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Según el Honorable Winston Churchill, la primera víctima de
la guerra es la verdad. Difícil resulta discutir la justeza de esta afirmación
del viejo león británico. En el curso de todos los conflictos bélicos del
último siglo y del presente, la propaganda basada en atrocidades, reales o
supuestas, del adversario, ha entrado a formar parte del arsenal ideológico,
cada vez más indispensable para la obtención de la victoria total.
En el curso de la Primera Guerra Mundial, los Aliados, que
monopolizaban casi por entero las agencias de noticias en todo el mundo,
acusaron a Alemania de las mayores barbaridades. La propaganda sobre las
atrocidades se convirtió en manos de hombres inteligentes pero desprovistos de
escrúpulos, en una ciencia exacta. Increíbles historias de la barbarie
germánica en Francia y Bélgica crearon el fraude de una excepcional bestialidad
de los alemanes; fraude que continúa coloreando la mente de muchas personas en
la actualidad. Los alemanes —se informó gravemente al mundo— se divertían
arrojando al aire a los bebés belgas y ensartándolos con sus bayonetas al caer;
también cortaban las manos de las enfermeras de la Cruz Roja. La prensa y la
radio anglosajonas anunciaron la crucifixión de prisioneros canadienses. Aunque
tal vez, la noticia más repulsiva y ampliamente puesta en circulación se
refería a una fábrica para el aprovechamiento de cadáveres, en la cual, los
cuerpos de los soldados, tanto alemanes como aliados, muertos en combate, eran
fundidos para aprovechar la grasa y otros productos útiles al esfuerzo de la
guerra de los Imperios Centrales. El hecho de que Arthur Ponsonby, eminente
historiador y político británico, demoliera la fábula, no impidió al fiscal
soviético en el Proceso de Núremberg de acusar otra vez a Alemania de haber
montado una fábrica de jabón hecho con grasa humana, en Danzig, en 1942…
Sin embargo, el ministro británico de Asuntos Exteriores
presentó públicamente excusas ante la Cámara de los Comunes por todos los
ataques al honor de Alemania, reconociendo explícitamente que se trataba de
propaganda de guerra.
Ahora bien, una confesión de ese talante no se ha hecho tras
la Segunda Guerra Mundial. Al contrario, en vez de difuminarse con el paso del
tiempo, la propaganda sobre las atrocidades alemanas y, de manera especial, la
manera como fueron tratados los judíos europeos durante la ocupación de buena
parte del Continente por las tropas de la Wehrmacht, ha ido en aumento. Hoy en
día, en la televisión aparecen aún docenas de films sobre los campos de
concentración. La literatura concentracionaria, a los sesenta y cinco años de
finalizada la tragedia, continúa lanzando nuevas ediciones al mercado,
martilleando retinas y cerebros de las gentes con una cifra horrorosa:
6.000.000 de judíos “gaseados” por los alemanes. Sería el mayor genocidio de la
Historia, perpetrado con increíble brutalidad en la tierra que vio nacer a Kant
y a Beethoven, a Goethe y a Schiller.
Muchos escritores e historiadores han puesto en duda, o han
negado resueltamente, la realidad del llamado Holocausto. En las páginas que
siguen creemos haber demostrado de manera irrefutable que éstos tienen razón y
que el hecho de pretender sostener, hoy en día, que entre 1939 y 1945 seis
millones de judíos fueron exterminados, a consecuencia de una política oficial
de las autoridades alemanas es una acusación cuyo único fundamento son sus
móviles políticos.
En las páginas que siguen se revela, no solo la falsedad de
la imputación de que seis millones de judíos fueron exterminados por los nazis,
sino los motivos que hay para que poderosas fuerzas internacionales estén
desesperadamente interesadas en la persistencia de ese fraude.
Editorial: Ojeda; Idioma: español; Encuadernación: tapa blanda; Formato: 17x25cms.; 392 páginas; ISBN: 978-84-86041-95-3; Año ed. 2012;
6ª edición; Ilustrado B/N – 64 páginas; Peso: 550gr.
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