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Pasta blanda
Erich Kempka, el hombre que durante trece años cargados de
historia manejó el volante del coche personal de Hitler, es un testigo
realmente excepcional. Es también uno de los contados supervivientes del acto
final de la tragedia del III Reich y asistió a la representación del mismo
entre las ruinas humeantes de la Nueva Cancillería. Allí presenció, muy de
cerca, y casi íntegramente, el fin de Hitler, es decir, un episodio que ya es
puro recuerdo histórico y al que, sea cual sea el juicio que en definitiva
puedan merecer sus protagonistas, no cabe negar un contenido de dramática
grandeza.
Pero, pese a su tema, el libro de Kempka carece de toda
pretensión épica. Es lo que debe ser, de acuerdo con la personalidad de su
autor – el libro de un hombre sencillo - que participó en grandes
acontecimientos, supo observarlos serenamente y, llegado el caso, estuvo a la
altura de los mismos en actitud tan sobria como viril.
En las págnas del libro de Kempka late una de las más altas
virtudes humanas: la lealtad. No intenta enjuiciar los actos del que fue su
jefe y amigo ni toma posición ante lo que no ha visto. Rinde tributo al hombre,
pero se abstiene de juzgar la figura histórica, pues, con una modestia que más
de uno podría aprender de él, sabe que no es él el más indicado para hacerlo.
Sabe, y si no lo sabe lo intuye, que los juicios de este calibre corresponden a
la Historia; y ésta no los establece hasta que ha crecido la hierba sobre todos
los actores y, después, procede haciendo sentar en el mismo banquillo a los
«malos» y a los «buenos», a los vencidos y a los vencedores de la circunstancia
enjuiciada.
En todo caso, el libro de Kempka cumple un deber para con la
posteridad relatando los hechos tal cual los vió. Su relato contribuye también
a poner fin a la leyenda infundada de un Hitler fugitivo y errante.
De todos modos, poco importa que se siga fantaseando. Lo
cierto es que Erich Kempka es el único hombre hoy accesible que, refiriéndose a
aquellos días trágicos de 1945, tiene derecho a decir: «Yo estuve allí y esto
he visto».
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Erich Kempka, el hombre que durante trece años cargados de
historia manejó el volante del coche personal de Hitler, es un testigo
realmente excepcional. Es también uno de
los contados supervivientes del acto final de la tragedia del III Reich y
asistió a la representación del mismo entre las ruinas humeantes de la Nueva
Cancillería. Allí presenció, muy de cerca, y casi íntegramente, el fin de
Hitler, es decir, un episodio que ya es puro recuerdo histórico y al que, sea
cual sea el juicio que en definitiva puedan merecer sus protagonistas, no cabe
negar un contenido de dramática grandeza.
Si bien se mira, Hitler no podía caer vivo en manos de sus
enemigos. En una ocasión, Musolini dijo que él no estaba dispuesto a permitir
que se le exhibiese dentro de una jaula, a dólar la entrada. Hitler pensaba lo
mismo y obró en consecuencia, recordando sin duda que uno de los espectáculos
más miserables que nos ofrece la Historia es el de Napoleón recluido en Santa
Helena y sometido a las mezquindades rencorosas del mediocre Hudson Lowe.
Como católicos, tenemos que condenar el suicidio y lo
hacemos sin reservas. No obstante, hay que confesar que la muerte de Adolfo
Hitler, entre los escombros del imperio por él creado, remata la tragedia de la
Gran Alemania dentro de una línea del más depurado y riguroso clasicismo. Una
tragedia que, por lo demás, se ajustó estrictamente a los cánones dramáticos,
puesto que hubo en ella un héroe, una culpa y una catástrofe expiatoria.
Pero, pese a su tema, el libro de Kempka carece de toda
pretensión épica. Es lo que debe ser, de acuerdo con la personalidad de su
autor – el libro de un hombre sencillo - que, por azar más que por la fuerza de
su voluntad, participó en grandes acontecimientos, supo observarlos serenamente
y, llegado el caso, estuvo a la altura de los mismos en actitud tan sobria como
viril.
Hijo de un minero, y mecánico él mismo de profesión, Kempka
aparece en su libro como un testigo sin grandes complicaciones intelectuales y
no trata de hacer literatura en ningún momento. Cuenta lo que vio dentro de su
papel subalterno y las páginas por él escritas rebosan sencillez, y veracidad.
Pero también late en ellas una de las más altas virtudes humanas: la lealtad.
No intenta enjuiciar los actos del que fue su jefe y amigo ni toma posición
ante lo que no ha visto. Rinde tributo al hombre, pero se abstiene de juzgar
la figura histórica, pues, con una modestia que más de uno podría aprender de
él, sabe que no es él el más indicado para hacerlo. Sabe, y si no lo sabe lo
intuye, que los juicios de este calibre corresponden a la Historia; y ésta no
los establece hasta que ha crecido la hierba sobre todos los actores y,
después, procede haciendo sentar en el mismo banquillo a los «malos» y a los
«buenos», a los vencidos y a los vencedores de la circunstancia enjuiciada.
En todo caso, el libro de Kempka cumple un deber para con la
posteridad. Relata hechos, a veces de escasa monta, pero que habrán de ser
tenidos en cuenta al estudiar la personalidad del tan discutido Canciller del
III Reich y las de algunos de sus seguidores y, sobre todo, contribuye a poner
fin a la leyenda infundada de un Hitler fugitivo y errante. Decimos que
contribuye y no que lo logre definitivamente, y no nos faltan razones para
ello, porque los hombres de todos los tiempos suelen preferir la ficción a la
realidad y más gustan de un falso Demetrio, vivo que de un Demetrio auténtico,
pero muerto, enterrado.
De todos modos, poco importa que se siga fantaseando. Lo
cierto es que Erich Kempka es el único hombre hoy accesible que, refiriéndose a
aquellos días trágicos de 1945, tiene derecho a decir: «Yo estuve allí y esto
he visto».
EL EDITOR
PROLOGO DEL EDITOR ALEMAN
«Adolfo Hitler ha sido identificado en una estancia
solitaria, en la Argentina.»
«El Führer consiguió huir en 1945 a Insulindia a bordo de un
submarino.»
Según noticias que todavía no han sido confirmadas, un
aristócrata español franquista oculta al ex Canciller del Reich, Hitler, en un
viejo castillo no lejos de Sevilla.»
«Un diario de Bombay afirma que el ex Canciller alemán vive
en un monasterio lamaísta del Tíbet.»
Noticias como las que anteceden aparecen todavía,
constantemente, en la Prensa del Nuevo y del Viejo Mundo, y lo mismo que,
todavía ahora, hay árabes que sueñan con un retorno de Mahoma para crear un
gran imperio musulmán, en colaboración con el Gran Mufti de Jerusalén, son
millares los que aún alimentan en Alemania la ilusión de una nueva leyenda del
Kyffhäuser» (1).
La muerte de Hitler sigue envuelta en el misterio, pese a
todo lo que sobre ella se ha publicado, y esto supone un peligro indudable,
especialmente para la paz del pueblo alemán.
Por tal razón, nos hemos decidido a conceder el uso de la
palabra a uno de los pocos supervivientes del círculo íntimo de Adolfo Hitler,
al único quizás que, desde un punto de vista histórico tiene derecho a
aclarar el misterio.
Contrariamente a lo que sucede con todas las demás
personalidades que rodeaban al ex Canciller y estaban en contacto directo con
él, Erich Kempka es totalmente apolítico. Durante años, desempeñó el cargo
lleno de responsabilidad de conductor personal y acompañante permanente de
Adolfo Hitler y, al mismo tiempo, llenó ‑dentro de su especialidad
profesional ‑ una función directora
que ya de por sí exigía un alto grado de
competencia. El «Parque Móvil del Führer y Canciller del Reich» comprendía unos
cuatrocientos hombres y ciento veinte vehículos. Como jefe del mismo, Kempka
detentaba el grado de «Obersturmbannführer» de las Waffen‑SS
(2).
Es un hecho históricamente probado ‑y
corroborado en el «Proceso de Nuremberg» que Erich Kempka, junto con el ayudante personal de Hitler el
«SS‑Sturmbannführer» (3) Günsche, incineró los cadáveres de Adolfo Hitler y su
mujer.
El manuscrito original que nos ha sido presentado por Kempka
se basa en anotaciones realizadas en su diario durante los años de su servicio.
Evita todo juicio personal en relación con los actos políticos y las decisiones
del «Jefe», pero, por esto mismo, esta editorial estima que el relato, hecho
por Kempka y que ahora sale a la luz pública tiene un valor documental muy
superior a otras manifestaciones de personalidades políticas que juzgan los
acontecimientos históricos de un modo unilateral, de acuerdo con su propia
actitud partidista.
Tan sólo la posteridad podrá valorar con justicia el
contenido trágico de Alemania en su ligación a la persona de Adolfo Hitler.
Pero, ya hoy cabe afirmar que el pueblo alemán tiene derecho a saber cómo se
extinguió en aquellos días del asalto rojo contra Berlín la vida del hombre que
tan decisiva influencia ha ejercido sobre el destino de Alemania.
Según parece, el "Sturmbannführer" Günsche
sigue en poder de los rusos y, por lo
tanto, sólo Erich Kempka tiene derecho a hablar de un modo plenamente
responsable
DECLARACION JURADA
El día 17 de agosto de 1950 comparecí ante el Notario Hans
Bauer, suplente oficialmente designado del Notario Doctor Walter Bader de
Munich ‑Notaría Munich V ‑,
en sus oficinas de Karlsplatz, 10/I Munich 2, y presté la
siguiente declaración jurada, registrada
con el número UR N.º 7715.
Después de ser debidamente informado sobre el significado de
una declaración jurada notarial manifesté lo siguiente:
“He escrito un libro titulado “Yo quemé a Hitler”.
“He descrito los acontecimientos relatados en dicho libro
ajustándome sinceramente a los mismos.
“No he omitido nada ni nada he añadido, sino que he relatado
los hechos históricos tal y como yo mismo los he vivido.
Erich Kempka.
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