Muerte en Berlin (Historia de las SS francesas) - Jean Mabire

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A pesar de su heroico comportamiento y de la particularidad de ser soldados que se alistan voluntariamente en el Ejército de sus invasores, resulta prácticamente desconocida la existencia de voluntarios franceses encuadrados dentro de las Waffen-SS. Lo más sorprendente del caso es que estos jóvenes franceses se revelaron como una de las unidades de combate más fanáticas con las que contó Alemania durante la guerra. En el Frente del Este mantuvieron a raya a las fuerzas rusas netamente superiores y libraron encarnizados combates en inferioridad de condiciones en los años finales de la guerra
El primer día de primavera de 1945, unos centenares de SS franceses de la División Charlemagne lograron escapar a la encerrona de Pomerania, en la que murieron muchos de sus camaradas en el transcurso de la Batalla de Körlin y Belgard. Una vez reagrupados en el Mecklenburg, les dan la alternativa de abandonar la lucha o unirse a un batallón de trabajadores. La mayoría decide proseguir luchando hasta el final y prestan de nuevo el juramento de la SS de "servir con fidelidad y valentía hasta la muerte". Por orden de la Cancillería trescientos de ellos alcanzaron la capital del Reich en el momento en que las fuerzas soviéticas apretaban las tenazas alrededor de la ciudad. Ya con la suerte casi echada, yendo a morir con honor en defensa de una idea, los voluntarios franceses cruzaron cantando bajo las miradas de una población atónita. Lanzados al combate en el sector de Neukölln, los hombres del Batallón de Asalto Charlemagne consiguen tomar algunos bloques de casas, pero se ven obligados a replegarse en la Hermannplatz para evitar quedar cercados.
La epopeya de estos valientes e idealistas soldados, batiéndose con honor y lealtad en posiciones ya perdidas, es relatada con un increible realismo luego de recopilar los testimonios de los pocos participantes sobrevivientes.

PRÓLOGO

Por Salvador Borrego E.


La guerra implica situaciones tan inesperadas, tan insólitas, que sacude a la conciencia de los combatientes hasta sus más profundos estratos. El instinto de conservación lucha sin cesar ante la inminencia de la muerte. Todo esto repercute en la psicología del soldado y lo mueve, frecuentemente, a largas reflexiones.
Así, resulta relativamente explicable que soldados franceses que combatieron contra los alemanes en 1940, y que fueron derrotados, tres años después pidieran su ingreso a las Waffen SS para luchar —codo con codo, corazón con corazón— al lado de las tropas alemanas.
¿Qué fue lo que los hizo cambiar de bando?... Sin duda, un idealismo. Un idealismo profundo y, naturalmente, que no perseguía ningún fin egoísta.
6,400 franceses pasaron por las filas de la División Carlomagno, que luchó al lado de las Waffen SS alemanas.
En 1943 ya el Ejército alemán había perdido su oportunidad de vencer a la URSS en 1941. Ya en 1943 había sufrido la derrota de Stalingrado. Ya en 1943 los soviéticos estaban siendo apuntalados por todo el poderío de Estados Unidos y del Imperio Británico. En suma, ya en 1943 las perspectivas de la guerra eran visiblemente desfavorables para Hitler.
Y precisamente entonces miles de jóvenes franceses quisieron combatir al lado de los alemanes. En su gran mayoría habían combatido contra ellos tres años antes.
¿Qué profundas reflexiones los hicieron adoptar riesgos mortales?
¿Acaso se dieron cuenta —y así parece que fue— que habían combatido en 1940 en contra de Europa, y que en 1943 quedaba definitivamente claro que el enemigo era el comunismo de Marx, de Lenin y de Stalin?
Otro rasgo insólito es que esos jóvenes franceses quisieron ingresar precisamente en las Waffen SS, que eran las de disciplina más dura y los que estaban prestos (como su juramento lo decía) "a dar la muerte o a recibirla".
Muchos miles quisieron tener ese honor guerrero, pero no había tiempo ni armas para recibirlos a todos. Sólo 6,400 lograron militar en la División Carlomagno, la cual sufrió cuatro mil bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos.
Fue un sacrificio enorme, más notable aún porque los restos de esa División —fraccionada en batallones, compañías o secciones—, combatieron en las ruinas de Berlín cuando la guerra se veía completamente perdida.
La Carlomagno SS luchó en defensa de la Cancillería hasta 48 horas después de que Hitler había muerto. Rebasaron así el juramento de lealtad que habían hecho en el campo de instrucción de las Waffen SS alemanas en Bald Tölz o en Graffenwohr.
Es también un hecho extraordinario que jóvenes de Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Yugoslavia, Rumania y otras naciones también tuvieran la decisión de enrolarse precisamente en las Waffen SS, y que todos mantuvieran su espíritu de lucha hasta el final de una guerra que —tiempo antes— ya se veía perdida.
Entre los varios prominentes instructores figuraron los generales Hausser y Dietrich. Hausser era muy duro, pero a la vez se hacía querer de sus tropas. Respecto a Dietrich, Hitler decía que era "una institución"... "uno de mis más antiguos compañeros de lucha".
Desde mucho antes del Nacionalsocialismo existía un tono "pangermanista" en las fuerzas armadas, algo así como racismo, pero fue desapareciendo bajo Hitler, Hausser y Dietrich. El general Steiner, que comandó diversas Divisiones SS, dice que para fines de 1942 la idea pangermánica fue enterrada. "El camino quedó abierto para la idea política e históricamente correcta de una Europa con unidad de destino, que abarcaba a todos los voluntarios europeos y los unía espiritualmente." Esa fue la clave para que los integrantes de la Carlomagno y de decenas de otras Divisiones no alemanas, combatieran en uniforme alemán tan decididamente como lo hacían los propios alemanes.
A partir de 1943 muchos pueblos vieron la guerra como una cruzada europea.
Además de los 6,400 soldados que pasaron por la Carlomagno, hubo más de 2,500 que también sirvieron en el Ejército alemán.
En este libro se relata, pormenorizadamente, la acción de dicha unidad de combate a partir de febrero de 1945. Para esa fecha los soviéticos avanzaban con numerosos ejércitos hacia Berlín, en tanto que los defensores ya no tenían apoyo de la aviación y padecían grave escasez de artillería y de tanques e incluso de comestibles. El Ejército Rojo tenía todo en abundancia, ya fuera procedente de América o de todos los dominios del Imperio Británico.
La noche del 4 de marzo (1945), después de mantener violentos encuentros para retrasar al enemigo en el Vístula, la División Carlomagno recibió la orden de dirigirse hacia el río Oder.
El general Krukenberg ordenó que las tropas salieran de las carreteras y buscaran pasar inadvertidas entre la maleza y los bosques. Por la noche se colocaban centinelas mientras los soldados se dejaban caer en el suelo molidos por la jornada de trabajo. Estaban literalmente aplastados por el sueño.
El teniente Fenet, de sólo 25 años, ya había estado dos veces bajo el fuego al mando de una Compañía.
—Sólo podemos pasar las líneas enemigas —dijo el teniente— con la ayuda de la noche. Si la tropa permanece mucho tiempo inmóvil, se helará. Si queremos alcanzar las líneas alemanas no tenemos que perder ni un solo instante. Hay que aprovechar el desorden del avance ruso. El tiempo es nuestro mayor enemigo.
—Creo que tiene usted razón—, concluyó Krukenberg.
Y así la Carlomagno inició la marcha hacia el Oder. La tropa avanzaba con sigilo, confiándose totalmente en sus jefes para librarse de que los soviéticos no los cercaran.
Sin un solo murmullo, sin encender un cigarro, la tropa camina entre bosques, casi sin comer. Sólo mastican trozos de pan seco, conservado en los bolsillos, y algunos terrones de azúcar.
Todos van buscando refugio entre los abetos pardos.
Siguieron así varias jornadas igualmente duras.
Al amanecer del 5 de marzo se escuchan pasos, al parecer de soldados. Los dedos se crispan en los gatillos, pero en ese momento ya hemos sido identificados y se oye una voz amiga: —¡Regimiento 58 Carlomagno!...
—Con gusto nos identificamos como primer batallón de la misma unidad.
Minutos más tarde la niebla se disipó y los rusos atacaron repentinamente por todas partes. Fue una carnicería, pues estábamos siendo rodeados por cañones, tanques e infantería. No sin grandes bajas rechazamos el ataque —refieren varios de los sobrevivientes—, y la División pudo alcanzar un bosque para camuflarse.
El 6 de marzo el general Krukenberg ordena que se recomience la marcha para llegar a Greifenberg, donde podrán obtenerse armas y municiones.
Durante la nueva caminata algunos campesinos informan que cerca, en Meseritz, hay tropas alemanas que han rechazado a una columna enemiga. Meseritz se halla diez kilómetros adelante.
Krukenberg tenia razón en apresurar la marcha. Cuando el 6 de marzo la División Carlomagno llega a Meseritz, encuentra ahí atención para sus heridos. Al fin se restableció el contacto con una unidad alemana.
Pero el río Oder, que era el objetivo asignado, se hallaba todavía lejos.
En Meseritz no había pesimismo, pese a lo desfavorable de la situación. Se trata de tropas alemanas y francesas que se forjaron bajo la misma instrucción: ¡luchar siempre pensando en la victoria! No se han olvidado aquellas semanas del campo de Graffenwohr. Un soldado las recuerda y posteriormente refirió así el día de la graduación:
—Un oficial pronunció una arenga. "Vosotros —dijo— os habéis alzado gallardamente y abandonado cuanto os era más querido: las aulas de vuestras universidades, vuestros talleres y vuestros campos, anudando el corazón y dejando a vuestras madres, y os lanzáis resueltamente al combate, en el que, en abrazo estrecho con vuestros camaradas alemanes, no aspiráis a conquistar riquezas en botines y sí solamente a destrozar a ese monstruoso azote comunista de la humanidad...¡Decidle al Führer que lo que aquí se jura lo cumpliremos!..."
Han pasado dos años desde aquel momento y aún hoy se nos pone carne de gallina cuando recordamos aquel juramento. Hay gente que se extraña de nuestra adhesión a Alemania. ¡No comprenden que el corazón tiene sus razones!... ¡Cómo olvidar la figura de soldados a quienes se les humedecían los ojos de emoción, y que luego desfilamos en columna de 16 en fondo. Algo había cambiado en todos nosotros. El espíritu de la guerra lo teníamos ya metido en la sangre —.
Además, habíamos adquirido una formación espiritual y política que generalmente no se recibe en los ejércitos regulares. Las unidades SS se nutrían de jóvenes idealistas, totalmente ajenos a las tentaciones del hedonismo. Sabíamos que Londres y Washington querían la guerra para afianzar su dominio económico sobre el mundo. También sabíamos que el comunismo había sido creado por congéneres de los explotadores internacionales. Por eso Occidente y la dictadura marxista de Moscú se entendían tan admirablemente bien, aunque aparentaban ser polos opuestos.
—Nosotros, en Francia, llegamos a comprender qué era, en realidad, el Nacionalsocialismo. Es —sigue diciendo el oficial francés que recuerda la ceremonia de graduación— un Tercer Camino. Es nacionalismo, a diferencia de un internacionalismo que busca diluir la idea de Patria; y es socialismo en el recto sentido de la palabra, que busca el progreso de la sociedad, a diferencia del socialismo marxista que sólo es un sistema para subyugar a los pueblos—.
Esa era la manera de pensar en la División francesa Carlomagno. Esto explica el aparentemente paradójico fenómeno de que, en la defensa de Berlín, los franceses combatieran con más convicción que como lo habían hecho en la Línea Weygand, al norte de París, cuando combatían contra las tropas alemanas. En aquel entonces, en 1940, los franceses iban al frente obligados por una guerra impuesta desde Londres y Washington, pero íntimamente no querida en Francia.
En cambio, en las SS francesas que luchaban en el frente de Berlín, todos eran voluntarios y los alentaba el móvil de defender a Europa. Defenderla del mercantilismo de Occidente y del bolchevismo de Moscú.
En fin, volviendo a Meseritz, donde franceses y alemanes hicieron contacto el 6 de marzo, se vivieron horas de confraternidad y descanso. El teniente Fenet fue condecorado con la Cruz de Hierro de Primera Clase, después que en los Cárpatos se había ganado la de Segunda. Pero resulta que no había disponible una Cruz de Primera, y entonces el general Munzel se quita la que lleva consigo y le dice a su compañero Krukenberg: — ¡Tenga la mía, désela!... ¡En nombre del Führer!
Al día siguiente la Carlomagno reanuda su marcha hacia el río Oder.
Después de casi todo el día de caminar, la avanzada llega a una granja, donde una alemana los invita a compartir algo de su cena. Tengo un hijo —le dice— que es soldado y se encuentra en Francia... Las lágrimas le escurren por las mejillas...
Ahí cerca los soviéticos ocuparon un poblado alemán y han quemado establos y ganado.
Más adelante un batallón de la Carlomagno encontró a dos convoyes de refugiados alemanes, aproximadamente de cinco mil personas cada uno. Se lee en sus ojos todo lo que han padecido y, sobre todo, el temor que los invade por un futuro incierto. En particular, las mujeres que prefieren morir antes que ser capturadas y vejadas por los soviéticos. Ponen su destino en manos de las SS francesas, ciegamente confiadas.
El comandante alemán Zimmermann decide marchar en la vanguardia de la columna. Se sospecha que los soviéticos han sembrado minas y urge despejar una vereda. Pero no es posible evitar desagradables sorpresas. Estalla una mina y Zimmermann cae herido. Un francés acude en su ayuda y le presta los primeros auxilios. Pero el oficial alemán no puede volver a ponerse la bota. Entonces se descalza y dice: —Continuaré en chanclas,— a la vez que hace un esfuerzo para minimizar la importancia de su herida.
La columna alcanza la costa del Mar Báltico. En el horizonte se balancean destellos rojos y verdes.
Son los disparos de los buques alemanes Almirante Scheer y el torpedero T-33, que tienen la misión de proteger el repliegue de los refugiados. Pero éstos no han sido aún identificados y la Marina los confunde con el enemigo.
El teniente Fenet ordena: —¡Cohetes! ¡Rápido! ¡Que afinen la puntería! Estrellas multicolores se elevan hacia el cielo. Los cañones se callan y la marcha continúa.
Desde la patrulla avanzada llegan unos gritos: —¡Los soviéticos están delante—.
—¡Pues adelante!
La furia de los SS franceses es manifiesta. Diez mil refugiados alemanes han puesto su destino en sus manos. Esta confianza es sagrada.
—¡Hay que cargar, atacar con ráfagas intermitentes y volver a atacar!
Después de una ruda pelea la patrulla soviética es dispersada y el convoy con los refugiados logra pasar adelante. Disparos de ametralladora y de granadas de mano abren brechas entre el enemigo. En la humareda aparecen varios soldados rusos que son rematados con rabia, pues se sabe de las barbaridades que han cometido con la población civil.
El médico del Batallón, capitán Anneshaensel, no para de correr de un lado a otro poniendo vendas o entablillando a heridos franceses. Poco después también él morirá en un nuevo combate.
Pero los diez mil refugiados alemanes, civiles, fueron salvados. Se les puso a salvo enviándolos a la retaguardia del frente. Todos dan las gracias a los franceses. No encuentran palabras para hacerlo. Han salido de un infierno. Sabían que la guerra es cruel, pero no que a mujeres y niñas se les tratara peor que si fueran bestias por parte de las tropas soviéticas.
La Carlomagno ha alcanzado a contingentes alemanes que aún tienen tanques "Tigre" y "Pantera". Pronto se verán atacados por masas de tanques soviéticos. Dos a uno, cuatro a uno y así sucesivamente. Sin embargo, su moral sigue siendo alta y cantan su antigua canción:

"Las SS marchan en tierra enemiga
y cantan una endiablada canción.
Allí donde estamos es siempre
la primera fila
y el diablo encima se ríe:
Ja!Ja!Ja!...Ja!Ja!Ja!

El 21 de marzo, inicio de la primavera, la Carlomagno va a pie por las carreteras de Pomerania occidental y se dirige a Mecklenburg.

En las afueras de la ciudad se despliega una actividad febril. Se cavan trincheras antitanques. Nadie piensa ya que el Oder sea un obstáculo infranqueable para los grandes contingentes del Ejército Rojo. Los expertos de la Organización Todt, con su capote caqui, van y vienen activando a los trabajadores.
Toda la población alemana ha sido movilizada. Los viejos militan en el Volkssturm. Las mujeres alemanas manejan palas y piquetas.
La vanguardia de la Carlomagno llega a una base aérea alemana perfectamente camuflada. Ve estupefacta que hay alineados aviones Me-109 y Focke-Wulf 190, cubiertos con lonas. ¿Por qué no han tomado parte en la batalla?... ¿Por qué no han acudido a apoyar a las unidades alemanas y francesas?...
Varios mecánicos de la Luftwaffe, de aspecto resignado, contestan: —¡Keine Benzin mehr! (¡Ni gota de gasolina!)
Los pozos petroleros de Rumania se han perdido y las plantas de gasolina sintética han sido destruidas por las flotas aéreas de Roosevelt y Churchill.
Los franceses continúan su marcha. El día 25 se ocuparán del "despiojamiento". Las mantas, los capotes, los pantalones, los chaquetones, todo pasa por el desinfectante. Camisas y calzoncillos se remojan en un cubo lleno de un producto que emana un olor repugnante, pero eficaz.
Se sabe que para los prisioneros, en grandes campos de concentración, el problema de los piojos es todavía peor y allí se usan cámaras de gas por las que pasan la ropa y los propios prisioneros. Es gas desinfectante.
En el acantonamiento de Ollendorf, lo que restaba de la División Carlomagno escuchó una arenga de sus jefes:
—Hemos vivido días de ásperas luchas y de penosas marchas. La fama de la valentía y la resistencia francesa se ha acrecentado con el nombre de Carlomagno.
—Con orgullo recordamos que fuimos nosotros quienes paramos el avance enemigo en el sector de Bärenwalde. En Neustettin también dimos muestras de nuestra valentía. Pero es en Körlin donde hemos demostrado que sabíamos luchar solos en el campo de batalla; aguantando hasta las primeras horas de la mañana nos permitió, a una parte del Ejército alemán y a nosotros mismos, zafarnos del cerco que nos tendía el enemigo.
—En estos momentos, elementos de nuestra División defienden Dantzig junto con sus camaradas alemanes.
—Hemos contribuido a detener o a retrasar la ola arrasadora del avance bolchevique.
—Aunque lejos de nuestro país, hemos dado a nuestra bandera nuevas glorias. Sabemos que todos los franceses que con nosotros y por la libertad de la patria quieren un nuevo orden, nos miran con orgullo.
—Al lado de nuestros camaradas alemanes que luchan por el mismo ideal seguimos al Führer, el libertador de Europa. Tenemos una fe firme en la victoria nacionalsocialista, más porfiada todavía si la situación se vuelve más difícil.
***
Jean Mabire refiere también el caso de milicianos franceses que fueron enrolados como auxiliares, pero que se desmoralizaron al ver lejana la victoria y se convirtieron en murmuradores.
El comandante del 57° Batallón advierte que esos elementos pueden hacer estragos. Son derrotistas porque no tuvieron la formación de las SS. Sólo representaban el papel de valientes cuando las cosas marchaban bien. Ahora ha sonado la hora de la verdad.
Algunos de esos milicianos (no SS) pretenden que nos enviaron al frente de Pomerania porque los alemanes querían desembarazarse de nosotros. Es una mentira como una catedral y además una estupidez, afirma Mabire. —¿Creéis realmente que Alemania hubiera sacrificado cien mil alemanes para desembarazarse de cinco mil franceses que les molestaban?
En la región de Neustrelitz el jefe de la División Carlomagno reunió en su cuartel general a los oficiales para leerles un comunicado y concluyó:
—Los desertores, saqueadores y los ladrones están condenados a muerte por los tribunales militares y serán inmediatamente fusilados. No olvidéis, señores, que cada uno de vosotros representa a Francia delante del Ejército y el pueblo alemán.
—Ahora que todo se derrumba, la Waffen SS debe ser el último parapeto en caer.
En esos días hubo tres o cuatro ocasiones en que se juzgó a soldados alemanes y franceses por indisciplina. Uno fue fusilado. A un suboficial alemán que pretendía que se abandonara a sus compañeros franceses, se le condenó a ir a un grupo de combate, pero el Reichsführer Heinrich Himmler le pareció poco y ordenó que se le degradara y se le enviara a la Carlomagno, donde quedaría subordinado a los franceses.
Otro caso dramático fue el de cuatro soldados del 57° Batallón de la Carlomagno. Estaban convictos de robo y uno de ellos de deserción. Un tribunal los condenó a muerte. Uno de los sentenciados pidió que su madre no supiera nunca cómo había muerto.
El Capellán castrense Verney dio los últimos auxilios a los cuatro condenados. Todo el Batallón se reunió, formando en 'U', para asistir a la ejecución.
Los cuatro condenados avanzaron unos pasos, sin cordones en los zapatos porque "el cuero es demasiado escaso para enterrarlo".
Doce soldados formaron el pelotón de ejecución. La salva estalló rápidamente. Luego se oyeron los cuatro disparos de remate. El Batallón regresó a su campamento. Incluso después de romper filas, todos permanecieron silenciosos durante varias horas.
Sin disciplina, la valentía y la fidelidad no existirían.
***
El 11 de abril la Carlomagno reagrupa sus fuerzas y recibe nuevos uniformes. La hebilla metálica del cinturón ostenta la divisa de las SS: "Meine Ehre heißt Treue". (Mi honor se llama fidelidad).
Entretanto, la marea bolchevique está empeñada en abrirse paso a través del río Oder.
El mando francés recibe también a decenas de nuevos oficiales cuya autoridad se basa en la responsabilidad. Fueron destinados al 58° Batallón. Son muchachos de 23 años, algunos de los cuales ya tuvieron su bautizo de fuego en los Cárpatos. Rostaing pasa por viejo porque ya tiene 35 años, pero tiene gran reputación porque combatió en Rusia en 1941 (primer año de la invasión). Es tan calmado y arrojado como el primer día de servicio.
La División recibió también nuevas armas, entre ellas la ametralladora MG-42, capaz de disparar 1,200 balas por minuto. ¡Veinte balas por segundo!
El fusil de asalto SG-44, diseñado por Hugo Schtreisser, mide menos de un metro de largo, no pesa ni cinco kilos y dispara ochocientas balas por minuto, 7 milímetros.
La División es dotada, además, de Panzerfaust, con el cual un solo hombre puede destruir a un tanque, siempre que dispare a corta distancia de su presa, arriesgando la vida.
La instrucción militar rompe la monotonía con las sesiones de tiro. Las ráfagas petardean en los campamentos de los Batallones 57° y 58°. Los sordos estallidos de los Panzerfaust indican que los SS franceses se preparan para la lucha contra los tanques soviéticos.
Jovencitas alemanas de 17 o 18 años llegan al campamento para servir como auxiliares en la artillería antiaérea. Se sorprenden de encontrarse con franceses y empiezan a parlotear una mezcla de francés-alemán. Están conscientes del peligro de caer en manos de los soviéticos, ya famosos por sus bárbaras violaciones masivas contra las mujeres alemanas de cualquier edad.
Tales jovencitas fueron entrenadas para apoyar a los soldados que manejan la artillería antiaérea. ¡Quieren luchar!
Llega el 20 de abril (1945), 56 aniversario de Hitler. Alemanes y franceses están conscientes de que será el último aniversario del Führer. Todos se disponen a celebrarlo con galletas, pan seco, un poco de chocolate y tres cigarrillos. El comandante Krukenberg consiguió varias botellas de vino.
Por la noche se encienden velas en honor de aquel a quien juraron fidelidad y valor, aunque rápidamente deberán ser apagadas.
Por doquier se oye repetir lo mismo: —Hay que evitar que nuestros caídos hayan muerto inútilmente. Las relaciones entre soldados alemanes y franceses son cada día más cordiales. Los une el peligro, el valor y la muerte.
Los granjeros de Meckleburg se topan sorprendidos con unos extranjeros que son tan nacionalsocialistas como ellos mismos. Descubren que ha nacido una Europa nueva, una Europa que al mismo tiempo va a morir.
Entretanto, la soga va apretándose en el cuello de Berlín, ya que los bolcheviques y los americanos han realizado el enlace de sus hombres cortando a Alemania en dos partes.
El 23 de abril (1945), a una semana de que termine la guerra, un joven civil se presenta en el campamento de la Carlomagno. Un centinela le impide el paso con voz ronca y cruzando el fusil como lo exige el reglamento. —¿Qué desea?
—Vengo para alistarme. Quiero ser SS.
El comandante del Batallón quiere conocer a ese joven, de 20 años, también francés.
—Llegas con retraso. No tienes ninguna formación militar y ya no tenemos unidades de instrucción.
—¿Realmente no queda sitio? —pregunta el muchacho con un aspecto de incredulidad y desengaño.
—¡No! La conscripción está cerrada desde hace tiempo.
—¡Qué lástima! —suspira el joven y se va.
Para ese día ya está en su apogeo la ofensiva soviética sobre Berlín. Los comandantes franceses de los Batallones 57° y 58° tienen que dirigir las operaciones sobre el terreno mismo.
Por la noche del mismo día 23 una llamada telefónica despierta al general Krukenberg. Es la voz del general alemán Krebs, quien le comunica que los soviéticos han roto la línea del río Oder y avanzan sobre Berlín. La capital quedará cercada en unas horas más. Ya se combate en los suburbios.
El general Krebs le comunica que el Führer ha decidido quedarse en la capital. "Participaremos en la batalla bajo sus órdenes", dice el comandante Krukenberg.
La Carlomagno tiene que fraccionarse para alcanzar Berlín, ya que los medios de locomoción son muy limitados. Disponen de diez camiones de la Luftwaffe.
El doctor Metrais comenta:
—El domingo de Pascua escuché atentamente el sermón sobre la Pasión, y el cura Verney tiene razón al hablar de la nobleza y la grandeza que significa el sacrificio.
El martes 24 todos los contingentes de la División francesa salen a primera hora para empeñarse en la defensa de Berlín.
—¡Maravilloso, es realmente formidable! —repiten los que van a Berlín.
—Parece ser que la orden viene del Führer personalmente. No podía dejarnos plantados cruzados de manos. Qué suerte no ser olvidados.
A veces una voz entonaba un canto pronto coreado: —La SS marcha en tierra enemiga y canta una endiablada canción...
La División avanza, pero en momentos ya está a tiro del enemigo y tiene que desviar su camino para llegar a Berlín, que ya está a punto de quedar completamente cercado.
Entretanto, en la capital Adolf Hitler nombra jefe de la defensa de Berlín al general Weidling. A sus órdenes milita una amalgama de formaciones del Volkssturm (los mayores de 60 años), del Ejército, de las Juventudes Hitleristas y de las Waffen SS. También son lanzados a la batalla los soldados de los servicios del Estado Mayor, telefonistas, secretarios, cocineros, etc, empuñando las armas.
Las tropas soviéticas de los mariscales Koniev y Zukov aprietan las gigantescas tenazas de acero que encierran a la capital.
La tarde del 24 de abril el convoy francés llega a las puertas de Berlín. Un puente está intacto, pero en ese momento cae una granada y lo vuela. Unos hombres del Estado Mayor, que se encontraban en el puente, fueron proyectados al aire y caen en el agua. Dos de ellos se hallan gravemente heridos.
Por la tarde los franceses de la Carlomagno van pasando por los escombros del puente. Entonces se enteran que unos compañeros del Volkssturm fueron los que hicieron fuego sobre el puente, en la creencia de que se trataba de enemigos.
Es la confusión propia de la guerra.
Por todos lados se oyen tronar los cañones y el tableteo de las ametralladoras. En un cruce, unos ciclistas pasan por el lado de los franceses: es una patrulla de la Hitlerjugend, muchachos de catorce y quince años, armados de Panzerfaust.
Son las diez de la noche cuando los SS franceses, después de haber andado más de treinta kilómetros, preparan su campamento en las lindes del bosque de Grünewald, cerca de la zona que alojó a los atletas de todo el mundo en los Juegos Olímpicos de 1936.
Allí hay provisiones y hasta chocolate. Los golosos no podrán pegar ojo en toda la noche, su primera noche en Berlín.
Muy cerca el crepitar de las ametralladoras responde al estruendo de los obuses. Prestando atención, los SS franceses oyen las sordas explosiones. La tierra tiembla bajo sus pies.
Pero la marcha de todo el día los ha extenuado y la mayoría se duermen inmediatamente.
—¡Qué lluvia de fuego! —dice el oficial Douraux.
—Por ahora no nos moja —arguye el teniente Fenet, muy flemático. Salvo los centinelas, los demás duermen como lirones.
A media noche el general Krukenberg pide a su ordenanza que lo lleve al centro de Berlín, a la puerta de la Cancillería. Nadie le pide papeles y le abren paso cuando pide hablar con el general Krebs, jefe del Estado Mayor Alemán.
Krukenberg y Krebs se conocen desde 1943. Krebs le refiere que ha dado órdenes a diversas unidades para que se concentren en Berlín, y la División de Krukenberg es la primera en llegar.
Krebs todavía tiene la esperanza de que el ejército del general Wenck llegará a Berlín y barrerá a los soviéticos. Lo mismo esperaba Hitler. Ambos ignoraban que las tropas de Wenck se habían consumido en tremendos esfuerzos por llegar a Berlín.
El general Krukenberg y su ayudante salen de la Cancillería cerca de las 4 de la madrugada del 25 de abril. Habrá de presentarse con el general Weidling, que es el comandante de la defensa de Berlín.
Horas después se entrevista con Weidling, quien le explica:
—Tengo que defender la capital del Reich con los restos de mi 56 Cuerpo de Ejército que prácticamente sólo existe en el papel. Como refuerzo cuento con elementos que polulaban en la retaguardia. Aparte de estos brillantísimos soldados, dispongo de viejos de la Volkssturm y de los crios de la Hitlerjugend. Edad media de los primeros, 75 años de edad, y edad media de los segundos, 15 años.
El general Weidling parece un espectro: los ojos hinchados por la falta de sueño, una tez palidísima, y casi no se da momentos de descanso.
—¿Y mis franceses? —pregunta Krukenberg. —Que formen un Batallón de asalto en el seno de la División Nordland.
Krukenberg descubre, pasmado, que los dos regimientos de granaderos Norge y Danmark tienen los efectivos equivalentes a los de sólo una Compañía. —¿Y los demás?... Han muerto.
En resumen, los demás contingentes se hallan en iguales condiciones. Es evidente que la defensa de Berlín no podrá sostenerse mucho tiempo.
La capital del Reich ha sido bombardeada durante más de dos años, masivamente, y la mitad, o más, se encuentra en ruinas. Sin embargo, los berlineses van a su trabajo con los portafolios de cuero que contienen sus bocadillos y carpetas. Por la noche, muchos encontrarán la casa que han dejado en la mañana, completamente destruida, incendiada. O quizá ocupada por los soviéticos invasores. Los policías continúan ocupándose de la circulación en los cruces.
Los grupos de refugiados rodean los carros arrastrados por los robustos caballos pomeranos. Apelotonaron rápidamente sus rebaños y algo de ropa. La huida de la población civil del Báltico termina en Berlín. La ciudad está superpoblada; los refugiados se amontonan en los sótanos de las casas y en las estaciones del metro. Berlín huele a pólvora, humo y muerte.
Los diezmados batallones de la Carlomagno atraviesan algunos barrios berlineses y van cantando. Muchos alemanes se preguntan quiénes son ellos que todavía cantan.
—¡Franceses! ¡SS franceses! El hecho parece increíble.
En los kioskos hay ejemplares de periódicos. "La victoria está al final del combate", proclama todavía el Dr. Goebbels.
El comandante de la Carlomagno, general Krukenberg, se entrevista con el jefe de la División Nordland, quien presenta una herida en la cara, pero no le da importancia, como si se hubiera lesionado al rasurarse. Se trata del teniente coronel Siefert, que no tiene arraiga en las SS, razón por la cual no se establecen estrechas relaciones entre él y Krukenberg. Fríamente examinan un mapa y se le designa un sector de defensa a la Carlomagno.
El 25 de abril un Batallón francés se despliega en el sector "Z". En seguida se les comunica: —Mañana entraremos en combate. Esa noche es misteriosamente tranquila. Un contraataque está previsto para las 5 de la madrugada del día siguiente.
En esa fecha el Ejército Rojo atacaba con dos millones de hombres, procedentes de la URSS, más 200,000 polacos. Este Ejército disponía de 6,250 tanques y 42,000 piezas de artillería, además del pleno dominio del aire.
Del lado alemán, el genera Weidling disponía de doscientos mil hombres, incluyendo contingentes de civiles de 65 años de edad.

(A continuación, el francés Jean Mabire relata, muy pormenorizadamente, los últimos 7 días de combate en Berlín, que pusieron fin a la II Guerra Mundial. Su relato se basa, naturalmente, en la acción de la Carlomagno SS).






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