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Hay libros que actúan sobre la realidad de muchos de los
hechos políticos y que, saliendo del círculo estrecho de la discusión, se
convierten en idea-fuerza, mitos, sangre que alimenta los procesos históricos.
A estos libros pertenece el Ensayo sobre la desigualdad de
las razas humanas del conde de Gobineau, ignorado durante el tiempo que el
autor vivió pero que – difundido en Alemania después de su muerte – fue
destinado a transformarse en un de las más poderosas idea-fuerza del siglo XX:
el mito de la sangre del nacionalsocialismo alemán.
El ensayo retoma los movimientos del gran descubrimiento de
la unidad indoeuropea, es decir de una gran familia aria extendida desde
Islandia hasta la India. La palabra latina pater, el gótico fadar, el griego
patér, los sánscritos pitar se revelan como derivaciones de un único vocablo
originario. Pero si ha existido una lengua primordial de la que se han
ramificado varios lenguajes, también habrá existido un estirpe primordial que –
moviendose desde su patria originaria – difundirá este lengua en el vasto
espacio existente entre Escandinavia y el Ganges. Es el pueblo que se dio el
nombre de ario, término con el que los dominadores se designaban a sí mismos en
contraposición a los indígenas de las tierras conquistadas (compara el persa y
el sánscrito arya = noble, puro; el griego àristos = el mejor; el latino herus
= dueño; el tudesco Ehre = honor).
La civilización es para Gobineau un legado de sangre y se
pierde con el mezcolanza de la sangre. Ésta es la explicación que Gobineau nos
ofrece de la tragedia de la historia del mundo.
El Essai sur el inégalité des races humaines, si en muchos
rasgos aparece hoy envejecido, conserva una sustancial validez. Gobineau tiene
el gran mérito de haber afrontado por primera vez el problema de la crisis de
la civilización en general, y de la occidental en particular. En un siglo
atontado por el mito plebeyo del progreso, él osó proclamar el fatal ocaso de
cada cultura y la naturaleza senil y crepuscular de la civilización ciudadana y
racionalista. Sin el libro de Gobineau, sin los graves, solemnes golpes que
repican en el preludio del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, y
en aquellas páginas en que se contempla la ruina de las civilizaciones, toda la
moderna literatura de las crisis de Spengler, a Huizinga, a Evola resulta
inimaginable.
INTRODUCCIÓN
Hay libros que actúan sobre la realidad de muchos de los
hechos políticos y que, saliendo del círculo estrecho de la discusión, se
convierten en idea-fuerza, mitos, sangre que alimenta los procesos históricos.
El más típico es indudablemente El Capital de Marx, un estudio
histórico-económico que se ha convertido en dogma religioso, arma de batalla,
evangelio del vuelco mundial de todos los valores cumplimentado por la casta
servil. A estos libros pertenece el Ensayo sobre la desigualdad de las razas
humanas del conde de Gobineau, ignorado durante el tiempo que el autor vivió
pero que – difundido en Alemania después de su muerte – fue destinado a
transformarse en un de las más poderosas idea-fuerza del siglo XX: el mito de
la sangre del nacionalsocialismo alemán.
Arturo de Gobineau nace en Ville d’Avray en el 1816 de una
familia de antiguo origen normando. Poco antes de morir, en el Histoire d’Ottar
Jara él revivirá los hechos del conquistador vikingo que arribó a las costas de
Francia dando origen a su familia. El padre de Gobineau fue capitán en el
Guardia Real de Carlo X. Después de la revolución del 1830 se apartó a vivir en
Bretaña mientras el hijo fue a estudiar a Suiza. Aquí Gobineau aprendió el
alemán y tuvo modo de asomarse a las vastas perspectivas que la filología
germánica abrió en aquellos años. Ya Federico Schlegel en su Ueber dieSprache
und Weisheit der Inder enseñó la afinidad entre las lenguas europeas y el
sánscrito planteando una migración aria de Asia a Europa; en 1816, Bopp con su
gramática comparada del griego, sánscrito, persa, griego, latino y gótico fundó
la filología indoeuropea; por su parte, los hermanos Grimm redescubrieron el
Edda y poesía germánica haciendo revivir el antiguo heroísmo y la primordial
mitología germánica mientras Kart O. Müller halló en los dorios (Die Dorier,
1824) el alma nórdica de la antigua Grecia. Así, Gobineau tuvo modo que
familiarizarse desde la adolescencia con un mundo que la cultura europea iba
lentamente asimilado.
En 1834 Gobineau va a París. No es rico, y trata de hacerse
paso como escritor y periodista. De sus obras literarias de entonces, Le
prisionnier chancheux, Ternote, Mademoiselle Irnois, Les aventures de Nicolas
Belavoir, E’Abbaye de Thyphanes, muchas páginas han resistido la usura del
tiempo.
Un artículo aparecido en la Revue de deux mondes lo puso en
contacto con Alexis de Tocqueville, el famoso autor de La democracia en
América, también él de antigua estirpe normanda. Esta amistad les unió toda la
vida a pesar de las fuertes diferencias de opinión entre los dos hombres:
Tocqueville, el aristócrata que se resigna, y – sea incluso con melancolía –
acepta la democracia como una realidad del mundo moderno y Gobineau, el
aristócrata que se rebela e identifica la civilización con la obra de una raza
de señores.
Fue Tocqueville, nombrado Ministro de Exteriores, quien
llamó al amigo como jefe de gabinete. En vísperas del golpe de estado
napoleónico Tocqueville dimitió; En cambio Gobineau hizo buen cara al cesarismo
que – si bien no le reportaba a la predilecta monarquía feudal – al menos
colocaba las esposas a la democracia y al parlamentarismo. Entró en diplomacia
y fue como primer secretario a tomar la delegación de Berna. Es en Berna que
escribió el Essai sur el inégalité des races humaines, cuyos dos primeros
volúmenes aparecieron en el 1853, los segundos en 1855.
El ensayo retoma los movimientos del gran descubrimiento de
la unidad indoeuropea, es decir de una gran familia aria extendida desde
Islandia hasta la India. La palabra latina pater, el gótico fadar, el griego
patér, los sánscritos pitar se revelan como derivaciones de un único vocablo
originario. Pero si ha existido una lengua primordial de la que se han
ramificado varios lenguajes, también habrá existido un estirpe primordial que –
moviendose desde su patria originaria – difundirá este lengua en el vasto
espacio existente entre Escandinavia y el Ganges. Es el pueblo que se dio el
nombre de ario, término con el que los dominadores se designaban a sí mismos en
contraposición a los indígenas de las tierras conquistadas (compara el persa y
el sánscrito arya = noble, puro; el griego àristos = el mejor; el latino herus
= dueño; el tudesco Ehre = honor).
Es aquí donde se encauza el razonamiento de Gobineau,
movilizando a favor de sus tesis los antiguos textos indios nos muestra a estos
arios prehistóricos – altos, rubios y con los ojos azules – penetrando en la
India, en Persia, en Grecia, en Italia para hacer florecer las grandes
civilizaciones antiguas. Con una demostración muy forzada también las civilizaciones
egipcia, babilonia y china son explicadas con el recurso de la sangre aria.
Cada civilización surge de una conquista aria, de la organización impuesta por
una elite de señores nórdicos sobre una masa.
Si comparamos entre si a las tres grandes familias raciales
del mundo la superioridad del ario nos aparecerá evidente. El negro de frente
huidiza lleva en el cráneo “los índices de energías groseramente potentes”. “Si
sus facultades intelectuales son mediocres – Gobineau escribe – o hasta nulas, él
posee en el deseo… una intensidad a menudo terrible”. Consecuentemente, la raza
negra es una raza intensamente sensual, radicalmente emotiva, pero falta de
voluntad y de claridad organizadora. El amarillo se distingue intensamente del
negro. Aquí los rasgos de la cara son endulzados, redondeados, y expresan una
vocación a la paciencia, a la resignación, a una tenacidad fanática, pero que
él diferencia de la verdadera voluntad creadora. También aquí tenemos que ver a
una raza de segundo orden, una especie infinitamente menos vulgar que la negra,
pero falta de aquella osadía, de aquella dureza, de aquella cortante, heroica,
inteligencia que se expresan en el rostro fino y afilado del ario.
La civilización es pues un legado de sangre y se pierde con
el mezcolanza de la sangre. Ésta es la explicación que Gobineau nos ofrece de
la tragedia de la historia del mundo.
Su clave es el concepto de la degeneración, en el sentido
propio de esta palabra, que se expresa en el alejamiento un género de su tipo
originario (los alemanes hablarán de Entnordung, de desnorcización). Los
pueblos antiguos han desaparecido porque han perdido su integridad nórdica, e
igualmente puede ocurrir a los modernos. “Si el imperio de Darío todavía
hubiera podido poner en campo a la batalla de Arbela persas auténticos, a
verdaderos arios; si los romanos del basto Impero hubieran tenido un senado y
una milicia formadas por elementos raciales iguales a los que existieron al
tiempo de los Fabios, su dominación no habría tenido nunca fin.”
Pero la suerte que ha arrollado las antiguas culturas
también nos amenaza. La democratización de Europa, iniciada con la revolución
francesa, representa la revuelta de las masas serviles, con sus valores
hedonísticos y pacifistas, contra los ideales heroicos de las aristocracias
nórdicas de origen germánico. La igualdad, que un tiempo era sólo un mito,
amenaza de convertirse en realidad en el infernal caldero donde lo superior se
mezcla con lo inferior y lo que es noble se empantana en lo innoble.
El Essai sur el inégalité des races humaines, si en muchos
rasgos aparece hoy envejecido, conserva una sustancial validez. Gobineau tiene
el gran mérito de haber afrontado por primera vez el problema de la crisis de
la civilización en general, y de la occidental en particular. En un siglo
atontado por el mito plebeyo del progreso, él osó proclamar el fatal ocaso de
cada cultura y la naturaleza senil y crepuscular de la civilización ciudadana y
racionalista. Sin el libro de Gobineau, sin los graves, solemnes golpes que repican
en el preludio del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, y en
aquellas páginas en que se contempla la ruina de las civilizaciones, toda la
moderna literatura de las crisis de Spengler, a Huizinga, a Evola resulta
inimaginable.
Falta valorar la solución que Gobineau ha ofrecido problema
de la decadencia de la civilización. A menudo es simplista. El mito ario, queda
como indispensable instrumento para la comprensión de la civilización
occidental, no se puede explicar mecánicamente el nacimiento de las varias
civilizaciones del globo. Gobineau se encarama sobre los espejos para encontrar
un origen ario a las civilizaciones egipcia, babilona, chino. Aunque muchos
recientes estudios ayudarían a sus tesis (piénsese en la hipótesis de un
Heine-Geldern sobre una migración indo-europea de la región póntica a China, o
a la comprobación de un elemento ario en el seno a los casitas que invadieron
Babilonia y a los hyksos que dominaron Egipto), queda el simplismo de los
métodos demostrativos gobinianos. Además, los materiales arqueológicos y
filológicos de que él se servirá son completamente inadecuados frente a la masa
de los datos de que disponemos hoy (1).
Y sin embargo, la idea de un diferente origen de las razas
está demostrada por los estudios más recientes en la materia (Véase Coon.
L’origene delle razze, Bombiani 1970), mientras que las estadísticas sobre los
cocientes de inteligencia asignan un valor cuantitativo inferior a los negros
con respecto de los blancos y a los amarillos. Mientras la civilización blanca
arrastra en su movimiento a los pueblos de color, ellos se revelan en su mayor
parte imitadores y parásitos, de lo que no hay duda que de que el mestizaje de
la humanidad blanca conduciría a un estancamiento, si no a un retroceso. La
crisis de las cepas germánicas y anglosajonas, a cuya voluntad e iniciativa se
debe el dominio euro-americano sobre el mundo, y que en el tipo blanco
representan el elemento más puro, es seguro la más dramática situación desde
los principios de la historia.
La gran obra del Ensayo sobre la desigualdad de la razas fue
terminada. Pero la cultura francesa no se dio cuenta.
Tocqueville intentó consolar a Gobineau profetizando que
este libro sería introducido en Francia desde Alemania: fue en efecto una
respuesta a un problema surgido en la cultura alemana, y de ella habría
regresado a Francia, desde Alemania: fue en efecto una respuesta a problemas
surgidos en la cultura alemana, y en ella habría sido discutida. De Berna,
Gobineau pasó a Fráncfort, luego – como ministro plenipotenciario – a Teherán,
Atenas, Rio de Janeiro y Estocolmo. El tiempo que estuvo en Persia le permitió
dedicarse a sus predilectos estudios orientalísticos. El Traité des écritures
cuneiformes, La Historie des Perses, Réligions et philosophie dans l’Asia
centrale. También escribió las Nouvelles Asiatiques y, siempre en literatura,
la novela Adelaida, el poema Amadis, el fresco histórico sobre La Renassance y
la que es quizás su novela mejor lograda: Les Pleiades.
La guerra franco-prusiana le sorprende en el castillo de
Trye que formaba parte del antiguo dominio de Ottar Jara y que él adquirió. No
se hacía graciosas ilusiones (un biógrafo suyo cuenta: “El canto de la
Marsellesa, los gritos: a Berlín!, repugnaron a su naturaleza. No le dio el
nombre de patriotismo a esas sobreexcitaciones peligrosas, demasiado
ayuntamientos con las razas latinas. Donde divisó síntomas funestos”), pero en
su calidad de alcalde organizó la resistencia civil contra el invasor.
Sobrevenidos los prusianos, se comporta con gran dignidad y, aunque se valiera
de la lengua alemana como la suya propia, nunca quiso hablar con ellos otra que
el francés.
El desastre del los años 70 y la suspensión de su
candidatura a la Academia de Francia le disgustaron completamente. La misión a
Estocolmo, en aquella Escandinavia que quiso como a una segunda patria, le fue
de algún consuelo, hasta que en el 1877 fue jubilado anticipadamente. Para
Gobineau transcurrieron los últimos años de su vida entre Francia e Italia. En
Venecia conoció a Richard Wagner el cual dijo de él: “Gobineau es mi único
contemporáneo”. Un reconocimiento basado en una recíproca afinidad. Ambos
advirtieron el atractivo romántico de los orígenes primordiales: los tonos
profundos que se vislumbran en los abismos del caudal de El oro del Rin son los
mismos que repican en el Essai sur el inégalité des races humaines. Fue Wagner
quien presentó a Gobineau al profesor Schemann de Freiburg, el cual fundaría el
Gobineau-Archiv.
Gobineau murió de repente en Turín en el octubre de 1882. Nadie
pareció darse cuenta de su desaparición. Fue universalmente admirado como un
hombre de espíritu y como brillante conversador. Años después, fue cuando en la
universidad comenzaron a haber cursos sobre de él, Anatole France dijo: ” Je el
ai connu. El venait chez el princesse Matilde. Ello était un grand diable,
parfaitement simple et très spirituel. On savait qu’il écrivait des livres,
maíz personne de ello les avait lus. ¿Alors, el avait du génie? Comme c’est
curieux.”
F ueron los alemanes los que lo valorizaron. Wagner le abrió
las columnas del Bayreuther Blätter: ahora el wagneriano Hans von Wolzogen,
Ludwig Schemann, Houston Stewart Chamberlain anunciaron su obra. Fue Ludwig
Schemann quien fundó el culto a Gobineau instituyendo un archivo cerca de la
universidad de Estrasburgo, entonces alemana. En el 1896 Schemann fundó el
Gobineau-Vereinigung que difundiría el gobinismo en toda Alemania. En el 1914
pudo contar con una red influyente de protectores y amistades; el Kaiser mismo
la subvencionó y buena parte del cuerpo enseñante fue influido por sus ideas.
Sobre la estela de la obra de Gobineau nació el racismo:
Vacher de Lapouge, Penka, Pösche, Wilser, Woltmann, H. S. Chamberlain y luego –
después de la guerra – Rosenberg, Hans F. K. Günther, Clauss retomaron las
intuiciones gobinianas y las amplificaron en un vasto organismo doctrinal. En
el 1933 el Nacionalsocialismo – asumiendo el poder en Alemania – reconoció
oficialmente la ideología de la raza. Se realizó así lo que Wittgenstein había
profetizado a Gobineau: “Vos os decís un hombre del pasado, pero en realidad
sois un hombre del futuro.”
El batalla de Gobineau no fue en vano. Él escribió: “Quand
la vie n’est pas un bataille, ell n’est rien.”
Las citas aquí indicadas están sacadas del primer libro del
Ensayo sobre la desigualdadde las razas humanas, Ediciones de Ar, Padua 1964.
(1) Una exposición moderna de las migraciones arias y su
importancia para la civilización he tratado de exponerla en mi “Introduzzione
al problema indoeuropeo” en el prólogo al libro de Hans F. K. Günther,
Religiosità indoeuropea, Edizioni de Ar, Padua 1970. A ella me remito para
quién de este ensayo sobre Gobineau le llevara el deseo de conocer los puntos
de vista más recientes en arqueología, filología y antropología.
PREFACIO DEL TRADUCTOR
En todos los países
del mundo se habla ahora del presente libro. No hay, en efecto, en los momentos
actuales, una obra que en mayor grado apasione al lector medio de Europa y de
América y que tan vivos debates suscite en los centros intelectuales y
políticos de las principales naciones. Y, sin embargo, el presente ensayo,
cuyas originales tesis están hoy universalmente divulgadas, permaneció durante
más de medio siglo en el más completo de los olvidos, incluso en el país donde
viera la luz, esto es, en Francia, siempre tan curiosa y abierta a todas las
ideas.
Del escasísimo interés entre los contemporáneos de Gobineau
despertó el «Ensayo sobre 1a desigualdad las razas humanas», piedra angular del
pensamiento gobiniano, es el manifiesto indicio la general indiferencia con que
fue recibida en Francia la noticia del fallecimiento de su autor,
repentinamente acaecida en un hotel de Milán el mes de octubre de 1882. Ni una
sola voz se levantó entonces para solicitar que se rindiera al ilustre escritor
el obligado homenaje, que, en aquel transito supremo no suele regatearse nunca
a los grandes talentos ni aun por parte de quienes se mostraron con ellos más
hostiles. La indiferencia de sus contemporáneos fue absoluta ante la que, si no
su obra maestra, fue su obra cumbre.
Recientemente, comentando el hecho, la propia nieta de Gobineau
arguyó que sin duda entonces no hubo nadie que se diese cuenta de que acababa
de desaparecer uno de los espíritus más contradictorios, pero también más
seductores y fecundos del siglo XIX. Aconteció, sin embargo, así, a pesar de la
cálida simpatía que despertaba entre el gran mundo y, de modo especial, en los
salones del Faubourg Saint-Germain, del vivísimo afecto que por él sintiera en
las grandes capitales una sociedad cosmopolita, y de la profunda admiración de
diplomáticos, poetas y sabios de todos los países. ¿Por qué?
La explicación hay que hallarla no sólo en la atrevida
novedad de las ideas vertidas en sus libros y muy particularmente en su Ensayo,
sino también en ciertas singularidades del carácter de Gobineau. Sabido es, en
efecto, que dicha obra resulta ser, del comienzo al final, la antítesis
perfecta de las opiniones en curso en su época señaladamente en Francia. Para
no referirnos sino a algunas de sus tesis más importantes, destacaremos, de un
lado, la admiración de Gobineau por la cultura y las tradiciones de Asia, y, de
otro, su ‘engouement’ por los valores aristocráticos. A propósito de lo
primero, afirmó que es allí, en Asia, y no en Grecia, donde hay que descubrir
la verdadera cuna de la ciencia y de la civilización, y que el genio de Asia
constituye una fuerza a la que el resto del mundo ha de sentirse reconocido, ya
que a ella debe cuanto posee y ha poseído en la alta esfera intelectual. Acerca
de lo último -y rozamos aquí la idea matriz del Ensayo ‑, sostuvo
que son los núcleos racialmente selectos, y no
las multitudes bastardeadas por las mezclas, los que deciden la suerte de las
naciones, o sea, que la prosperidad humana tiene por base la superposición, en
un mismo país, de una raza de triunfadores y de una raza de vencidos, tesis de
la cual se deriva aquella actitud anticristiana que, anticipándose a Nietzsche,
le llevó a considerar como una necedad el amor a los caídos, a los humildes, a
los impotentes. Pero a estas aparentes boutades o genialidades, que nadie podía
tomar en serio en su época, hay que añadir su insobornable altivez, a cubierto
de adulaciones, y irrefutable prurito por soltar a la faz de sus compatriotas
los juicios más irreverentes y molestos. «No existe una raza francesa ‑decía‑; de todas las naciones de Europa, es la nuestra
aquella en quien el tipo aparece más borroso.» El divorcio entre Gobineau y sus
contemporáneos era inevitable.
Hemos visto, pues, que este Ensayo iba radicalmente al
encuentro de los dogmas universitarios y de la ciencia oficial de su tiempo, y
también -lo que era aún más grave ‑ contra la «mística» democrática,
a la sazón en boga. Y si lo primero le cerró a Gobineau las puertas de todos los cenáculos y ‘coteries’
donde se mendigan y afirman las reputaciones, lo segundo hubo de enajenarle la
curiosidad y simpatía del gran público. El propio Renan, que tan abiertamente
reconociera sus altos méritos y cualidades, distó mucho de aceptar sus
paradójicas tesis, y ante todo aquella en que negaba la grandeza moral y social
de Roma y la primacía intelectual de Grecia, reconocidas hasta entonces por los
sabios mas esclarecidos de todos los países, para conferir la paternidad de la
civilización al Asia. Más distanciados aún que Renan, hasta el extremo de
mantener el más implacable de los silencios, se mostraron con él la casi
totalidad de los restantes escritores de su época, quienes no podían tomar
consideración sus extrañas concepciones en que tan mal parados salían aquellos
principios los por los cuales todo el siglo XIX sintió un verdadero culto. A la
fe en la libertad, en el progreso, en la democracia, que eran el dogma de
aquellos tiempos, oponía Gobineau un determinismo oscuro, una decadencia
inevitable, resultante de los elementos constitutivos de los pueblos, y, como
reactivo, un paradójico aristocratismo. Pero eso de que la fatalidad de la
constitución humana pesase no tan sólo sobre los individuos sino también sobre
las razas y que, por tanto, hubiese que echar a un lado toda idea de progreso y
de libertad moral, repugnaba y sigue repugnando aún a los espíritus liberales.
Gobineau se hallaba en los antípodas de la generación de su época, y su Ensayo
estaba condenado de antemano.
¿Debe, sin embargo, inferirse de ello que éste hubiese
permanecido literalmente ignorado hasta nuestros días? En modo alguno. En la
misma Francia contaba con sus devotos, escasos, es cierto, pero de talla
considerable, entre los cuales se destacaron Paul Bourget, Albert Sorel, Ernest
Seilière, Remy de Gourmont, Romain Rolland, Paul Souday… Y mucho antes de la
Gran Guerra ‑ en el año 1904 ‑, Robert Dreyfus, en la École des Hautes Études
Sociales, comentó la doctrina gobinista en varias
conferencias que levantaron enorme entusiasmo. Con todo, no se pasaba de ahí, esto es, no se lograba que traspasase el reducido círculo de una minoría selecta.
¿Y qué decir de Alemania y de los demás países? En ellos los
admiradores y adeptos eran ya más numerosos. Especialmente en Alemania, el
nombre y la doctrina de Gobineau llegaron a constituir, en determinados centros
intelectuales y políticos, un verdadero culto. Acontecía eso a partir del año
70, fecha en la cual el autor del Ensayo fue descubierto por Ricardo Wagner y
sus discípulos. Gobineau fue entonces «adoptado» por Alemania A esa adopción
contribuyó en grado sumo el viejo wagneriano Schemann, quien, en 1894, bajo el
patronato de Ph. von Eulenburg y Hans von Wolzogen, llevó a cabo la fundación
de la «Gobineau Vereinigung»(Unión Gobinista). Poco después, en 1898, el mismo
Schemann reputado como el gran artífice del gobinismo tudesco, dio cima a la
traducción del Ensayo. Fue precisamente hacia aquella época cuando Nietzsche
estaba en el apogeo de su fama y en que de su «inmoralista» apología del hombre
de acción, en íntima coyunda con la exaltación gobiniana del hombre Ario,
surgió en el brumoso horizonte intelectual de Alemania la silueta del
superhombre. Pero fue igualmente ‑ ¡
hay que decirlo también!- en la misma época cuando tronaban de lo alto los escritores pangermanistas.
En un ambiente así,
saturado de megalomanía, es como un profesor un alemán
pudo declarar que Gobineau era la corriente profunda que hacía vibrar alrededor
de Nietzsche la vida espiritual contemporánea. Fue esa, ciertamente, una
consecuencia absurda, que dejaba desmentidas las fatídicas conclusiones del
Ensayo, pero que no dejaba de ser también la consecuencia natural y obligada de
ciertas tesis allí defendidas.
En efecto, Gobineau, luego de haber proclamado la
preexcelencia de la raza aria, esto es, de la raza blanca, dejó sentado que
fueron los Arios germánicos, de temple muy enérgico, los «pionners» de la
civilización moderna; afirmó que éstos, con la aportación de su sangre, no
manchada aún de melanismo, libraron a la civilización romana de su total
hundimiento. «Muy lejos de destruir la civilización ‑ dice ‑,
el Hombre del Norte salvó lo poco que de ella sobrevivía. Nada descuidó para
restaurar ese poco y darle todo su brillo. Fue su inteligente solicitud quien
nos la transmitió y quien, bajo la protección de su genio particular y de sus
invenciones personales, nos enseñó a sacar de ello nuestro tipo actual de
cultura. Sin él no seríamos nada.» Con lo cual Gobineau infligió un rotundo
mentís a Tácito que, uno de los primeros, tachó de bárbaros a los germanos, y
luego a Goethe que, a la vuelta de dieciocho siglos, en sus «Conversaciones con
Eckermann» emitió una opinión análoga a la del autor de los Anales.
Desde luego, el problema de las razas fue estudiado por
Gobineau de un modo muy objetivo. Realizado el descubrimiento con el interés de
un hombre de ciencia, no pensó ni remotamente en la posibilidad de que el hecho
pudiera lisonjear a una nación determinada. El autor del «Ensayo sobre la
desigualdad de las razas humanas», para quien el concepto de patria carecía en
absoluto de sentido, juzgó las naciones a través de una única categoría: la de
la raza. Y desde este punto de vista resulta muy natural que, de acuerdo con la
clasificación por él establecida de las tres razas primordiales de la especie
humana y de su respectiva influencia en la marcha8 de la civilización mostrase
su admiración por los pueblos escandinavos, anglosajones y germanos, por
entender que eran ellos los pueblos blancos racialmente más puros de la Tierra,
esto es, menos bastardeados por las mezclas con otras razas. Con todo, bastó el
hecho de que Gobineau proclamara la superioridad racial de esos pueblos, para
que en Alemania, engreída con la victoria alcanzada en su guerra contra
Francia, determinados grupos tratarán de sacar de ello consecuencias políticas,
extrañas al pensamiento gobiniano y que Gobineau hubiera seguramente
desautorizado. Semejante desnaturalización de la doctrina del Ensayo no se
produjo en los países escandinavos ni en el Reino Unido, pese a haber sido
comprendidos también entre las razas más puras; y es que en ninguno de ellos se
concedía una exagerada importancia al descubrimiento de las razas. Hay que
señalar, no obstante, que incluso en la misma Alemania, que es donde gobinismo
alcanzó mayor número de prosélitos, la teoría de las razas distaba bastante de
merecer el crédito a que, en opinión de sus adeptos, tenía pleno derecho y que
más tarde había de serle reconocido.
Para que así fuese y para que, incluso en Francia y en la
mayoría de países, la doctrina gobiniana se impusiese a la atención del público
fue precisa la Gran Guerra. La cruenta lucha que se desarrollaba en los frentes
de combate llevó a unos y otros a meditar sobre el extraño destino que hacía
levantar en armas a medio mundo contra
otro. Algo más que los vulgares antagonismos políticos de una nación contra otra
se revelaba a los ojos de todos;
superior a la misma voluntad de los pueblos en lucha parecías ser la
determinante de aquella espantosa contienda bélica que amenazó con sepultar
definitivamente a Europa. Aquello, más que una pugna entre naciones, semejaba
una verdadera lucha de razas, en las que se dijera que se disputaba el porvenir
de la civilización. Por lo demás, en los campos de batalla de nuestro
continente se dieron cita, como os sabido, las principales variedades étnicas
del Globo: blancos, negros, amarillos… Y aquella forzada convivencia, en las
líneas del frente y aún en la retaguardia, de individuos racialmente tan
diversos brindó a los espíritus menos perspicaces los espectáculos y
experiencias más sorprendentes, reveladores de las distintas modalidades de
cada raza y de sus respectivas capacidades espirituales. Tan sólo ello era ya
bastante para que cobrase vivísima actualidad la tesis, hasta entonces ignorada
o poco menos, de la desigualdad de las razas humanas. Fue entonces, pues,
cuando para las jóvenes generaciones, atraídas por las polémicas suscitadas
alrededor del nombre de Gobineau, la novísima doctrina de las razas constituyó
una revelación. Inmediatamente el presente Ensayo alcanzó una boga
extraordinaria y definitiva: el libro penetró en todos los países y en todas
las conciencias.
Llegados a este punto, es necesario que abordemos y
comentemos de lleno las teorías en él desarrolladas.
El «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas» sienta
por primera vez el hecho de que en la constitución y desarrollo de las
civilizaciones antiguas y de las sociedades modernas desempeña un papel
eminentísimo, si no exclusivo, la raza. Cabe decir que fue éste el grande, el
único descubrimiento de Gobineau. Para Gobineau, cuya visión rebasa, como hemos
dicho, la concepción estrecha y mezquina de la división del planeta en
naciones, una única clasificación se impone: la de las razas.
Todo lo demás, resulta, para él, sobreañadido, artificial,
sin consistencia alguna. En la base de los pueblos no existe una forma de
sociedad, ni un pensamiento nacional, sino pura y simplemente «la pigmentación
de una piel, el ángulo de un perfil, la forma de un ojo, etc.». El autor se
sitúa así muy por encima del insignificante debate de los príncipes y de los
«condottieri» del eterno tablero de las naciones. En su Ensayo son todos los
continentes quienes se agitan y chocan entre sí, como impulsados por una fuerza
cósmica. Gobineau descubre los grandes secretos de las convulsiones políticas
más remotas, las causas íntimas que minan los cimientos de aquellos Imperios y
civilizaciones hoy desaparecidos, el destino de las naciones sometidas a una
dosificación mayor o menor de sangre aria o melania. Su vista soberana se posa
en las más nebulosas lejanías, buceando en lo recóndito del pasado, y allí
descifra los más impenetrables enigmas. Romain Rolland que, a despecho de sus
efusiones democráticas, se siente tan afín a Gobineau, particularmente cuando
se trata de zaherir a «cette creuse et ridicule marionette que l´on appelle la
Patrie», le reconoce sin regateos esa facultad de ver como nadie a distancia.
Dice: «Ese hombre de espíritu tan fino para penetrar la vida cambiante de las
almas individuales, ese hombre de mirada de águila para abarcar los vastos
horizontes de los siglos, más profundo que Montesquieu y más sutil que
Stendhal, va a chocar casi invariablemente contra los acontecimientos del
presente y del porvenir inmediato… En historia, era présbite. Veía mejor a Sila
que a Cavour. Y a Bismarck.» Mirando, pues, hacia los últimos confines del
pasado, asequibles a. sus pupilas, logró descubrir, empuñando siempre el cetro
de la civilización y blandiendo por doquiera la sagrada antorcha al
«antropoide» perfecto, al Hombre Ario…
¡El Hombre Ario! Según Gobineau, la raza aria es la raza
«pur sang» de la humanidad, la mejor armada para la lucha por la existencia, la
más bella, la más enérgica y la que mayor suma encierra de genio creador, raza
hoy enteramente extinguida por su cruce con otras. En los albores del mundo
existían, al lado de la raza aria, de «una blancura deslumbrante», otras razas
blancas y también amarillas y negras, destinadas todas a vegetar si no eran
fecundadas y tomadas por su cuenta por el Ario. Empleando un símil grato a
Gobineau, destinado a sugerir la valía peculiar de cada una de las tres razas
fundamentales, diremos que en aquella mezcla o cruce, el Ario simboliza la
seda, el Amarillo la lana y el Negro el algodón. El Ario
El Ario aportaba la energía, la perseverancia, el idealismo,
el honor, el amor viril de la guerra, el sentido moralizador de la vida, el
orden. El Amarillo, con su piel lívida pegada a los huesos y su máscara
embrutecida y triste, aportaba el sentido práctico, sólo atento al lado útil de
las cosas.
El Negro, con su sensualidad bestial y su imaginación,
aportaba el lirismo.
Frente a estas dos últimas razas, y rigiendo los destinos
del mundo, sobresale el Blanco. Es éste, por excelencia, el elemento creador.
Síntesis suprema de la especie humana, culminación perfecta -¡oh, manes de
Pascal! ‑del clásico “junco pensante» posee el
doble genio de la acción y de la razón; de él provienen los grandes sistemas
cosmológicos, las vastas creaciones espirituales
y también los descubrimientos en la esfera de lo útil aplicado a lo ideal. Mezclado a los otros elementos, actúa
a la manera de un catalizador, realzándolos y elevándolos hasta su más alto
grado de poderío. Los realza, es cierto, en tanto que valor étnico, pero es a
costa de sí mismo, puesto que sale con ello menoscabada la pureza de su prosapia.
De ello se deriva la degeneración de la raza blanca, que
gradualmente va apareciendo más mezclada, más impura, más débil y menos apta
para las funciones elevadas a que su prístina naturaleza la tenía destinada. Y
sin embargo, el Blanco, sal de la humana especie, necesita del Negro para
sentir a su vez avivadas la sensibilidad y la imaginación, que son las
facultades rectoras de la producción artística; «necesita, dice, del
inconsciente impulso estético de los Negros para poder crear». Gobineau justifica
la necesidad de esa cópula diciendo: «El manantial de que han brotado las artes
es extraño a los instintos civilizadores. Yace oculto en la sangre de los
negros. Este poder universal de la imaginación que vemos envolver e impregnar a
las civilizaciones primitivas no tiene otra causa que la influencia siempre
creciente del principio «melanio». Así afirma que la influencia de las artes
sobre las artes estará siempre en razón directa de la cantidad desangre negra
infusa en sus venas, y que la exuberancia de la imaginación será tanto más
intensa cuanto mayor sea la extensión que ocupe el elemento melanio en la
composición étnica de los pueblos. Pero también del Amarillo necesita el Blanco
para captar una suma mayor de sentido utilitario; con lo cual sale perdiendo
igualmente, por otro lado, ya que ello le obliga a descender de su rango
supremo y a dejar, por tanto, bastardeadas sus cualidades nativas.
De manera que, en cuanto el Ario emigra de su suelo natal ‑
el Irán –
para fundar, acá y acullá,
agrupaciones progresivas; en cuanto su espíritu bélico y dominador, siempre a
la zaga de conquistas, le lleva a mezclarse con otros pueblos de raza distinta
e inferior a la suya, mejora a éstos sensiblemente, pero sensiblemente también
se depaupera a sí mismo. Esa mezcla, por lo demás indispensable, trae consigo
un germen de degeneración, de muerte. De no captar un nuevo aflujo de sangre
aria, sobreviene indefectiblemente la depauperación de las diversas
agrupaciones. Y como ese aflujo de sangre aria es imposible, por cuanto, según
el propio Gobineau, no queda ya sobre la faz del planeta un Ario puro, la
humanidad está fatalmente condenada a una gradual decadencia, hasta el día, por
fortuna muy lejano aún, en que se extinga total y definitivamente. El Dies
irae, con sus fúnebres trenos, es, pues, el cántico reservado a los vástagos
futuros de las presentes generaciones. Tal es la escalofriante conclusión del
Ensayo.
La teoría de las razas así concebida parece alcanzar en
nuestros días su máximo predicamento. Y, falsa o verdadera ‑
cosa que no nos compete a nosotros averiguar ‑, lo cierto es que, bastante
desnaturalizada, cuenta hoy con millares de prosélitos
en todos o casi todos los países del
mundo. Naturalmente, a ello no ha sido nada extraña
la pasión política.
Porque con la doctrina de las razas ocurre hoy que es reivindicada por los
partidos más opuestos y, ante todo, por los nacionalistas. Así vemos que la
idea racista en los Estados Unidos, el nazismo en Alemania, el kemalismo en
Turquía, el britanismo, etc., directa o indirectamente se inspiran en el
gobinismo.
Por su parte, los Escandinavos, descendientes de los
antiguos vikingos, enseñan en sus Universidades que Gobineau los conceptuó como
los supervivientes más puros de la raza aria. Asimismo en América latina, los
partidarios del hispanismo o por lo menos de sus tradiciones, enfrentados con
los Negros y los Indios, aducen, en apoyo de su hegemonía, argumentos más o
menos emparentados con el gobinismo. Incluso en Asia han penetrado las nuevas
teorías, lo cual han podido experimentar muy de cerca los bolcheviques en su
intento, siempre frustrado, de penetración entre las multitudes orientales.
Todo ello no tendría importancia si fuese únicamente la
vanidad la que, en cada pueblo, se sintiese emulada. Desgraciadamente, lo que
comentamos es causa de que determinadas naciones, so pretexto de preservar la
pureza de su tipo étnico, se encierren en un nacionalismo agresivo, con
espasmos de xenofobia muy inquietantes. Pero eso no cabe imputarlo al autor del Ensayo. Porque el que
actualmente el nombre de Gobineau, como alguien ha dicho, cubra, en ciertos
países europeos, la más sospechosa de las mercancías, no puede redundar en
descrédito de cuanto de positivo encierre su doctrina de las razas. En todo
caso y para que se vea cómo ésta puede ser mantenida, a despecho de todas las
mistificaciones políticas, observaremos que también la idea de democracia
encuentra en la doctrina de las razas los argumentos más sólidos y decisivos.
Ello explica que Gobineau haya podido ser admirablemente acogido por los mismos
caudillos del proletariado. Véase de qué naturaleza son esos argumentos: «A
medida que, de acuerdo con la teoría de las razas, van mezclándose las
colectividades humanas, quedan poco a poco desvirtuadas las élites y ascienden
las masas populares, hasta llegar a la nivelación de clases y al advenimiento
natural de la democracia. De manera que la doctrina étnica de Gobineau,
pesimista en tanto que propugnadora de la aristocracia, ‑y la teoría económica de Carlos Marx, optimista,
como bandera del proletariado, partiendo una y otra de polos extremos, acaban
por encontrarse.» La argumentación es impecable.
Por lo demás ‑ preciso es que también lo señalemos ‑, esta
doctrina no es tan definitiva como puede hacer suponerlo la extraordinaria boga
de que goza actualmente. Contra ella pueden hacerse y se han hecho ya
objeciones bastante serias, que si no comprometen en nada el principio básico
doctrina, esto es, el papel preponderante de las razas en el desarrollo de la
cultura y de las civilizaciones, muestran, sin embargo, que la teoría peca de
incoherente e incompleta. Es, por ejemplo, una objeción el que, según el propio
Gobineau, sean las civilizaciones blancas las que menos duren; otra, el que una
raza como la japonesa, clasificada entre las que se caracterizan por su apatía
e inmovilidad se levantase bruscamente para rechazar por la fuerza el mayor de
los Imperios del mundo, tras un maravilloso resurgir de su vida nacional, en el
que demostró haberse asimilado todos los progresos y adelantos de Occidente;
otra, el que en China, tras un tumultuoso despertar que todavía prosigue, hayan
sido hechos trizas los milenarios privilegios del hoy aventado Celeste Imperio,
otra objeción aun, el que la democracia se haya desarrollado tan intensamente
en Norteamérica, no obstante ser un pueblo muy poco «melanizado»; otra, el que
haya sido España, tan fuertemente melanizada y semitizada, quien durante un
siglo dominase por las armas a toda Europa y se anticipase al Ario en la
conquista del continente americano; otra, en fin, el que Francia, la más
melanizada de las naciones del Noroeste europeo, hubiese contenido durante
quince siglos en los límites de sus bosques a la Germania, mucho más blanca que
ella… Con todo, estas inarmonías entre el conjunto y los detalles no alteran lo
esencial de la doctrina o sea la irreducible desigualdad de las razas, la
extinción gradual de los grupos racialmente superiores y, por último, la
decadencia y quizá el fin del mundo civilizado, conclusiones, dicho sea de paso,
que distan bastante de justificar la menor sombra optimismo y mucho menos el
optimismo de quienes pretenden- ¡ilusos! –revindicar para su pueblo la nobleza
y virtudes de la extinguida raza aria
Afortunadamente- y sírvalo que vamos a decir de
confortamiento a los lectores la humanidad no ha sido nunca enteramente esclava
de sus instintos como muestran serlo las especies inferiores, y en el caso
presente, como en tantísimos otros, ha sabido hallar en su privilegiada
inteligencia el instrumento adecuado para reaccionar eficazmente contra aquel
supuesto peligro, restableciendo la vitalidad de la especie. Un admirable ejemplo de ello lo tenemos, de un lado, en el
florecimiento de esta ciencia novísima, la Eugenesia, en la que los biólogos
tienen puestas hoy todas sus esperanzas, y que, utilizando la fuerza formidable
de la herencia, junto con la fuerza, más formidable aún, encerrada en el átomo,
se propone lograr la refundición de la humanidad en un sentido de superación
humana en todos los órdenes de la vida; de otro, en el modo cómo, ante el
pesimismo inscrito en el corazón del Ensayo, reaccionan las nuevas
generaciones, ávidas de sobreponerse a todo, fatalismo y de imponer una vez más
a la materia los dictados de un espíritu creador y libre que tantas maravillas
ha deparado ya, durante la última mitad de siglo, en el campo de la actividad
científica y que tantas y tantas posibilidades encierra, incluso en el orden
moral, llevado de su inextinguible afán de mejoramiento y poderío.
En resumen, pues, diremos que, aun cuando la teoría de las
razas no esté exenta de lunares y aun cuando las consecuencias sacadas de ella
hayan sido muy otras que las que cabía esperar de los principios en que se
asienta, éstos no han sido en modo alguno invalidados. Las grandes directivas
que el genio de Gobineau imprimiera al problema de las razas subsisten
íntegramente. Y esto lo reconoce el propio Elie Faure, que es quien mayor
número de objeciones ha opuesto a la doctrina. Por lo demás, como estudio psicológico
de las razas, el libro es de una profundidad y veracidad indiscutibles. En este
aspecto, las perspectivas que ante nuestras miradas proyecta el autor son
tales, que forzosamente hemos de reconocer como fundada la opinión según la
cual no puede jactarse nadie de conocer verdaderamente a su propia patria, cualquiera que ésta sea, ni en
el pasado ni el presente, a menos de haber recorrido una a una las páginas de
este Ensayo.
F. S.
DEDICATORIA DE LA PRIMERA EDICIÓN
A Su Majestad Jorge V, rey de Hannover
Señor: Tengo el honor de ofrecer a Vuestra Majestad el fruto
de largas meditaciones y estudios favoritos, a menudo interrumpidos, pero
siempre reanudados.
Los graves acontecimientos ‑ revoluciones, trastornos Jurídicos ‑ que, desde largo tiempo, han
agitado a los Estados europeos, inclinan fácilmente las imaginaciones hacia el
examen de los hechos políticos
Mientras el vulgo no considera sino los resultados
inmediatos de todo ello y sólo admira o reprueba los chispazos con que son
heridos los intereses, los más graves pensadores tratan de descubrir las causas
ocultas de tan terribles conmociones, y, remontando linterna en mano los
oscuros senderos de la filosofía y de la historia, buscan en el análisis del
corazón humano la clave de un enigma que tan hondamente turba a las naciones y
a los espíritus.
Como los demás, he experimentado la inquieta curiosidad que suscita la agitación de las épocas
modernas. Pero, al aplicar al estudio del problema todas las fuerzas de mi inteligencia, he visto mi estupor, ya muy
grande, acrecentarse todavía. Dejando, poco a poco, lo confieso, la observación
de la era actual por la de los períodos precedentes, y luego la de todo el
pasado en conjunto reuní, estos diversos fragmentos en un vastísimo cuadro y guiado por la analogía, me dediqué
casi a pesar mío, a la adivinación porvenir más remoto. No han sido únicamente
las causas directas de nuestras supuestas tormentas reformadoras las que he
juzgado digno conocer: he aspirado a descubrir las razones más elevadas de esa identidad
de las enfermedades sociales que aun el conocimiento más imperfecto de los
anales humanos nos permite reconocer en todas las naciones del pasado y que
son, según todas las conjeturas, análogas a las de las naciones del porvenir.
Por lo demás, he creído advertir, para tales trabajos,
facilidades peculiares de nuestra época. Si ésta, por sus agitaciones, invita a
practicar una especie de química histórica, facilita también semejantes tareas.
Las densas nubes, las profundas tinieblas que nos ocultaban, desde tiempo
inmemorial, los orígenes de civilizaciones diferentes de la nuestra, se alejan
y disipan al calor de la ciencia. Una maravillosa depuración de los métodos
analíticos, luego de presentarnos, a través de Niebuhr, una Roma ignorada de
Tito Livio, nos descubre y explica también las verdades, mezcladas con los
relatos fabulosos, de la infancia helénica. En otro lugar del mundo, los
pueblos germánicos, por mucho tiempo desconocidos, se nos muestran tan grandes
y tan majestuosos, como bárbaros dieran en pintarlos los escritores del Bajo
Imperio. Egipto abre sus hipogeos, traduce sus jeroglíficos, confiesa la edad
de sus pirámides. Asiria muestra sus palacios y sus inscripciones sin fin, no
ha mucho enterradas aún bajo sus propios escombros. El irán de Zoroastro nada
supo ocultar a las poderosas investigaciones de Burnouf, y la India primitiva
nos cuenta, en los Vedas, hechos muy cercanos a la época de la Creación. Del
conjunto de estas conquistas, ya tan importantes en sí mismas, se obtiene una
comprensión más exacta y vasta de Herodoto, de Homero y, sobre todo, de los
primeros capítulos del Libro sagrado, ese abismo de aserciones cuya riqueza y
rectitud no logramos nunca admirar lo bastante cuando es abordado con un
espíritu provisto de luces suficientes.
Tantos descubrimientos insospechados o inesperados no están,
sin duda, a cubierto de los ataques de la crítica. Las listas de las dinastías,
el encadenamiento regular de los reinados y de los hechos, presentan serias
lagunas.
Sin embargo, entre sus resultados incompletos, los hay
admirables para los trabajos de que me ocupo, y algunos más provechosos que las
tablas cronológicas mejor establecidas. Lo que en ellos recojo con júbilo es la
revelación de los usos, de las costumbres, hasta los retratos, hasta la
indumentaria de las naciones desaparecidas. Se conoce ya el estado de sus
artes. Se percibe toda su vida, física y moral, pública y privada, y nos es ya
posible reconstruir, con ayuda de los materiales más auténticos, lo que forma
la personalidad de las razas y el principal criterio de su valor.
Ante tamaña acumulación de riquezas enteramente nuevas o
enteramente conocidas de nuevo, no es ya permitido a nadie intentar explicar el
complicado juego de las relaciones
sociales, los motivos de florecimiento o decadencia de las naciones con la sola
ayuda de consideraciones abstractas y
puramente hipotéticas que pueda brindar una filosofía escéptica. Ante la
abundancia de hechos positivos que surgen por
doquier y brotan de todas las
sepulturas y se yerguen ante quien trata de
interrogarlos, ya no es lícito ir, con los teorizantes revolucionarios,
acumulando oscuridades para extraer de ellas seres fantásticos y complacerse en
hablar de quimeras en los ambientes políticos a ellos afines. La realidad,
harto notoria, harto apremiante, nos veda tales juegos, a menudo impropios, siempre nefastos.
Para decidir cuerdamente acerca de los caracteres de la
humanidad, el tribunal de la Historia es hoy el único competente. Es, por lo
demás, lo reconozco, un árbitro severo, un juez muy temible para ser evocado en
épocas tan tristes como la presente.
No es que el pasado esté sin mácula. En él hay de todo, y
por lo mismo nos brinda la confesión de muchas faltas y descubrimos en él más
de un vergonzoso desfallecimiento. Los hombres de hoy podrían incluso alardear
de algunos méritos de que él carece. Mas, si, para rechazar sus acusaciones, se
le ocurre de súbito evocar las sombras grandiosas de los períodos heroicos ¿qué
dirán? Si les reprocha el haber comprometido la le religiosa, la fidelidad
política, el culto al deber, ¿qué responderán? Si les afirma que ya no son
aptos para proseguir el desenvolvimiento de conocimientos cuyos principios
fueron por él reconocidos y expuestos; si añade que la antigua virtud se ha
convertido en un objeto de burla; que la energía ha pasado del hombre al vapor;
que la poesía se ha extinguido, que sus grandes intérpretes han dejado de
existir; que lo que llamamos intereses se reduce a lo que existe de más
mezquino, ¿qué alegar?
Nada, sino que todas las cosas bellas, sumidas en el olvido,
no están muertas y dormitan; que todos los tiempos han conocido períodos de
transición, épocas en que el sufrimiento lucha con la vida y de las que ésta se
libera, al fin, victoriosa y resplandeciente, y que, puesto que la Caldea
demasiado envejecida fue reemplazada antaño por la joven y vigorosa Persia,
Grecia decrépita por la Roma viril y la bastarda dominación de Augústulo por
los reinados de los nobles príncipes teutónicos, asimismo las razas modernas
lograrán rejuvenecerse.
Es eso lo que yo mismo esperé un instante, un instante muy
breve, y hubiera querido responder a la Historia para confundir sus acusaciones
y sus sombríos pronósticos, si no me hubiese contenido la idea abrumadora de
que me precipitaba en demasía al avanzar una proposición falta de pruebas.
Quise buscarías, y me vi así incesantemente conducido, en mi simpatía por las
manifestaciones de la humanidad viviente, a profundizar más y más los secretos
de la humanidad muerta.
Entonces fue cuando, de inducciones en inducciones, tuve que
penetrarme de esta evidencia: que la cuestión étnica domina todos los demás
problemas de la Historia, constituye la clave de ellos, y que la desigualdad de
las razas cuyo concurso forma una nación, basta a explicar todo el
encadenamiento de los destinos de los pueblos. Por lo demás, no existe nadie
que no haya tenido algún presentimiento de una verdad tan manifiesta. Cada cual
ha podido observar que ciertos grupos humanos, al arrojarse sobre un país,
transformaron antaño, por una acción repentina, sus hábitos y su existencia, y
que allá donde, antes de su llegada, reinaba la torpeza, mestráfonse hábiles en
hacer surgir una actividad inusitada. Es así cómo, para citar un ejemplo, le
fue comunicada una nueva energía a La Gran Bretaña con la invasión anglosajona,
por un decreto de la Providencia que, al conducir a aquella isla a algunos de
los pueblos sometidos al yugo de los ilustres antepasados de VUESTRA MAJESTAD,
quiso, como lo observara un día, muy sagazmente, una Augusta Persona, deparar a
las dos ramas de la propia nación esta misma Casa soberana, cuyos gloriosos
derechos arrancan de épocas remotas de la estirpe más heroica.
Luego de reconocer que existen razas fuertes y razas
débiles, me he dedicado a observar de preferencia las primeras, a descubrir sus
aptitudes, y sobre todo a remontar la cadena de sus genealogías. Siguiendo este
método, acabé por convencerme de que todo cuanto hay de grande, noble y fecundo
en la Tierra, en materia de creaciones humanas: la ciencia, el arte, la
civilización, conduce al observador hacia un punto único, no ha salido sino de
un mismo germen, no ha emanado sino de un solo pensamiento, no pertenece sino a
una única familia cuyas diferentes ramas han dominado en todos los países
cultos del Universo.
La exposición de esta síntesis se encuentra en el presente
¡abro, cuyo homenaje vengo a depositar al pie del trono de VUESTRA MAJESTAD.
No me era permitido‑ y no lo intenté siquiera ‑alejarme de las regiones elevadas
y puras de la discusión científica para descender al
terreno de la polémica contemporánea. No he tratado de esclarecer ni el
porvenir de mañana, ni tampoco el de los
años que siguen. Los períodos que trazo son amplios y vastos. Comienzo con los
primeros pueblos que existieron, para bucear incluso en aquellos que no viven
aún. No calculo sino por series de siglos. Hago, en una palabra, geología
moral. Hablo raramente del hombre, más raramente todavía del ciudadano o del
súbdito, y a menudo y siempre de las diferentes fracciones étnicas, pues no se
trata para mí, en las cimas donde me he situado, ni de nacionalidades
fortuitas, ni siquiera de la existencia de los Estados, sino de las razas, de
las sociedades y de las civilizaciones diversas.
Al trazar aquí estas consideraciones, me siento enardecido, SEÑOR, por la
protección que el vasto y elevado espíritu de VUESTRA MAJESTAD otorga a los
esfuerzos de la inteligencia y por el interés más particular con que ELLA honra
los trabajos de la erudición histórica. Nunca dejaré de conservar el recuerdo
de las preciosas enseñanzas que me ha sido dable recoger de labios de VUESTRA
MAJESTAD, y osaré añadir que no sé qué admirar más, si los conocimientos tan
brillantes y sólidos, de los cuales el Soberano de Hannover posee las más
variadas cosechas, o bien el generoso sentimiento y las nobles aspiraciones que
los fecundan y que brindan a sus pueblos un reinado tan próspero.
Lleno de un reconocimiento inalterable por las bondades de
VUESTRA MAJESTAD, le ruego se digne
acoger la expresión del profundo respeto con que me honro en ser, SEÑOR, de
VUESTRA MAJESTAD muy humilde y muy obediente servidor.
A. DE GOBINEAU
ANTEPRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA
Este libro fue publicado por primera vez en 1853 (tomo I y
tomo II); los dos últimos volúmenes (tomo III y tomo IV) son de 1855. En la
edición actual no se ha cambiado una línea, y no porque, en el intervalo,
ciertos trabajos no hayan determinado bastantes progresos de detalle. Pero
ninguna de las verdades por mí expuestas
ha sido quebrantada, y he juzgado necesario mantener la verdad tal como la
descubrí. Antaño, no se abrigaba sobre las Razas humanas más que sospechas muy
tímidas. Se sentía vagamente que era preciso excavar por ese lado si se deseaba
poner al descubierto la base no conocida aún de la historia, y se presentía que
dentro de ese orden de nociones apenas desbastadas, debajo de esos misterios
tan oscuros, debían de encontrarse a ciertas profundidades los vastos cimientos
sobre los cuales se han elevado gradualmente los pavimentos, luego los muros,
en una palabra, todos los desenvolvimientos sociales de las multitudes tan
variadas cuyo conjunto comprende el mosaico de nuestros pueblos. Pero se ignoraba
el camino a seguir para llegar a alguna conclusión.
Desde la segunda mitad del último siglo, se razonaba sobre
los anales generales y se pretendía, no obstante, reducir todos estos fenómenos
expuestos en series a leyes fijas. Esta nueva manera de clasificarlo todo, de
alabar, de condenar, por medio de fórmulas abstractas cuyo rigor se esforzaban
en demostrar, llevaba naturalmente a sospechar, bajo el desarrollo de los
hechos, una fuerza cuya naturaleza no había sido nunca conocida. La prosperidad
o el infortunio de una nación, su grandeza y su decadencia, nos habíamos por
mucho tiempo contentado con hacerlos derivar de las virtudes y de los vicios,
aplicándolos sobre el punto especial que se examinaba. Un pueblo honrado debía
ser necesariamente un pueblo ilustre, y, al revés, una sociedad que practicaba
demasiado libremente el reclutamiento activo de las conciencias relajadas,
debía provocar sin remisión la ruina de Susa, de Atenas, de Roma, del mismo
modo que una situación análoga había atraído el castigo final sobre las
difamadas ciudades del Mar Muerto.
Dando vuelta a semejantes llaves, se había creído abrir
todos los misterios; pero, en realidad, todo permanecía cerrado. Las virtudes
útiles a las grandes agrupaciones sociales tienen que ofrecer un carácter muy
particular de egoísmo colectivo que las hace desemejantes de lo que se entiende
por virtud entre los particulares. El bandido espartano, el usurero romano
fueron personajes públicos de singular eficacia, aunque, juzgados desde el
punto de vista moral, Lisandro y Catón fuesen individuos muy ruines; hubo que
convenir en ello luego de reflexionado y, en consecuencia, si se alababa la
virtud en un pueblo y se censuraba con indignación el vicio en otro, había que
reconocer y confesar en voz alta que no se trataba de méritos y deméritos que
interesasen a la conciencia cristiana, sino de ciertas aptitudes, de
determinadas fuerzas activas del alma e incluso del cuerpo, que impulsaban o
paralizaban el desenvolvimiento de la vida de las naciones, lo que llevaba a
preguntarse por qué una de éstas podía lo que otra no podía, y así se
encontraba uno obligado a confesar que el hecho era una resultante de la raza.
Durante algún tiempo se contentaron todos con esa
declaración, a la cual no se sabía cómo dar la precisión necesaria. Era una
palabra huera, una frase, y ninguna época se ha pagado nunca de palabras ni se
ha complacido con ello tanto como la presente. Una especie de translúcida
curiosidad que emana comúnmente de los vocablos inexplicados, era proyectada
aquí por los estudios fisiológicos y resultaba suficiente, o, por lo menos, se
quiso por algún tiempo que así fuese. Por lo demás, se temía lo que iba a
seguir. Se sentía que si el valor intrínseco de un pueblo deriva de su origen,
era preciso restringir, suprimir quizá todo lo que llamamos 1gualdad y, además,
un pueblo grande o miserable no podría ya ser objeto alabanza o de censura.
Ocurriría lo que con el valor relativo del oro y del cobre. Ante tales
consecuencias se retrocedía.
¿Había que admitir, en esos días de infantil pasión por la
igualdad, que entre los hijos de Adán
existiese una jerarquía tan poco democrática? ¡Cuántos dogmas, así filosóficos
como religiosos, se aprestaban a
protestar!
No obstante los titubeos, se seguía avanzando; los descubrimientos
se acumulaban y sus voces estallaban y exigían que no se desvariase. La
geografía contaba lo que tenía ante sus ojos; las colecciones desbordaban de
nuevos tipos humanos. La historia antigua mejor estudiada, los secretos
asiáticos mejor descifrados, las tradiciones americanas más accesibles que
antes lo fueran, todo proclamaba la importancia de la raza. Había que decidirse
a penetrar la cuestión tal como ella es.
En esto, se presentó un filólogo, M. Prichard, historiador
mediocre, teólogo aún más mediocre, que empeñado sobre todo en probar que todas
las razas se equivalen, sostuvo que no había por qué tener miedo y se infundió
miedo a sí mismo. Se propuso, no saber ni decir la verdad de las cosas, sino
tranquilizar a los filántropos. A este intento, juntó cierto número, de hechos
aislados, observados mas o menos bien y con los cuales intentó probar la
aptitud innata del negro de Mozambique y del malayo de las islas Marianas para
llegar a ser altísimos personajes, por poco que la ocasión lo permitiese. R.
Prichard fue, no obstante, muy de elogiar por el solo hecho de haber dado
realmente con la dificultad. Lo hizo, es cierto, por el lado fácil, pero lo
hizo, y nunca se lo agradeceremos bastante.
Entonces escribí este libro. Desde su aparición, ha dado
lugar a numerosas discusiones. Sus principios han sido menos combatidos que las
aplicaciones y, sobre todo, que las conclusiones. Los partidarios del progreso
ilimitado no se mostraron con él nada benévolos. El sabio Ewald emitió la
opinión de que se trataba de una inspiración de los católicos extremistas; la
Escuela positivista lo declaró peligroso. Mientras tanto, escritores que no son
ni católicos ni positivistas, pero que
poseen hoy una gran reputación, han introducido de incógnito, sin confesarlo, los
principios y aun partes enteras del libro en sus obras y, en suma, Fallmereyer
no se equivocó al afirmar que a ellos se recurre más a menudo y más ampliamente
e lo que se da en reconocer.
Una de las ideas capitales de esta obra, es la gran
influencia de las mezclas étnicas, o, dicho de otro modo, de los enlaces entre
razas diversas. Fue la primera vez que se estableció esta observación y que al
hacer resaltar los resultados desde el punto de vista social se presentó este
axioma: que tal cual resultase el cruce obtenido, tanto valdría la variedad
humana producto de la mezcla y que los progresos y retrocesos de las sociedades
no son sino los efectos de ese cruce. De ahí fue sacada la teoría de la
selección, que se hizo célebre entre las manos de Darwin y más aún, de sus
discípulos. De ello se originó, entre otros, el sistema de Buckle, y por la distancia considerable que media entre
las opiniones de este filósofo y las mías, cabe medir el alejamiento relativo
de las sendas que han debido trazarse dos pensamientos hostiles procedentes de
un punto común. Buckle se vio interrumpido en su trabajo por la muerte; pero el
sabor democrático de sus sentimientos le ha proporcionado, en estos tiempos, un
éxito que tanto el rigor de sus deducciones como la solidez de sus
conocimientos están lejos de justificar.
Darwin y Buckle han creado así las derivaciones principales
del río que yo abrí. Muchos otros han dado simplemente como propias ciertas
verdades, copiadas de mi libro, mezclándolas más o menos hábilmente con las ideas
hoy en boga.
Dejo, pues, mi libro tal como lo hice, sin cambiarle
absolutamente nada. Es la exposición de un sistema, la expresión de una verdad,
hoy para mí tan diáfana e indubitable como cuando la profesé por primera vez.
Los progresos de los conocimientos históricos no me han hecho cambiar de
opinión en ningún sentido ni en ningún grado. Mis convicciones de antaño son
las mismas de hoy, que no han oscilado ni hacia la derecha ni hacia la
izquierda, y han seguido siendo tales cuales brotaron desde el primer momento.
Las adquisiciones sobrevenidas en la esfera de los hechos en nada les
perjudican. Los detalles se han multiplicado, lo que me complace. De los
resultados obtenidos nada ha sido alterado. Me siento satisfecho de que los
testimonios aportados por la experiencia hayan venido a demostrar en mayor
grado aún la realidad de la desigualdad
las Razas.
Confieso que hubiera podido sentirme tentado de juntar mi
protesta a tantos otros que se levantan contra el darwinismo. Afortunadamente,
no he olvidado que mi libro no es una obra de polémica. Su objetivo es profesar
una verdad y no combatir los errores. Debo pues resistirme a toda veleidad
belicosa. Por lo mismo me abstendré igualmente de disputar contra aquel
supuesto alarde de erudición que, bajo el nombre de estudios prehistóricos, no
deja de meter bastante ruido. En ese género de trabajos, rige la norma, siempre
fácil, de pasar absolutamente por alto los documentos más antiguos de todos los
pueblos. Es una manera de considerarse libre de toda referencia; se declara así
la tábula rasa, y nos sentimos perfectamente autorizados, para llenarla a
nuestro antojo, echando mano de las hipótesis que más convengan y llenando con
ellas todas las lagunas. De este modo, lo disponemos todo a nuestro sabor y, con
ayuda de una fraseología especial, computando los tiempos por Edades de piedra,
de bronce, de hierro, sustituyendo la niebla geológica por aproximaciones de
cronología nada sorprendentes, logramos colocar el espíritu en un estado de
sobreexcitación, que permite imaginarlo todo y encontrarlo todo admisible. De
esta suerte, en medio de las incoherencias más fantásticas, son puestos
repentinamente al descubierto, en todos los rincones del Globo terrestre,
hoyos, cuevas, cavernas de aspecto sumamente salvaje, de los cuales son
extraídos espantosos montones de cráneos y tibias fósiles, detritos
comestibles, conchas de ostras y osamentas de todos los animales posibles e
imposibles, tallados, grabados, arañados, pulidos y sin pulir, hachas, puntas e
flecha, herramientas innominadas; y desplomándose el conjunto sobre las
imaginaciones excitadas, entre la fanfarria retumbante de una pedantería sin
par, las llena de un pasmo tal que los adeptos pueden sin escrúpulo, con sir
John Lubbock y M. Evans, héroes de tan rudas labores, asignar a aquellos
objetos una antigüedad, ora de cien mil años, ora dequinientos mil, diferencias
de tiempo sobre las cuales no se encuentra ninguna explicación.
Es preciso saber respetar los Congresos prehistóricos y sus
diversiones. La afición cesará en cuanto sus excesos hayan subido de punto y
los espíritus. hastiados reduzcan simplemente a polvo todas aquellas locuras. A
partir de esta reforma indispensable, se quitará en fin las hachas de sílex y
los cuchillos de obsidiana de las manos de los antropoides del profesor
Haeckel, que tan mal uso hacen de ellos.
Estas fantasías, digo, cesarán por sí mismas. Las vemos ya
cesar. La Etnología necesita pasar por estas locuras antes de mostrarse cuerda.
Hubo un tiempo, no muy alejado de
nosotros, en que los prejuicios contra las uniones consanguíneas eran tan
extremos que éstas tuvieron que ser consagradas por la ley. Desposarse con una
prima hermana equivalía a condenar de antemano a todos sus hijos a sordera y a
las demás afecciones hereditarias. Nadie daba en pensar que las generaciones
que precedieron a la nuestra, muy inclinadas a las uniones consanguíneas, no
experimentaron las consecuencias mórbidas que se pretende atribuirles; que los
Selyúcidas, los Tolomeos, los Incas, esposos de sus hermanas, poseían unos y
otros espléndida salud y muy estimable inteligencia, dejando aparte su belleza,
generalmente excepcional. Hechos tan concluyentes, tan irrefutables, no podían
convencer a nadie, puesto que se pretendía utilizar por la fuerza las fantasías
de un liberalismo que, no gustando de la exclusiva capitular, era contrario a
toda pureza de sangre, y se aspiraba lo
más posible a celebrar la unión del negro y del blanco, de la cual proviene el
mulato. Lo que había que demostrar como peligroso e inadmisible, era una raza
que no se unía ni se perpetuaba sino consigo misma. Una vez se hubo desvariado
lo bastante, las experiencias enteramente decisivas del doctor Broca
destruyeron para siempre una paradoja a la que no tardarán en juntarse las
fantasmagorías de idéntico calibre.
Dejo, lo repito, estas páginas tal cual las escribí en la
época en que la doctrina que encierran brotó de mi espíritu, al modo como un
pájaro asoma la cabeza fuera del nido y busca su ruta en el espacio sin
límites. Mi teoría ha sido lo que es, con sus debilidades su fuerza, su
exactitud y sus errores, análoga a todas las adivinaciones humanas. Tomó su
vuelo, y lo prosigue. No trataré ni de acortar ni de alargar sus alas, y menos
aún de rectificar su vuelo. ¿Quién me prueba que hoy lo dirigiría mejor y sobre
todo que llegaría a mayor altura en las regiones de la verdad? Lo que reputé
exacto, por tal sigo estimándolo, y no tengo, pues, por qué introducir en ello
ningún cambio.
Este libro es, pues, la base de todo lo que he podido hacer y
haré en lo futuro. En cierto modo, lo empecé desde mí infancia. Es la expresión
de los instintos aportados por mí al nacer. Desde el primer día en que
reflexioné, y reflexioné muy pronto, sentí avidez por comprender mi propia
naturaleza, vivamente impresionado por esta máxima: «Conócete ti mismo»; no
juzgué que pudiese conocerme sin saber cómo era el medio en que iba a vivir y
que, en parte, me inspiraba la simpatía más apasionada y tierna, y, en parte,
me asqueaba y me llenaba de odio, de menosprecio y de horror. He hecho, pues,
lo posible para penetrar en el aná1isis de lo que llamamos, de una manera más
general de lo que convendría, la especie humana, y a este estudio debo lo que
expongo aquí.
Lentamente surgió de esta teoría la observación más detallada
y minuciosa de la leyes por mi establecidas. Comparé las razas entre sí. Escogí
una entre lo que encontré de mejor y escribí la Historia de los Persas, para
mostrar, con el ejemplo de la nación aria más aislada de todas sus congéneres,
cuán importantes son las diferencias de clima, de vecindad y las circunstancias
de tiempo para cambiar o refrenar el genio de una raza.
Luego de haber terminado esta segunda parte de mí tarea pude
abordar las dificultades de la tercera, causa y objetivo de mí interés. Tracé
la historia de una familia, de sus facultades recibidas desde su origen, de sus
aptitudes, de sus defectos, de las fluctuaciones que influyeron en su destino,
y escribí la historia de Ottar Jarl, pirata
noruego, y de su descendencia. Así es cómo, después de haber quitado la
envoltura verde, espinosa, gruesa de la nuez, y luego la corteza leñosa, puse
al descubierto el núcleo. El camino por mí recorrido no conduce a uno de esos
promontorios escarpados donde el suelo se quiebra, sino a una de esas llanuras
angostas, donde, con la ruta abierta ante sí, el individuo hereda resultados
supremos de la raza, sus instintos buenos o malos, fuertes o débiles, y
desarrolla libremente su personalidad.
Hoy amamos las grandes unidades, los vastos conjuntos en los
que las entidades aisladas desaparecen. Lo conceptuamos producto de la ciencia.
En cada época, ésta quisiera devorar una verdad que te estorba. No hay por qué
asustarse de ello. Júpiter escapa siempre a la voracidad de Saturno, Y el
esposo y el hijo de Rhea, dioses uno y otro, reinan, sin poder destruirse
mutuamente, sobre la majestad del Universo.
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