin embargo tenía que ser
redespertada y llevada de la potencia al acto según la circunstancia para que
el sujeto pudiese convertirla en cosa verdaderamente suya. Este era el
significado genera] del sacramento ario en sus formas más altas. Considerando
en cambio el ápice de la jerarquía aria, se puede ver fácilmente que la
cualidad primordial latente que debía redespertarse corresponde esencialmente a
la de la “raza solar” y que, por ende, el ario, en tanto aquel que pertenece
potencialmente a tal raza, pero que sin embargo debe reconquistarla o
restaurarla en cuanto sujeto, presenta exactamente los rasgos de la raza
definida por nosotros técnicamente como “heroica”.
Tal como se ha mencionado, la casta aria se repartía en
otras tres y la más alta la hemos definido como la de los “jefes espirituales”,
puesto que esta expresión previene muchos equívocos y nos permite también
evitar el problema sumamente complejo de las relaciones que en las antiguas
sociedades arias de origen hiperbóreo existían entre la casta sacerdotal
-brahmán- y la guerrera -kshâtram. La mayor parte de los orientalistas, al
referirse a la primera, allí donde efectivamente representó el vértice de la
jerarquía aria, creen ver en ella una especie de supremacía sacerdotal; cosa
efectivamente errada. En primer lugar parece resultar de los más antiguos
testimonios que la casta sacerdotal en su origen hacía una misma cosa con la
guerrera y la de realeza, en plena correspondencia con la función originaria de
la “raza solar”. En segundo lugar, también prescindiendo de esto y limitándose
sólo a los brâhmana (a los componentes de la casta del brâman) como jefes
arios, no se puede pensar en una sociedad regida por “sacerdotes” y sujetada a
ideas “religiosas”, como son concebidos en la religión europea. Ello es así por
dos razones.
En primer lugar porque se encontraba la antes mencionada
cuestión de la sangre. Por diferentes razones la Iglesia tuvo que imponer al
clero el celibato, con lo cual se hizo imposible una base racial hereditaria
para la dignidad sacerdotal. De acuerdo a la visión católica -y más aun según
el protestantismo- para convertirse en sacerdote es suficiente la “vocación”
(concepto éste demasiado vago), ciertos estudios afines a la filosofía y la
entrega a ciertos preceptos morales: no es reclamado pues ser de raza de
sacerdotes para ser ordenado sacerdote. Este es el primer punto.
En segundo lugar, la antigua élite aria, en tanto “raza
solar”, ignoraba la distancia metafísica entre un Creador y la criatura. Sus
representantes no aparecían como mediadores de lo divino (es decir en la
función que posee el sacerdote en las civilizaciones lunares), sino como siendo
ellos mismos naturalezas divinas. La tradición los describe como dominadores no
sólo de hombres, sino también de potencias invisibles, de “dioses”. Entre los
muchos textos reproducidos en nuestro libro ya recordado a tal respecto, se
encuentra por ejemplo éste: “Nosotros somos dioses, Uds. (tan sólo) hombres”.
Ellos son naturalezas luminosas y son comparados al sol. Están constituidos
“por una sustancia ígnea radiante”, constituyen el “ápice” del universo y “son
objeto de veneración de parte de las mismas divinidades”. No son los
administradores de una fe, sino los poseedores de una ciencia sagrada. Este
conocimiento es potencia y fuerza transfigurante. Actúa como un fuego que
consume y destruye todo lo que para otros en las diferentes acciones podría
significar culpa, pecado, contrición. Es algo similar al nietzscheano “más allá
del bien y del mal”, pero sobre un plano trascendente, no en el sentido de
superhombre de “cabeza rubia”, sino de superhombre “olímpico”. Puesto que ellos
“saben” y “pueden”, estos jefes arios no tienen necesidad de “creer”, no
conocen dogmas, en el dominio de los conocimientos tradicionales ellos son infalibles.
Y puesto que no tienen dogmas, ellos tampoco constituyen una
“iglesia”; ejercen directamente, en forma personal, su autoridad; no tienen
pontífices a quienes venerar, puesto que, en una cierta manera, cada exponente
legítimo de su casta es un “pontífice”, en el sentido originario de la palabra.
Pontífice es aquel que hace puentes, que establece los contactos entre dos
riberas, entre dos mundos, entre lo humano y lo suprahumano. Puesto que ésta
era la función propia del brâhman; y puesto que en una civilización orientada
en sentido eminentemente heroico y metafísico, como era el caso para la de la
antigua arianidad, una tal función aparecía como de suprema utilidad y
eficacia; por tal razón el jefe espiritual, o brâhmana, encarnaba ante los ojos
de las otras castas arias, por no hablar de las serviles no-arias, una
autoridad ilimitada y supremamente legítima.
El instrumento “pontifical” -es decir de “enlace”- por
excelencia (en su origen, prerrogativa del rey) era el rito. También respecto
del rito deberemos aquí repetir cosas ya dichas en más de una ocasión. El rito
para el hombre antiguo no era una vacía y supersticiosa ceremonia. Se expresaba
con éste en vez una actitud viril y dominadora ante lo suprasensible, puesto
que, mientras que la plegaria es un solicitar, el rito, de acuerdo a esta
visión, es un mandar y un determinar. El rito es una especie de “técnica
divina” que se distingue de la moderna por el hecho de que no actuaba en base a
las leyes externas de los fenómenos naturales sino que influía sobre las causas
suprasensibles de los mismos; en segundo lugar, estaba condicionado por una
fuerza especial y objetiva, supuesta en quien debía ejecutar el rito. La
mentalidad moderna, que ve todo al revés, se inclina a referir los ritos a las
prácticas supersticiosas de los salvajes. La verdad es en cambio que las
prácticas de éstos no son sino las formas degeneradas de los ritos verdaderos,
los cuales deben explicarse y entenderse sobre una base muy diferente.
Ahora bien, si ya en el modo de aparecerse como brâhmana de
la suprema casta aria están presentes todos estos rasgos, tenemos razones
suficientes para admitir que en los orígenes, en donde el brâhman y el kshâtram
-el elemento sacerdotal y el guerrero o el de la realeza- correspondían todos a
una misma cosa, la civilización de los hiperbóreos descendidos hacia el Sur
tenía también en el propio centro exactamente lo que nosotros hemos definido
como espiritualidad olímpica o solar. Sin embargo esta tradición en las fases
sucesivas de parcial oscurecimiento de tales civilizaciones, tuvo que actuar
por medio de restauraciones de tipo “heroico” en una élite o casta de jefes
espirituales. Una indagación de los testimonios correspondientes a la más
antigua civilización griega y romana conduciría a los mismos resultados. El
elemento solar y de realeza, el sentido de la comunidad de origen y de vida con
los entes divinos, son rasgos por igual presentes en la misma.
Por lo tanto, resumiendo, si se lo quiere explicar con las
concepciones y las tradiciones propias de las civilizaciones a las cuales
perteneció en manera rigurosa y probada, el término “ario” se refiere sobre
todo, en general, a una “raza del espíritu” de origen hiperbóreo empeñada en
una especie de lucha metafísica y que tiene como propio un especial ideal de
Imperium, concibiendo al jefe como el “rey de reyes” (Irán); más en particular,
en su extrema pureza, el mismo comprende en primer lugar el ideal de una alta
pureza biológica y de una nobleza de la raza del cuerpo; en segundo lugar, la
idea de una raza del espíritu, de tipo “solar”, con rasgos sacrales y
simultáneamente de realeza y dominadores: raza de verdaderos superhombres,
enfrentada a todo lo que de materialista, evolucionista, “prometeico” se
encuentra en vez en las concepciones modernas del superhombre, aun
prescindiendo de que éstas no son sino “filosofía”, teorías e imaginerías
formuladas por personas cuya raza, casi siempre, no se encuentra para nada en
orden.
Si la investigación relativa a la aristocracia aria de los
tiempos primordiales nos lleva a tales alturas, descender en cambio a partir de
éstas a las exigencias prácticas del problema actual de la raza no es por
cierto agradable. El mundo espiritual que la investigación de tercer grado
vuelve a llevar a la luz a través de un examen adecuado de las tradiciones y de
los símbolos antiguos y que ve esencialmente unido a la más alta herencia
ario-hiperbórea, para muchos “arios” de hoy puede parecer inusitado y fantasioso,
para otros incluso incomprensible. Traer a colación significados que milenios
de historia han sepultado en los más profundos estratos de la subconsciencia,
para que ellos despierten nuevas formas de sensibilidad, no puede acontecer del
hoy al mañana y, en cada caso, es una obra que va asociada a los deberes del
racismo práctico de primero y de segundo grado, siendo necesario remover al
mismo tiempo obstáculos y deformaciones que paralizan, por decirlo así, incluso
físicamente, la posibilidad de cualquier retorno al antiguo espíritu ario.
A pesar de como hoy se encuentren las cosas, es esencial que
la expresión “ario” no decaiga en una vacía consigna y sea la simple
designación que se le da a cualquiera que no sea negro, judío o mongol. Es
necesario mantener siempre presentes los supremos puntos de referencia, los
conceptos-límite, las líneas de altura, porque es de éstos que depende el
sentido de todo el desarrollo a partir de los primeros grados del mismo. Y
también a tal respecto puede acontecer una elección de vocaciones: el sentido
de algo que, hoy, aparece como una veta reluciente en míticas e inalcanzables
lejanías, mientras que puede paralizar a los unos e inducirlos a “no perder el
tiempo” en fantasías anacrónicas, puede en cambio despertar en los otros una
tensión creadora, suscitadora de superiores posibilidades.
ESPIRITUALIDAD ARIA o SOLAR o VIRIL
Fue propia de los ârya (término sánscrito que designa a los
“nobles” comprendidos como raza no sólo de la sangre, sino también y
esencialmente del espíritu) una actitud afirmativa frente a lo divino. Detrás
de sus símbolos mitológicos, recabados del cielo resplandeciente, se escondía
el sentido de la “virilidad incorpórea de la luz” y de la “gloria solar”, es
decir, de una virilidad espiritual victoriosa: por lo cual aquellas razas no
sólo creían en la existencia real de una suprahumanidad, de una estirpe de
hombres no-mortales y de héroes divinos, sino que muchas veces le atribuían a
tal estirpe una superioridad y un poder irresistible con respecto a las mismas
fuerzas sobrenaturales. En relación a ello, los ârya tuvieron como ideal
característico más el regio que el sacerdotal, más el guerrero de la afirmación
transfigurante que el del devoto abandono, más el del ethos que el del pathos.
Originariamente, los reyes eran sacerdotes, en el sentido que se reconocía
eminentemente a estos y no a otros la posesión de aquella fuerza mística, a la
cual se le vincula no sólo la “suerte” de su raza, sino también la eficacia de
los ritos, concebidos como operaciones reales y objetivas sobre las fuerzas
sobrenaturales. Sobre esta base, la idea del regnum tenía un carácter sacral,
así como también universal. De la enigmática concepción indo-aria çakravarti o
“señor universal” pasando por la idea ario-iránica del reino universal de los
“fieles” del “dios de luz” hasta arribar a los presupuestos “solares” de la
romana aeternitas imperii y finalmente a la idea gibelina medieval del Sacrum
Imperium, siempre se ha asomado en las civilizaciones arias o de tipo ario el impulso
a proveer un cuerpo universal a la fuerza de lo alto respecto de la cual los
Ârya se sentían como sus eminentes portadores:
En segundo lugar, así como en vez del servilismo devoto y
orante se tenía el rito, concebido, repitámoslo, como una seca operación que
hace descender lo divino, de la misma manera también, más que a los Santos.
Era a los Héroes que les eran abiertas, entre los ârya, las
sedes más altas y privilegiadas de la inmortalidad: el Walhalla nórdico, la
Isla de los Bienaventurados dórico-aquea, el cielo de Indra entre los
indo-germánicos en la India. La conquista de la inmortalidad o del saber
conservó rasgos viriles; allí donde Adán, en el mito semita, es un maldecido,
por haber intentado tomar del árbol divino, el mito ario en cambio nos
representa, a través de epopeyas similares, un final victorioso e
inmortalizador en la persona de héroes, como por ejemplo Jasón, Mitra, Siegurt.
Si, más en lo alto aun del mundo heroico, el supremo ideal ario era el
“olímpico” de esencias inmutables, realizadas, separadas del mundo inferior del
devenir, luminosas en sí mismas, como el sol y las naturalezas siderales, los
dioses semitas en cambio son esencialmente dioses que cambian, que tienen
nacimiento y pasión, son los “dioses-año” que, del mismo modo que la
vegetación, padecen la ley de la muerte y del renacimiento. El símbolo ario es
solar, en el sentido de una pureza que es fuerza y de una fuerza que es pureza,
de naturaleza radiante que -repitámoslo- tiene la luz en sí, en oposición con
el símbolo lunar (femenino), que es el de una naturaleza que es luminosa tan
sólo porque refleja y absorbe una luz que emana de un centro que cae afuera de
ella. Finalmente, por lo que se refiere a los principios éticos
correspondientes, son característicamente arios el principio de la libertad y
de la personalidad por un lado, de la fidelidad y del honor por el otro. El
Ario tiene el placer por la independencia y por la diferencia, tiene una
repugnancia por todo tipo de promiscuidad; pero ello no le impide obedecer virilmente,
de reconocer a un jefe, de tener el orgullo de servirlo según un lazo
libremente establecido, guerrero, irreductible al interés, a todo lo que se
puede vender y comprar y, en general, reducir a los valores del oro. Bhakti,
decían los arios de la India; fides, decían los Romanos, fides se repetía en la
Edad Media; Trust, Treue, serán las consignas del régimen feudal. Si en las
mismas comunidades religiosas mithraicas el principio de la fraternidad se
resentía sobre todo de una solidaridad viril de soldados comprometidos en una
única empresa (miles era el nombre de un grado de la iniciación mithraica), ya
los Arios de la antigua Persia hasta la época de Alejandro conocían la facultad
de consagrar no solamente a las personas y a sus acciones, sino por sus mismos
pensamientos, a sus Jefes, concebidos como seres trascendentes. No una
violencia, sino al mismo tiempo una fidelidad espiritual -dharma y bakhti—
fundaba entre los Arios de la India el mismo régimen de las castas en su
jerarquía. El gesto grave y austero, carente de misticismo, desconfiado hacia
cualquier abandono del alma, lo cual fue lo propio de las relaciones entre el
civis y el pater romano y sus divinidades, tiene los mismos rasgos del antiguo
ritual dorio-aqueo y de la tenida “regia” y dominadora de los brâhmana o “casta
solar” del primer período védico y de los atharvan mazdeos. En su conjunto se
trata de un clasicismo del dominio y de la acción, de un amor por la claridad,
por la diferencia y por la personalidad, de un ideal “olímpico” de la divinidad
y de la suprahumanidad heroica, junto a un ethos de la fidelidad y del honor,
aquello que caracteriza al espíritu ario.
Con esto, si bien sumariamente, el punto fundamental de
referencia se encuentra dado. Se trata de tener presentes los lineamientos de
una antítesis ideal que nos sirva como hilo conductor entre todo lo que la
realidad histórica y la situación de conjunto de las diferentes civilizaciones
nos muestran en estado de mezcla: puesto que sería absurdo, para tiempos que no
sean absolutamente primordiales, querer volver a hallar en algún lugar el
elemento ario o el semítico en estado absolutamente puro.
Por contraposición y para entender más claramente sus
significados, ¿Qué es lo que caracteriza a la espiritualidad de las culturas semíticas
en general? La destrucción de la síntesis aria entre espiritualidad y
virilidad. Entre los Semitas tenemos por un lado una afirmación crudamente
material y sensualista, o bien ruda y ferozmente guerrera (Asiria) del
principio viril: por el otro, una espiritualidad desvirilizada, una relación
“lunar” y prevalecientemente sacerdotal con respecto a lo divino, el pathos de
la culpa y de la expiación, todo un romanticismo impuro y desordenado, y, al
lado de ello, casi como una evasión, un contemplativismo de base
naturalista-matemática.
Precisemos algún punto. También en la antigüedad más remota,
mientras que los Arios (así como los mismos Egipcios, cuya primera civilización
debe considerarse como de origen “occidental”) tenían respecto de sus reyes el concepto
de “pares de los dioses”, ya en Caldea en cambio el rey no valía sino como un
vicario -patêsi- de los dioses, concebidos como entes diferentes de él
(Maspero). Hay algo más característico aun para esta desviación semítica del
nivel de una espiritualidad viril: la humillación anual de los reyes en
Babilonia. El rey, vestido como un esclavo o como un prisionero, confesaba sus
culpas y sólo cuando, golpeado por un sacerdote que representaba al dios, le
brotaban las lágrimas de los ojos, era confirmado en su cargo y podía revestir
las insignias reales. En realidad, así como el sentimiento de la “culpa” y del
“pecado” (casi totalmente desconocido entre los Arios) es propio de la
naturaleza del Semita y se refleja de manera característica en el Antiguo Testamento,
de la misma manera es también característico entre los pueblos semitas en
general, estrechamente vinculado a tipos de civilización matriarcal
(Pettazzoni) y en cambio extraño a las sociedades arias regidas por el
principio paterno, el pathos de la “confesión de los pecados” y de su
redención. Es ya el “complejo” (en sentido psicoanalítico) de la “mala
conciencia”, el cual usurpa el valor “religioso” y altera la calma pureza y la
superioridad “olímpica” del ideal aristocrático ario.
En las civilizaciones semítico-siríacas y en la asiria es
característico el predominio de divinidades femeninas, de diosas, lunares o
telúricas, de la Vida, muchas veces dadas en los rasgos impuros de heteras. A
su vez, los dioses, con los cuales ellas se acoplan como amantes, carecen
totalmente de los rasgos sobrenaturales de las grandes divinidades arias de la
luz y del día. Muchas veces se trata de naturalezas subordinadas, ante la
imagen de la Mujer o Madre divina. Ellos o son dioses “en pasión” que sufren y
que mueren y resurgen, o son divinidades feroces y guerreras, hipóstasis de la
fuerza muscular y salvaje o de la virilidad fálica. En la antigua Caldea las
ciencias sacerdotales, en especial las astronómicas, son el exponente
justamente de un espíritu lunar-matemático, de un contemplativismo abstracto y
en el fondo fatalista, escindido de cualquier interés por la afirmación heroica
y sobrenatural de la personalidad. Un residuo de este componente del espíritu
semita intelectualizado, actuará entre los mismos Judíos de épocas más
recientes: desde un Maimónides y un Spinoza hasta los matemáticos modernos
judíos (por ejemplo, Einstein y, entre nosotros, Levi-Civita y Enriques),
nosotros hallamos una pasión característica por el pensamiento abstracto y por
la ley natural dada en un ámbito de números sin vida. Y ésta, en el fondo,
puede considerarse como la mejor parte de la antigua herencia semítica.
Por supuesto que aquí, para no aparecer unilaterales,
deberíamos desarrollar consideraciones mucho más vastas de lo que nos consiente
el espacio del que disponemos. Mencionaremos tan sólo que los elementos
negativos aquí mencionados se pueden volver a encontrar, además que entre los
Semitas, también en otras grandes civilizaciones originariamente
DOCTRINA ARIA DE LUCHA Y VICTORIA
Conferencia impartida en el Instituto “Kaiser Willhelm” de
Roma, el 7 de Diciembre de 1940.
La “Decadencia de Occidente”, según la concepción de una
crítica reputada de la civilización de occidente, es claramente reconocible en
dos características principales: en primer lugar, el desarrollo patológico de
todo aquello que es Activismo; en segundo lugar, el desprecio hacia los valores
del Conocimiento interior y de la Contemplación.
Esta crítica, no entiende por Conocimiento, racionalismo,
intelectualismo u otros vacíos juegos de palabras; no entiende por
Contemplación un alejamiento del mundo, una renuncia o un alejamiento monacal
mal comprendido. Al contrario, Conocimiento interior y Contemplación
representan las formas de participación normales y más apropiadas del hombre a
la Realidad sobrenatural, supra-humana y supra-racional. A pesar de esta
aclaración, en la base de la concepción indicada existe una premisa inaceptable
para nosotros. Ya que, tácitamente y de hecho, es admitido que toda acción en el
dominio material es limitativa y que el más alto dominio espiritual sólo es
accesible por otras vías que no sean las de la acción.
En esta idea se reconoce claramente la influencia de una
concepción de la vida básicamente extranjera al espíritu de la raza aria; pero
que, sin embargo, está tan profundamente unida ya al pensamiento del Occidente
cristiano, que se la encuentra igualmente en la concepción imperial dantesca.
La oposición entre Acción y Contemplación era, por el contrario, desconocida
por los antiguos arios. Acción y Contemplación no estaban enfrentados como los
dos términos de una oposición. Designaban únicamente sólo palabras distintas
para la misma realización espiritual. Dicho de otro modo, se estimaba entre los
antiguos arios que el hombre podía sobrepasar el condicionamiento individual no
solamente por la Contemplación sino también por la Acción.
Si nos alejamos de esta idea primera, entonces el carácter
de decadencia progresiva de la civilización occidental debe ser interpretado de
diferente forma. La tradición de la acción es típica de las razas
ario-occidentales. Pero esta tradición se desvía progresivamente. Así es en el
Occidente actual, donde se ha llegado a conocer y honrar solamente una acción
secularizada y materializada, privada de toda forma de contacto trascendente,
una acción profanada que, fatalmente, debía degenerar en fiebreo en manía
resolviéndose en el obrar por el obrar: o bien en un hacer que está ligado
solamente a efectos condicionados por el tiempo. A una acción así degenerada no
responden, en el mundo moderno, valores ascéticos y auténticamente
contemplativos sino únicamente una cultura brumosa y una fe pálida y
convencional. Tal es nuestro punto de vista sobre la situación.
Si la “vuelta a los orígenes” es el concepto base de todo
movimiento actual de renovación, entonces debe valer como tarea indispensable,
de vuelta consciente, el comprender la concepción aria primordial de la Acción.
Esta concepción aria debe tener un efecto transformador y evocar en el Hombre
Nuevo, de Buena Raza, unas fuerzas vitales dormidas.
Hoy y aquí, queremos atrevernos a hacer un breve “excursus”
precisamente justo en el universo del pensamiento del mundo ario primordial,
con el objetivo de sacar, de nuevo, a la luz algunos elementos fundamentales de
nuestra tradición común, poniendo una atención especial en los significados
arios de guerra, de lucha, y de la victoria.
Naturalmente, para el antiguo guerrero ario la guerra, como
tal, respondía a una lucha eterna entre fuerzas metafísicas. De un lado está el
principio olímpico de la luz, la realidad solar y uraniana; de otro, la
violencia brutal del elemento “titánico- telúrico”, bárbaro en el sentido
clásico, “femenino-demoníaco”. Este tema de aquella lucha metafísica aparecería
de mil formas, en todas las tradiciones de origen ario. Así, toda lucha a nivel
material era tomada con una consciencia más o menos grande, como un episodio de
esta antítesis. Ya que la arianidad se consideraba como milicia del principio
olímpico, es necesario hoy, por tanto, devolver esta vía de los antiguos arios;
e, igualmente, conceder la legitimidad o la consagración suprema del derecho al
poder y de la concepción imperial misma, ahí donde, en el fondo, parece bien
evidente su carácter anti-secular.
En la imaginación de este mundo tradicional toda realidad se
transformaba en símbolo... Esto también vale para la guerra desde el punto de
vista subjetivo e interior. Así, podrían ser fundidas en una sola entidad:
guerra y camino hacia lo divino.
Los significativos testimonios que nos ofrecen las varias
tradiciones nórdico-germánicas son, para todos, bien conocidos. De todos modos,
debemos decir que estas tradiciones y tal como nos han llegado, se ven
fragmentadas y mezcladas; muy a menudo ya representan la materialización de las
mas altas tradiciones arias primordiales, caídas a nivel de supersticiones
populares. Esto no nos impide fijar algunos puntos.
Ante todo, como todos sabemos, el «Walhalla» es la capital
de la inmortalidad celeste, y principalmente reservado a héroes caídos en el
campo de batalla. El señor de estos lugares, Odín- Wotan, es representado en la
saga «Ynglinga» como aquel que por su sacrificio simbólico al árbol cósmico
«Ygdrasil» ha indicado el camino a los guerreros, camino que conduce a una
residencia divina, donde siempre florece la vida inmortal. Conforme a esta
tradición, de hecho ningún sacrificio o culto es más agradable al dios supremo,
ningún otro esfuerzo obtiene más ricos frutos supra-terrestres, que aquel que
han ofrecido los que han muerto combatiendo en el campo de batalla. Pero hay
mucho más; tras la oscura representación del «Wildes Herr» se esconde también,
el siguiente fundamental significado: a través de los guerreros que, cayendo,
ofrecen un sacrificio a Odín, se forman aquellas tropas que el dios necesitará
para la última definitiva batalla del «Ragnarökk»; es decir, contra ese fatal
“oscurecimiento de lo divino” que ya desde los tiempos antiguos planea,
amenazante sobre el mundo.
Hasta aquí, por consiguiente, el genuino motivo ario de la fuerte
lucha metafísica es claramente expuesto a la luz. En los «Edda» quedaría
igualmente dicho: “Por muy grande que pueda ser el numero de los héroes
reunidos en el «Walhalla» nunca será lo suficientemente grande, cuando el lobo
irrumpa”. El lobo es aquí, la imagen de esas fuerzas oscuras y salvajes que el
mundo de los «Ases» ha logrado someter.
La concepción ario-iraniana de Mithra, “el guerrero sin
sueño” es de hecho análoga. El que a la cabeza de los «Fravashi» y de sus
fieles, libra batalla contra los enemigos del dios ario de la luz. Hablaremos,
inmediatamente después, de los «Fravashi» y examinaremos su estrecha
correlación con las «Walkyrias» de la tradición nórdica. Por otra parte
intentaremos clasificar también el significado de la “Guerra Santa” a través de
otros testimonios concordantes.
No hay que sorprenderse si hacemos, en este contexto, ante
todo, referencia a la tradición islámica. La tradición islámica tiene aquí el
lugar de la tradición ario-iraniana. La idea de la “guerra santa” -y al menos,
en lo que concierne a los elementos aquí examinados- llegará a las tribus
árabes por el universo del pensamiento iranio: tiene por tanto, al mismo
tiempo, el sentido de un tardío renacimiento de una herencia aria primordial y
desde este punto de vista puede ser utilizada sin ninguna duda.
Está admitido que se distingue en esa tradición en cuestión,
dos “guerras santas”; es decir la “grande” y la “pequeña” Guerra Santa”. Esta
distinción se funda en unas palabras del Profeta que afirma a la vuelta de una
incursión guerrera “Hemos vuelto de la pequeña guerra a la gran guerra santa”.
En este contexto, la gran guerra santa pertenece a niveles espirituales. La
pequeña guerra santa es por el contrario la lucha psíquica, material, la guerra
conducida en el mundo exterior. La gran guerra santa es la lucha del hombre con
sus propios enemigos, los que lleva en si mismo. Más exactamente, es la lucha
del elemento sobrenatural del propio hombre contra todo lo que resulta
instintivo, ligado a la pasión, caótico, sujeto a las fuerzas de la naturaleza.
Tal es la idea, también, que aparece recogida en el
«Bhagavad-Gitâ», ese antiguo gran tratado de la sabiduría guerrera aria:
“Conociendo aquello que está sobre el pensamiento, afírmate en tu fuerza
interior y golpea, guerrero de los largos brazos, a ese temible enemigo que es
el deseo”. Una condición dispensable para la obra interior de liberación es que
este enemigo debe quedar aniquilado de forma deliberada.
En el cuadro de la tradición heroica, aquella pequeña guerra
santa -es decir, una guerra como lucha exterior-, sirve solamente de medio por
el cual se realiza justamente esa gran guerra santa.
Y por esta razón, en los textos, “guerra santa” y “camino de
vía a Dios” son a menudo sinónimos. Así leemos en el Corán: “Combaten en el
Camino de Dios” -es decir, en la Guerra Santa- aquellos que sacrifican esta
vida terrestre a la vida futura; pues a aquel que combate y muere, sobre el
camino de la Vía de Dios; o a aquel que consigue la victoria, le daremos una
gran recompensa”. Y, más adelante: “A aquellos que caen sobre el camino de la
Vía de Dios, El nunca dejará que se pierdan sus obras; les guiará y dará mucha
paz a sus corazones; y les hará entrar en el Paraíso, que El les revelará”. Se
hace alusión aquí a la muerte física en guerra, a la «mors triunphalis» (muerte
victoriosa); y que, se encuentra en correspondencia perfecta para todas las
tradiciones clásicas. La misma doctrina puede de todas formas ser también
interpretada en un sentido simbólico... Aquel que en la “pequeña guerra” vive
una “gran guerra santa” crea en si una fuerza que le prepara para superar la
crisis de la muerte. Pero, igualmente sin haber muerto físicamente, puede,
mediante la ascesis de la Acción y la Lucha, experimentar la muerte; puede
haber vencido interiormente y haber logrado un “más que vida”. Entendiendo
esotéricamente, “Paraíso”, “Reino de los cielos” y expresiones análogas no son
nada más que unos símbolos y unas figuraciones forjadas por el pueblo, de unos
transcendentes estados de iluminación, ya en un plano más elevado que la vida o
la muerte.
Estas consideraciones deben valer también, como premisa para
reencontrar los mismos significados bajo el aspecto externo del Cristianismo;
que la tradición heroica nórdico-occidental se vio apremiada a adoptar durante
las Cruzadas, para poder manifestarse al exterior. Mucho más de lo que, hoy y
en general, la gente está inclinada a creer, en las cruzadas medievales para la
“liberación del Templo” y realizar la “conquista de la Tierra Santa”, existen
evidentes puntos de contacto con la tradición nórdico-aria, donde se hace
referencia a la mítica «Asgard», la lejana tierra de los Ases y de los Héroes,
donde la muerte no tiene prisa y donde los habitantes gozan de una vida
inmortal y una paz sobrenatural. La guerra santa aparece como una guerra
totalmente espiritual hasta el punto de poder llegar a ser comparada, por los
predicadores, literalmente, a una “purificación, como el fuego del purgatorio
antes de la muerte”. “Que mayor gloria que no salir del combate, sino cubierto
de laureles. Que gloria mayor que ganar, sobre el campo de batalla, una corona
inmortal”, afirma a los Templarios un Bernardo de Clairvaux. La “Gloria
Absoluta”, aquella que atribuyen los teólogos a Dios, en lo más alto del cielo
(con su «in Excelsis Deo»), es también encargada como propia al cruzado. Sobre
este telón de fondo se situaba la «Jerusalén Santa», bajo ese doble aspecto:
como ciudad terrestre y como ciudad celeste, y la Cruzada como una gran
elevación que conduce realmente a la inmortalidad.
Los actos de los militares de las cruzadas, altos y bajos,
produjeron inicialmente sorpresas, confusión, y hasta crisis de fe, pero
tuvieron después como único efecto purificar la idea de la «Guerra Santa» de
todo residuo de materialismo. Sin dudarlo, el fin desafortunado de una Cruzada
es comparado a la Virtud que es perseguida por el Infortunio; y en el cual el valor
puede ser juzgado y recompensado solamente en relación a una vía, en forma no
terrestre. Así se concentraría -mucho más allá de la victoria o de la derrota-,
el juicio de valor sobre el aspecto espiritual y genuino de la Acción. Así la
«Guerra Santa» vale por si misma, independientemente de su resultado material
visible, como medio para alcanzar por el sacrificio activo del elemento humano,
una realización supra-humana.
Y justo, esa misma enseñanza, elevada al nivel de expresión
metafísica, reaparecerá en un texto indo-ario citado y conocido, el
«Bhagavad-Gitâ». La compasión y los sentimientos humanitarios que impiden al
guerrero ARJUNA batirse en liza contra el enemigo, son juzgados por dios
“turbios, indignos de un «ârya» (...), que no conducen ni al cielo ni al honor”
El mandato le dice así “Si muerto, tu irás al cielo; si vencedor, gobernarás la
tierra. Alzate, hijo de Kuntî, dispuesto a combatir”. La disposición interior
que puede transmutar a de la forma siguiente: “...Trayéndome toda acción, el espíritu
plegado sobre si mismo, es libre de esperanza y de visiones interesadas,
combate sin escrúpulos”. En expresiones tan claras se afirma la pureza de la
acción: debe ser deseada, por si misma, más allá de toda pasión y de todo
impulso humano: “Considera que están en juego el sufrimiento, la riqueza o la
miseria, la victoria o la derrota. Prepárate, por tanto, para el combate; y de
esta forma evitarás el pecado”.
Como fundamento metafísico suplementario, el dios aclara la
diferencia entre aquello que es espiritualidad absoluta -y, como tal, será
indestructible- y lo que solamente tiene como elemento lo corporal y humano, en
una existencia ilusoria. De un lado, el carácter de irrealidad metafísica de
aquello que se puede perder como cuerpo y vida mortales que pasan, o bien es
revelada en los que la pérdida puede ser un condicionante. De otro, Arjûna
queda conducido, en aquella experiencia de una fuerza de manifestación de lo
divino, a una potencia de irresistible transcendencia. Así frente a la grandeza
de esta fuerza, toda forma condicionada de existencia aparecía como una
negación. Allí donde está negación es activamente negada, es decir, allí donde,
en el asalto, toda forma condicionada de existencia es invertida o destruida,
esta fuerza llega a tener una manifestación terrorífica.
Sólo sobre esta base, exactamente, se puede captar energía
adecuada para producir la transformación heroica del individuo. En la medida en
que el guerrero obra en la pureza y el carácter de lo absoluto, aquí indicados,
rompe las cadenas de lo humano, evoca lo divino como una fuerza metafísica,
atrae sobre sí esta fuerza activa y encuentra en ella su ilusión y su
liberación. La palabra crucial corresponde a otro texto -perteneciente también
a la misma tradición- dice: “La vida es como un arco; el alma es como una
flecha; el espíritu absoluto como la diana a traspasar. Uníos a este gran
espíritu, como la flecha lanzada se fija en la diana”. Si sabemos ver aquí la
más alta forma de realización espiritual por la lucha y el heroísmo, es
entonces verdaderamente significativo que esta enseñanza sea presentada, en el
«Bhagavad-Gitâ» como continuación de una herencia primordial ario-solar. De
hecho, le fue dada por el “Sol” al primer legislador de los arios, Manú; y fue
guardada seguidamente, por una gran dinastía de reyes consagrados. En el curso
de los siglos, esta enseñanza se perdió y, sin embargo fue de nuevo revelada
por la divinidad, no a un devoto sacerdote, sino a un representante de la
nobleza guerrera: Arjûna.
Lo que hemos tratado hasta aquí permite también comprender
los significados más interiores que se encuentran en la base de un conjunto de
tradiciones clásicas y nórdicas. Así, como punto de referencia, habrá que
reseñar aquí que, en estas tradiciones antiguas algunas imágenes simbólicas
precisas aparecían con una frecuencia singular: estas son, primero la imagen
del alma como demonio, doble y genio; y enseguida la imagen de las presencias
dionisiacas y de la diosa de la muerte y la imagen de una diosa de la victoria;
que aparecía a menudo bajo la forma de diosa de la batalla.
Para la exacta comprensión de todas estas relaciones será
muy oportuno clasificar la significación que tiene el alma; que, es aquí
entendida como demonio, genio o doble. El hombre antiguo simboliza en el demonio
o propio doble una fuerza yacente en las profundidades, que es, por decirlo
así, “la vida de la vida”, en la medida en que ella dirige en general todos los
sucesos, tanto corporales como espirituales, a los que la consciencia normal no
tiene acceso; pero que condicionan, sin embargo e indudablemente la existencia
contingente y el destino del individuo.
Entre esas entidades y las fuerzas místicas de la Raza y de
la Sangre existe una bien estrecha ligadura. Así por ejemplo, el Demonio
aparece y bajo numerosos aspectos, parecido a los Dioses Lares, las entidades
místicas de un linaje, o una generación; de los cuales Macrobio, por ejemplo,
nos afirma: “Son dioses que nos mantienen vivos. Ellos alimentan nuestro cuerpo
y guían nuestra alma”. Así, se puede decir que entre el demonio y la
consciencia normal existe una relación del mismo tipo que entre el principio
individuante y el principio individuado. El primero, es según las enseñanzas de
los antiguos como una fuerza supra-individual y por tanto superior al
nacimiento y a la muerte. La segunda, es decir, el principio individuado,
consciencia condicionada por el cuerpo y el mundo exterior, destinada
normalmente a la disolución o esta supervivencia muy efímera propia del mundo
de las sombras.
En la tradición nórdica, la imagen de las «Walkyrias» tiene
más o menos el mismo significado que el demonio. La imagen de una «Walkyria» se
confunde, en muchos textos, con aquella de una «Fylgja»; es decir, con una
entidad espiritual activa en el hombre y a cuya fuerza su destino está
sometido. Como «Kynfylgja», una «walkyria» es -de igual forma que lo son los
dioses lares romanos- la fuerza mística de la sangre. Y lo mismo ocurre con las
«Fravashi» de la tradición ario-iraniana. La «Fravashi» -explica un bien
conocido orientalista- “es la fuerza íntima de cada ser humano, es la que le
sostiene desde el momento que nace y subsiste”. Al mismo modo que los dioses
lares romanos, las «Fravashi», están en contacto, simultaneamente, con las
fuerzas primordiales de una raza y son -como las «Walkyrias»-, diosas
preponderantes de la guerra, que dan la fortuna y la victoria. Tal es la
primera relación que debemos desvelar y descubrir ¿Qué es lo que esta fuerza
tan misteriosa, que representa el alma profunda de la raza y lo trascendental
en el interior del hombre, puede tener en común con las diosas de la guerra?
Para comprender bien este punto habrá que recordar que los antiguos
indo-germanos tenían una concepción de la propia inmortalidad, por así decirlo,
aristocrática, diferenciada. No todos escaparían a la disolución, a esta
supervivencia lemúrica de la que «Hades» y «Niflheim» eran antiguas imágenes
simbólicas... La inmortalidad fue un privilegio de bien pocos; y, según la
concepción aria, un privilegio heroico principalmente. El hecho de sobrevivir
-no como sombra, sino como semidios-, está reservado solamente a aquellos a los
que acciones espirituales han elevado de una a otra naturaleza. Aquí, no puedo
por desgracia, suministrar las pruebas para justificar lo que doy como afirmación:
técnicamente, estas acciones espirituales logran transformar el yo individual,
el de la consciencia humana normal, en una fuerza profunda, supra-individual,
la fuerza individuante, que está más allá del nacimiento y de la muerte y a la
cual, como se dijo, corresponde el concepto de “demonio”. Pero, sin embargo, el
demonio está mucho más allá de todas las formas finitas en que se manifiesta, y
esto no solamente ya porque representa la fuerza primordial de toda una raza,
sino que también bajo el aspecto de la intensidad. El paso brusco de la
consciencia ordinaria a esta fuerza, simbolizada por el demonio, suscitaba, por
consiguiente, una crisis destructiva; parecida a un relámpago como fruto de una
tensión de potencial demasiado alta en y para el circuito humano. Suponemos por
ello, que en condiciones excepcionales, el demonio puede igualmente aparecer en
el individuo y hacerle experimentar el tipo de una transcendencia destructiva;
y así. en este caso, se produciría una especie de experiencia activa de la
muerte, y la segunda relación aparecía por tanto muy claramente, es decir,
porque la imagen de doble o demonio en los mitos de la antigüedad ha podido
confundirse con la divinidad de la muerte. En la vieja tradición nórdica, el
guerrero ve su propia walkyria en el mismo instante de la muerte o del peligro
mortal.
Vayamos más lejos. En la Ascesis religiosa, mortificación,
renuncia al Yo, tensión en el desamparo de Dios, son los medios preferidos; a
través de los que se busca, precisamente, provocar la crisis mencionada y
superarla positivamente. Expresiones como “muerte mística” o bien “noche oscura
del alma”, etc., etc., que indican esta condición, son de todos conocidas. De
forma opuesta, en el cuadro de una tradición heroica, el camino hacia el mismo
fin está representado por la tensión activa, por la liberación dionisiaca del
elemento Acción. Observamos por ejemplo, al nivel más bajo de la fenomenología
correspondiente, la danza empleada como técnica sacra para evocar y suscitar a
través del éxtasis del alma, fuerzas subyacentes en las profundidades. En la
vida del individuo liberado por el ritmo dionisiaco se inserta otra vida casi
como el florecimiento de su raíz basal. Las Erinias, Furias, “Horda salvaje”, y
otras varias entidades espirituales análogas representan esta fuerza en
términos simbólicos. Todas corresponden por consiguiente a una manifestación
del demonio en su transcendencia aterradora y activa. A un nivel más elevado se
sitúan ya los sacros juegos guerreros y deportivos y aún todavía más alto se
encuentra la misma guerra. Así retornamos de nuevo a la concepción aria
primordial y la ascesis guerrera.
En la cumbre del peligro del combate heroico, se reconoce la
posibilidad de esta experiencia supra-normal. Así la expresión latina “ludere”,
jugar o desempeñar un papel, combatir-, parece contener la idea de resolución.
Esa es una de las numerosas alusiones a la propiedad comprendida en el combate,
de desatarse de las limitaciones individuales; de hacer emerger fuerzas libres
escondidas en la profundidad. De aquí deriva el fundamento de la tercera
asimilación: los Demonios, los Dioses Lares, como el Yo individuante, son
idénticas no solamente a las Furias, Erinias y a las otras naturalezas
dionisiacas desencadenadas, que, por su parte, tienen muchas características
comunes con el deseo de muerte; tienen también igual significación, por su
relación con las vírgenes que conducen héroes al asalto en la batalla, a las
«Walkyrias» y las «Fravashi». Así, las «Fravashi» son descritas en los textos
sagrados, por ejemplo, como “las aterradoras, las todopoderosas”, “aquellas que
escuchan y dan la victoria al que las invoca”; o, para decirlo ya más
claramente, a aquel que las invoca en el interior de sí mismo. De ahí a la
última con la normal consciencia ordinaria. Así es como ellas, Furias y
Erinias, nosreflejan una manifestación especial de desencadenamiento y de
irrupción demoníaca -y las Diosas de la Muerte, «Walkyrias», «Fravashi»,
etc..., se relacionan con las mismas situaciones; en la medida en que son
posibles a través de un combate heroico- de igual forma la Diosa de la Victoria
es la expresión del triunfo del yo sobre este poder. Indica la tensión
victoriosa respecto de una condición situada más allá del peligro, inserto en
el éxtasis y en las formas de destrucción sub-personales, un peligro siempre
emboscado detrás del momento frenético de la gran acción dionisiaca, y también,
de la acción heroica. El impulso hacia un estado espiritual realmente
supra-personal, que nos hace libres, inmortales, interiormente indestructibles,
lo ilustra la frase “Convertir dos en uno” (los dos elementos de la esencia
humana) que se sintetiza pues en esta representación de la consciencia mítica.
Pasemos ahora al significado dominante de estas tradiciones
heroicas primordiales, es decir, a esta concepción mística de la victoria. Aquí
la premisa fundamental es que una correspondencia eficaz entre física y
metafísica, entre visible e invisible fue conocida allí donde los actos del
espíritu en la victoria efectiva. Entonces todos los aspectos materiales de la
victoria militar se convierten en expresión de una acción espiritual que ha
suscitado la victoria, en el punto en que exterior e interior se tocan. La
victoria aparecería como signo tangible para una consagración a un renacimiento
místico acometido en el mismo dominio. Las Furias y la Muerte, que el guerrero
había afrontado materialmente en el campo de batalla, se le oponen también,
interiormente, más en el plano espiritual, bajo la forma de una irrupción
amenazante de las fuerzas primordiales de su ser. En la medida en que triunfe
sobre ellas, la victoria es suya.
En este contexto se explica también la razón por la que cada
victoria toma especial significado sacro en el mundo ligado a la tradición. Y
de esta forma el jefe del ejército, aclamado en los campos de batalla, ofrecía
la experiencia y la presencia de esta fuerza mística que le transformaba a él.
El sentido profundo del carácter supra-terrestre emergente de la gloria y de la
heroica divinidad” del vencedor se hace así más comprensible; y de ahí, el
hecho de que la antigua tradición romana del triunfo tuviese rasgos más sacros
que militares. El simbolismo recurrente en las tradiciones arias primordiales
de Victorias, «Walkyrias» y otras entidades análogas que guían al “cielo” el
alma del guerrero...; así como el mito del héroe victorioso como el Hércules
dorio que obtiene de Niké “la Diosa de la Victoria”, la corona que le hace
partícipe de la inmortalidad olímpica. Este símbolo se manifiesta ahora bajo
una luz muy diferente y en adelante resulta claro que es totalmente falso y
superficial este modo ignorante de ver, que no querría distinguir en todo esto
nada más que simples “poesía”, retórica y fábula.
La teología mística actual enseña que en la Gloria se cumple
la transfiguración espiritual santificante, y toda la iconografía cristiana
rodea la cabeza de los santos y mártires de la aureola de la gloria. Todo nos
indica que se trata de una herencia aunque muy debilitada de nuestras
tradiciones heroicas más elevadas. La tradición ario-iraniana, ya conocía, de
hecho, el fuego celeste entendido como gloria -«Hvareno»-, que desciende sobre
los reyes y verdaderos jefes, los hace inmortales y les permite llevar así el
testimonio de la victoria... La antigua corona real de rayos simbolizaba,
exactamente, la gloria como fuego solar y celeste. Luz, esplendor solar,
gloria, victoria, realeza divina, son esas imágenes que se encontraban en el
seno del mundo ario, en la más estrecha relación; no como abstracciones o
invenciones del hombre sino con el claro significado de fuerzas y dominios
absolutamente reales. Y en este contexto, la Doctrina Mística de la Lucha y de
Victoria representa para nosotros un vértice luminoso de nuestra común
concepción de la acción en el sentido tradicional.
Esta concepción tradicional nos habla hoy; de forma todavía
comprensible para nosotros -a condición naturalmente, de que nos desviemos de
sus manifestaciones exteriores y condicionadas por el tiempo-. Entonces, al
igual que en el presente, se quiere así superar esta espiritualidad cansina,
anémica o basada en simples especulaciones abstractas o en mortecinos
sentimientos piadosos, y a la vez que se sobrepasa también la degeneración
materialista de la acción. ¿Se puede encontrar para esta tarea mejores puntos
de referencia que los ideales mencionados del ario primordial?. Pero hay mucho
más. Las tensiones materiales y espirituales son comprimidas hasta tal punto en
el Occidente de estos últimos años que no pueden ser ya resueltos más que a
través del combate. Con la guerra actual, una época va dominadas y
transformadas en la dinámica de una nueva civilización tan sólo por unas ideas
abstractas, unas premisas universalistas o por medio de mitos ya conocidos
irracionalmente. Ahora, una acción mucho más profunda y esencial se impone,
para que mucho más allá de las ruinas de un mundo subvertido y condenado, una
nueva época comience para Europa.
Sin embargo, en esta perspectiva mucho dependerá de como el
individuo pueda dar forma a la experiencia del combate; es decir, si estará a
la altura de asumir heroísmo y sacrificio como propia catarsis, como un medio
de liberación del despertar interior. No solamente para la salida definitiva, y
victoriosa de los sucesos de este período tempestuoso, sino aun también para
dar una forma y un sentido al orden que surgirá de la victoria. Esta tarea de
nuestros combatientes -interior, invisible apartada de gestos y grandes
palabras-, tendrá un carácter decisivo. Es en la batalla misma donde es
necesario despertar y templar esta fuerza que, más allá de la tormenta de la
sangre y de las privaciones favorecerá, con un nuevo esplendor y una paz
todopoderosa, la nueva creación.
Por esto, se debería aprender hoy sobre el campo de batalla,
la acción pura, una acción no solamente en el sentido de ascesis viril sino
también de gran purificación y de camino hacia formas superiores de vida,
válidas en si mismas y por ellas mismas; éso que no obstante, tiene en cierta
forma, el sentido de una vuelta a la tradición primordial del ario-occidental.
Desde los tiempos antiguos resuenan todavía hasta nosotros las palabras: “la
vida, como un arco; el alma, como una flecha; y el espíritu absoluto, como una
diana a traspasar”. Ya que aquel que, todavía hoy, vive la batalla en el
sentido de esta identificación, este persistirá en pie allí donde los otros
caerán; tendrá una fuerza invencible. Este hombre nuevo vencerá en sí, todo el
drama y toda oscuridad, todo el caos y representará la llegada de los nuevos
tiempos, el comienzo de un nuevo desarrollo... Este heroísmo de los mejores,
según la tradición aria primordial, puede realmente, asumir una función
evocadora; es decir, la función de restablecer de nuevo el contacto, adormecido
desde hace muchos siglos, entre mundo y supra-mundo. Entonces el combate no se
convertirá en una horrible gran carnicería, no tendrá el sentido de un destino
desesperado, condicionado únicamente por el único deseo de ganar poder, sino
que será la prueba del derecho y de la misión de un gran pueblo. Entonces la
paz no significará un ahogo en la oscuridad burguesa cotidiana, ni el
alejamiento de la tensión espiritual de la lucha en batalla, sino que tendrá,
todo lo contrario, el sentido de un cumplimiento de ella.
Es también, y justamente por ella, que queremos hacer
nuestra, de nuevo, la profesión de fe de los antiguos; tal como se expresa y
muy bien, en las siguientes palabras: “La sangre de los héroes es más sagrada
que la tinta de los sabios y las plegarias de los devotos”. Que éso se
encuentra justamente en la base profunda de la concepción tradicional, y según
la cual, en la “guerra santa” operan mucho más fuertes que los individuos las
místicas fuerzas primordiales de la raza. Estas fuerzas de los orígenes crean
los Imperios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario