El espíritu del fascismo - Carlos Videla

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A ratos parece un absurdo, un desvarío, un hecho tremendamente desconcertante que uno de los términos del léxico político más utilizado, como es el caso de la palabra “fascismo”, no tenga una definición concreta. Esta sola palabra, que a nadie deja indiferente, pareciera evocar mucho y nada a la vez, y, no obstante, este fenómeno político-social que perduró por casi 30 años, que fue capaz de desarrollar una amplia producción ideológica, goza hasta nuestros días de simples definiciones, antojadizas y contradictorias.
Si bien el fascismo en su origen –si se considera el binomio de izquierdas y derechas– incorporó ideas que estuvieron enmarcadas a la izquierda, luego en una etapa intermedia abandonaría dichas concepciones una vez que se realizaran las reformas estructurales convenidas con los poderes conservadores. Finalmente, en la última fase política, este movimiento retomaría herramientas que serían catalogadas otra vez como izquierdistas.
Esto que parece una contradicción vital no lo fue para la doctrina fascista si acaso se analiza el fundamento ideológico. De ahí que incorporara el concepto de la vida como lucha y de la acción en el mundo como un producto del dinamismo del espíritu humano. Una evolución idealista, basada totalmente en la voluntad heroica por dominar la vida y construir un exitoso devenir histórico.
Este “idealismo heroico” pretendió superar el orden liberal de comienzos del siglo XX, pero a diferencia de otras ideologías revolucionarias que buscaban en el determinismo de los ciclos dialécticos y materialistas el sustento de su revolución, el fascismo pretendió llevar a cabo su ideario por medio del poder transfigurador de la realidad subyacente en la consciencia y la voluntad. La revolución espiritualista y guerrera del fascismo fue por lo tanto ética y al mismo tiempo totalitaria. Un sistema de ideas único en su especie, fundamentado en solidas y coherentes elaboraciones filosóficas y políticas.




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