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Léon Degrelle, el más bisoño de los caudillos europeos, el
jefe natural del movimiento palingenésico Rex, tenía el don de la palabra y la
inspiración del poeta. Propugnaba con celo la revolución de las almas. En la
hora sublime de la batalla decisiva, en la emplazada, acudió raudo a la cita en
el Frente del Este con sus camaradas europeos. Tenía 33 años. Se alistó como
soldado raso, como un «guripa» más, sin galones ni estrellas, a pesar de que se
le ofreció entrar como oficial.
Léon Degrelle quería experimentar en sus propias carnes el
sufrimiento y sacrificio de la defensa de Europa, compartir el rancho y la
nieve, avanzar, marchar, soñar. Tenía como divisa el lema «quien no se expone
no se impone». Ascendió por méritos de guerra a la jefatura de la comandancia
de la División de voluntarios valones, finalizando la contienda con el grado de
General de las Waffen SS. Siempre en el primer puesto de riesgo en el combate.
Fue herido en cinco ocasiones, pero sus heridas profundas restañaban y volvía
al campo de batalla, cada vez con la sonrisa más franca, jovial y abierta.
Desafiaba la muerte. En su hoja de servicio se contabilizan 62 combates cuerpo
a cuerpo. Recibió, por su comportamiento heroico, medallas y condecoraciones
que hablan mudas del temple de guerrero y luchador ejemplar: la Cruz de Hierro
de 1ª y 2ª clase, la Cruz del Mérito de Guerra con espadas, la Insignia de los
Heridos, la Insignia de Plata de Asalto de Infantería, la Orden de la Sangre
—Cruz de Borgoña—, el Distintivo de Oro de Combate cuerpo a cuerpo, la Cruz
Alemana de Oro y la mitológica y legendaria Cruz de Caballero con Hojas de
Roble que le fue impuesta personalmente por Adolfo Hitler, quien, de haber
tenido un hijo, le hubiera gustado que hubiera sido de la estirpe de Léon…
Ambos concebían a Europa como una gran nación.
Con la hipotética victoria de las tropas alemanas, en un
nuevo Orden Europeo, León Degrelle quería que Bélgica tuviera un puesto digno
dentro de esa nación europea. Dignidad que Bélgica obtendría con la sangre
derramada por sus hijos en suelo ruso, combatiendo hasta el fin contra el
Comunismo. Ellos expusieron cien veces su vida antes de encumbrar el nombre de
su país en los aires de la leyenda, y, en 1943, la Legión de voluntarios valona
era célebre en todo el frente del Este por su idealismo e intrepidez. En 1944,
cuando la odisea de Tcherkassy, alcanzó la cima de la fama.
Esa sangre derramada ha elevado a los integrantes de la
Legión Valona, y posteriormente a la “28 SS GrenadierDivision Wallonien” a la
inmortalidad, con su jefe tanto militar como espiritual, León Degrelle, a la
cabeza. La epopeya de los jóvenes belgas nunca será olvidada, y algún día los
jóvenes europeos, se inclinarán ante estos héroes que sacrificaron su juventud
en las frías estepas rusas.
Aun hoy, con la derrota consumada, la desgracia no los
arredra. Nunca fué vana la grandeza; las virtudes templadas en el dolor y en el
sacrificio pueden más que el odio y la muerte; tarde o temprano resplandecerán,
igual que el sol que surge de las profundidades de la noche.
A través de la gesta de los voluntarios belgas — una unidad
entre centenares de unidades — es el frente todo de Rusia el que surgirá, en
los luminosos días de las grandes victorias, en los días más emocionantes aún
de las grandes derrotas, impuestas por la materia, pero recusadas por la
voluntad.
Lector, amigo o enemigo, contempla a estos guerreros; porque
estamos en una época en que es preciso buscar mucho para dar con verdaderos
hombres, y éstos, verás, lo eran hasta la médula.
PRÓLOGO
Fui, en 1936, el jefe político más joven de Europa.
A los veintinueve años hice vibrar las fibras más recónditas
de mi país. Centenares de millares de hombres, de mujeres, de jóvenes, de
muchachas, me seguían con fe y pasión ilimitadas. Como un huracán introduje en
el Parlamento belga diputados y senadores a docenas, y estuvo en mi mano el ser
ministro; con una palabra mía entraba en el juego de los partidos.
Pero me pareció mejor, al margen del lodazal oficial, el
duro combate del orden, de la justicia, de la decencia, porque imperaba en mí
un ideal enemigo de componendas y compromisos.
Ambicioné librar a mi país de las fuerzas del dinero,
corruptoras del Poder, falsificadoras de las instituciones, ruina de la
economía y del trabajo. Quise sustituir legalmente el régimen anárquico de los
viejos partidos, envilecidos todos por asquerosos escándalos
político-financieros, por un Estado fuerte y libre, disciplinado, responsable,
representación de las verdaderas energías del pueblo.
No se trataba ni de tiranía ni de «fascismo», sino de
sentido común. Un país no puede vivir en el desorden, la incompetencia, la
irresponsabilidad, la inseguridad, la podredumbre.
Exigía autoridad en el Estado, solvencia en las funciones
públicas, continuidad en las operaciones de la nación, un contacto real y vivo
entre las masas y el Poder, una fructuosa concordia entre los ciudadanos,
separados entre sí por luchas artificiales: luchas de clases, religiosas y
lingüísticas, minuciosamente azuzadas por constituir ellas la vida misma de los
partidos rivales que, con idéntica hipocresía, o se disputaban teatral-mente
las ventajas del Poder o, con discreción suma, se las repartían.
Escoba en mano, arremetí contra esas bandas corrompidas,
sanguijuelas del vigor de mi Patria, y las zurré de lo lindo, haciendo añicos,
ante el pueblo, los sepulcros blanqueados que disimulaban sus ignominias, sus
fechorías, sus lucrativas connivencias. Desencadenó sobre mi tierra un soplo de
juventud y de idealismo, exaltando las fuerzas espirituales y los excelsos
re-cuerdos de lucha y de gloria de un pueblo tenaz, laborioso, amigo apasionado
de la vida, la abundancia y la belleza.
Rex fué una protesta contra la corrupción de una época. Rex
fué un movimiento de renovación política y de justicia social. Rex fué, más que
nada, un arranque fervoroso hacia lo grande, una ascensión de miles de almas
ansiosas de respirar, de alzarse por encima de las bajezas de un régimen y de
un tiempo.
Esa fué mi lucha hasta el mes de mayo de 1940.
La segunda guerra mundial — que yo había maldecido — lo
trastornó todo en Bélgica, como en todas partes: instituciones viejas,
doctrinas anticuadas se derrumbaron como castillos de madera corroída, podridos
hacía tiempo.
Rex no estaba en modo alguno supeditado al Tercer Reich
triunfante, ni a su jefe, ni a ninguno de sus propagandistas. Han sido cogidos
los archivos todos del Tercer Reich. Pues bien: ¿ha descubierto alguien la más
mínima prueba de que, antes de 1940, el rexismo dependiese, directa o
indirectamente, de Hitler? Teníamos las manos y el corazón limpios; nuestro
amor patrio, lúcido y ardiente, ignoraba cualquier compromiso.
La avalancha alemana dejó a nuestro país aniquilado.
Para el noventa y nueve por ciento de belgas y franceses, la
guerra había concluido en 1940; la supremacía del Reich era un hecho; el
régimen democrático y financiero, por su parte, dióse prisa por adaptarse a
ella cuanto antes.
Los mismos que en 1939 insultaban a Hitler, forcejearon por
postrarse antes que nadie a los pies del vencedor de 1940. Jefes de los grandes
partidos de izquierda, magnates de las finanzas, propietarios de los
principales periódicos, ministros masones de Estado, ex gobernantes: todos
mendigaron, haciendo proposiciones, suplicando una sonrisa, una posibilidad de
colaboración.
¿Ibase a dejar el campo libre a aquellos fantasmones
desacreditados de los viejos partidos, a los «gansgters» de una hacienda que no
reconoce más Patria que el oro, a siniestros piratas sin talento, sin dignidad,
dispuestos a las más bajas faenas de servidumbre con tal de satisfacer su
ambición o su codicia?
El problema no sólo era dramático; imponíase apremiante.
Casi todos los observadores consideraban a los alemanes como
vencedores absolutos. Urgía, pues, decidirse. ¿Éranos lícito, por miedo a las
responsabilidades, abandonar nuestro país a la corriente?
Durante varias semanas lo estuve meditando, y sólo tras
solicitar y obtener en altas esferas un parecer completamente favorable me
decidí a permitir la reaparición del periódico del movimiento rexista, «Le Pays
Réel».
La colaboración belga, iniciada por nosotros a fines de
1940, desarrollábase no obstante en un ambiente difícil. Las autoridades
alemanas de ocupación sentían mayor inclinación por las fuerzas capitalistas
que por las idealistas. Además, nadie penetraba con exactitud los designios del
Reich.
Con valor digno de encomio, el rey de los belgas, Leopoldo
III, quiso enterarse y saber a qué atenerse. Pidió que Hitler le recibiera, y
le fué concedida la audiencia. Pero, pese a toda su buena voluntad, volvió de
Berchtesgaden sin lograr nada.
Resultaba evidente que nuestro país tendría que aguardar
hasta la paz. Pero, ¿no sería entonces demasiado tarde? Antes de que
concluyeran las hostilidades era menester ganarse el derecho de negociar
eficazmente y de hablar con dignidad en nombre de un pueblo noble y antiguo.
Pero, ¿cómo llegar a tratar sobre semejantes bases?
La colaboración dentro del país no era más que un continuo
roer, un cerco lento, una lucha de influencias cotidiana y abrumadora contra
subalternillos cualesquiera. Aquella labor no sólo no conferiría prestigio a
quien cargase con ella, sino que incluso lo desacreditaría.
No quise caer en la trampa. Yo buscaba y aguardaba algo
distinto. Y eso se produjo súbitamente: la guerra de 1941 contra los Soviets.
Surgió entonces la ocasión única de ganarnos el respeto del
Reich, a fuerza de combates, de sufrimientos y de gloria.
En 1940 éramos los vencidos ; nuestro Rey, un rey
prisionero.
De repente, en 1941, ofrecíasenos la posibilidad de
convertirnos en compañeros de los vencedores, iguales a ellos. Todo dependía de
nuestro valor. Había llegado, por fin, la ocasión de conquistar el prestigio
que, en el día de la reorganización de Europa, nos autorizaría a hablar con la
frente alta, en nombre de nuestros héroes, de nuestros muertos, del pueblo que
ofreciera su sangre.
Corriendo al combate en las estepas del Este hemos querido,
claro está, cumplir con nuestro deber de europeos y de cristianos. Pero — lo
decimos sin remilgo, y desde el primer día lo hemos proclamado escuetamente —
hemos ofrendado ante todo nuestras juventudes para garantizar el porvenir de
nuestro país en el seno de una Europa redimida. Por ese país es por quien, en
primer lugar, han caído varios millares de camaradas nuestros. Por él, miles de
hombres lucharon, lucharon durante cuatro años, sufrieron durante cuatro años,
sostenidos por esa esperanza, impulsados por esa voluntad, alentados por la
seguridad de que iban a alcanzar la meta.
El Reich perdió la guerra.
Pero hubiera podido ganarla.
Hasta 1945 la victoria de Hitler fué posible.
Tengo la seguridad de que, de haber vencido, Hitler habría
reconocido a nuestro pueblo el derecho a vivir y a ser grande, derecho que para
él fueron mereciendo, poco a poco, duramente, nuestros miles de voluntarios.
Dos años enteros de luchas épicas fueron menester para
forzar la atención del Reich. En 1941, la Legión belga antibolchevique
«Valonia» pasó inadvertida. Nuestros hombres multiplicaron los actos de valor,
expusieron cien veces su vida antes de encumbrar el nombre de su país en los
aires de la leyenda, y, en 1943, nuestra Legión de voluntarios era célebre en
todo el frente del Este por su idealismo e intrepidez. En 1944, cuando la
odisea de Tcherkassy, alcanzó la cima de la fama. El pueblo alemán, más que
cualquier otro pueblo, es sensible a la gloria de las armas. Nuestra posición
ante el Reich se reveló única, incomparablemente superior a la de los demás
países ocupados.
En dos ocasiones aquel año vi largamente a Hitler; visita de
soldado, pero que me reveló inequívocamente que teníamos ganada la partida.
Estrechándome con fuerza la mano en sus dos manos, al despedirse de mí, Hitler
me dijo, con vibrante afecto: «Si tuviera un hijo, querría que fuera como
usted.» ¿ Cómo me habría rehusado luego para mi Patria el derecho de vivir
dignamente? El sueño de nuestros voluntarios era realidad: en el caso de una
victoria alemana, habían asegurado rotundamente la resurrección y la grandeza
de su pueblo.
La victoria aliada ha inutilizado de momento aquel terrible esfuerzo
de cuatro años de combate, el sacrificio de los caídos y el calvario de los
supervivientes.
El mundo se ceba hoy en los vencidos; condena a muerte a
nuestros soldados, a los heridos y a los mutilados, o bien los acorrala en
campos y prisiones infames. Nada respeta, ni el honor del combatiente, ni a
nuestros padres, ni nuestros hogares.
Pero la desgracia no nos arredra.
Nunca fué vana la grandeza; las virtudes templadas en el
dolor y en el sacrificio pueden más que el odio y la muerte; tarde o temprano
resplandecerán, igual que el sol que surge de las profundidades de la noche.
Y, en el porvenir, tal rehabilitación no bastará. Los
hombres no sólo se inclinarán ante el heroísmo de los soldados del frente
oriental de la segunda gran guerra; dirán, además, que éstos estaban en lo
cierto; que tenían doblemente razón: negativamente, ya que el bolchevismo
representa el fin de cualquier valor; positivamente, puesto que la Euro^. unida
por quien luchaban constituía la única — quizá la última — posibilidad de sobrevivir
para un viejo continente maravilloso, solar de la dulzura y del fervor humanos,
pero mutilado, partido, triturado hasta la agonía.
Amanecerá el día en que lamentarán amargamente la derrota,
en 1945, de aquellos paladines constructores de Europa.
Mientras tanto, contemos con términos veraces lo que fué su
epopeya, cómo padecieron sus cuerpos, cómo sus corazones se entregaron.
A través de la gesta de los voluntarios belgas — una unidad
entre centenares de unidades — es el frente todo de Rusia el que surgirá, en
los luminosos días de las grandes victorias, en los días más emocionantes aún
de las grandes derrotas, impuestas por la materia, pero recusadas por la
voluntad.
Unos hombres vivieron en las inacabables estepas lejanas.
Lector, amigo o enemigo, contémplalos; porque estamos en una época en que es
preciso buscar mucho para dar con verdaderos hombres, y éstos, verás, lo eran
hasta la medula.
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