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A pesar de las innumerables páginas que se han escrito sobre
Hitler y el régimen nazi, el gran historiador inglés David Irving, autor de uno
de los libros más completos sobre el dictador alemán y la segunda gran guerra
—La guerra de Hitler—, aporta aquí una impresionante documentación, a menudo
inédita, que matiza en aspectos capitales todo lo que se sabía hasta ahora
acerca de la cuestión. Según Irving, que contradice así la creencia más
generalizada, Hitler fue un dictador que estaba muy lejos de la supuesta
omnipotencia que se le atribuía, y aunque sus objetivos eran inflexibles, con
frecuencia se comportaba como un oportunista y fracasó en su intento de
controlar a muchos generales incompetentes y en conseguir la unión de su
partido. En un relato muy bien escrito, implacablemente riguroso en los datos
que aporta y de lectura amenísima, David Irving deshace muchos mitos sobre la
Alemania nazi, y de una forma desapasionada y serena, fundándose en pruebas
documentales que nadie había utilizado antes que él, da una visión sorprendente
y ajustadísima de uno de los períodos más importantes de la historia
contemporánea, 1933-1939, el que condujo a la tragedia de la segunda guerra
mundial.
PROLOGO DEL EDITOR ALEMÁN
«A los historiadores se les ha otorgado un poder del que ni
siquiera gozan los dioses: cambiar los hechos ya sucedidos.»
Tuve muy presente la aguda ironía de esta frase cuando me
embarqué en el estudio de los doce años de poder absoluto que detentó Adolf
Hitler. Consideré mi tarea como la de un encargado de limpiar la piedra de una
fachada, pero no tanto para realizar una apreciación arquitectónica, como para
quitar la suciedad acumulada por los años y reavivar los colores de un
monumento lúgubre y silencioso. Me dispuse a estudiar la historia copio si me
encontrara sentado en el escritorio del Führer tratando de verlo todo con sus
ojos. Este método limita forzosamente el campo de visión, pero sirve de gran
ayuda para explicar unas decisiones que de otro modo resultan inexplicables.
Que yo supiera entonces, yo era el primero en intentar algo parecído y creí que
el esfuerzo valía la pena; después de todo, la guerra de Hitler dejó cuarenta
millones de muertos y fue la causa de que toda Europa y la mitad de Asia
quedaran devastadas por el fuego y las bombas; también destruyó el «Tercer
Reich» de Hitler, provocó la ruina económica de Gran Bretaña e hizo que ésta
perdiera su imperio: dejó al mundo sumido en unos problemas que iban a durar
mucho tiempo, vio cómo se atrincheraba el comunismo en un continente y cómo no
tardaba en aparecer en otro.
En libros anteriores, preferí acudir a las fuentes
originarias de la época antes que a toda la literatura publicada sobre el tema,
va que ésta contenía demasiadas trampas para el historiador. Ingenuamente
supuse que podía aplicar esta misma técnica al estudio de Hitler sin necesitar
para ello más de cinco años. La verdad es que tuvieron que pasar trece años
antes de que el primer libro, La guerra de Hitler, se publicara en 1977; y aún
ahora, doce años después, sigo trabajando en los índices y añadiendo documentos
a mis archivos. Recuerdo que en 1956 tuve que ir hasta los muelles de Tilbury
para recoger una caja con microfilmes que había solicitado al gobierno de los
Estados Unidos para este estudio. Cuando llegué, supe que el barco que había
traído la caja llevaba mucho tiempo en el desguace, y que el arsenal donde
debía encontrarse estaba al nivel de la tierra. Mucho me temo que hice aquel
viaje con demasiada calma. Sin embargo, espero que esta biografía, ahora
actualizada y revisada, sobreviva a sus rivales, y que en el futuro haya cada
vez más escritores que se vean en la necesidad de consultarla en busca de
materiales inexistentes en las demás biografías. Después de viajar por el
mundo, he descubierto que este libro ha provocado una división radical en el
seno de la comunidad de historiadores universitarios, especialmente en el
controvertido tema del «holocausto». Solamente en Australia, los estudiantes de
las universidades de Nueva Gales del Sur y de Australia Occidental me han
contado que allí se les recrimina con dureza si citan La guerra de Hitler; en
las universidades de Wollongton y de Camberra, en cambio, los estudiantes son
reprendidos si no lo hacen. Esta biografía es lectura obligatoria para
oficiales de academias militares que van desde West Point, Nueva York, y
Carlisle, Pennsylvania; ha merecido el elogio de muchos experlos al otro la-do
del Telón de Acero, así como de los que se sitúan en la extrema derecha.
Yo, por ser el autor, he visto mi casa hecha pedazos por
unos desalmados, han aterrorizado a mi familia, he sufrido la calumnia, han
atentado contra mis impresores y yo mismo he sido detenido y deportado por la
minúscula y democrática Austria en un acto ilegal, según sentencia de sus
propios tribunales, por el que espero se juzgará a los responsables del
ministerio. En una ocasión, un redactor de la revista Time con quien me
encontraba cenando en Nueva York en 1988, me hizo la siguiente observación:
«Antes de venir a verle, he leído en los archivos todo lo que la prensa ha
dicho sobre usted. Hasta la aparición de La guerra de Hitler gozó usted de
todos los elogios del mundo y era muy estimado por los medios de comunicación;
después de publicar su libro le han hundido a usted en el fango.»
No quiero disculparme por haber modificado el retrato ya
existente del hombre en cuestión. He procurado concederle la misma oportunidad
de defenderse que hubiera tenido en un tribunal inglés, donde se recurre a
las reglas normales de las pruebas, pero
donde también se deja un lugar para la intuición. No han faltado muchos
escépticos que han preguntado si la excesiva dependencia de las fuentes
personales, con su inevitable subjetividad, tiene alguna ventaja como método de
investigación sobre los sistemas más tradicionales de búsqueda de información.
Mi respuesta es que tampoco podemos rechazar el valor indudable de las fuentes
personales. Como observó el Washington Post después de analizar la primera
edición de 1977, «los historiadores ingleses siempre han sido más objetivos que
sus colegas ale-manes y norteamericanos en lo referente a Hitler».
Las conclusiones a las que llegué al terminar el manuscrito
fueron sorprendentes incluso para mí. Hitler fue un Führer mucho más
todopoderoso de lo que siempre se había creído, y el apoyo que obtuvo de sus
subordinados se fue debilitando a medida que pasaban los años. Hubo tres
episodios – las consecuencias del caso Ernst Röhm el 30 de junio de 1934, el
asesinato de Dollfuss un mes más tarde, y los atropellos antisemitas de
noviembre de 1938 – que demuestran cómo su poder se vio determinado por el de
otros hombres con los que, de una forma u otra, se sentía en deuda. Presento la
imagen de un Hitler manteniendo siempre intacta la ambición que le había guiado
desde el período de preguerra, pero también muy oportunista en sus tácticas y
métodos. Hitler estaba firmemente convencido de que no había que dejar pasar
ninguna oportunidad. «Veréis pasar a la diosa Foriuna un solo instante –
exclamó ante sus ayudantes en 1938 – y si en ese momento no la agarráis, no
volveréis a tener una segunda oportunidad.» Buena muestra de ello fue el modo
en que se aprovechó del doble escándalo de enero de 1938 para deshacerse del
comandante en jefe del ejército, Werner von Fritsch, por sus ideas demasiado
conservadoras, y así erigirse en su propio jefe supremo.
Sus ambiciones geográficas fueron siempre las mismas, y
ninguna de ellas iba en contra de Gran Bretaña ni de su imperio, como
demuestran claramente todos los documentos capturados sobre el tema. Sin duda
alguna, Hitler no construyó los aviones y los barcos de guerra apropiados para
llevar a cabo una campaña continuada contra las islas británicas; además,
algunos pequeños indicios, como las instrucciones que dio a Fritz Todt para
levantar grandes monumentos en las fronteras occidentales del Reich, inclinan a
pensar que para Hitler estas fronteras iban a ser permanentes. También hay
pruebas evidentes sobre sus planes de invasión del este: las palabras que
pronunció en secreto en febrero de 1933, su memorial de agosto de 1936, sus
instrucciones para fortificar Pillau como base naval del Báltico en junio de
1937 y los comentarios que hizo a Mussolini en mayo de 1938 acerca de que
«Alemania se precipitará hacia el este por el antiguo camino teutónico». No fue
hasta finales de aquel mismo mes cuando Hitler se acabó convenciendo de que había
muy pocas probabilidades de que Gran Bretaña y Francia se mantuvieran al margen
de todo.
Estos últimos años previos a la guerra vieron crecer la
confianza de Hitler en las técnicas de guerra sicológica. El principio no era
ninguna novedad, y el mismo Napoleón lo había definido de la siguiente forma:
«En caso de guerra, la reputación de las armas de que uno dispone es tan
importante como las armas en sí.» He querido ilustrar lo avanzados que estaban
los nazis en estas técnicas propias de la «guerra fría» sirviéndome de los
documentos del Ministerio de Propaganda y de algunas oficinas editoriales.
Sobre este tema, he puesto especial énfasis en las fuentes de información del
servicio secreto de Hitler en el extranjero. La agencia encargada de descifrar códigos
y de realizar escuchas telefónicas, la Forschungsamt, destruyó sus archivos en
1945, pero a ella se deben muchos de los éxitos de Hitler. La agencia podía
escuchar los teléfonos de los diplomáticos extranjeros en Berlín; por ejemplo,
proporcionaba a Hitler cada hora transcripciones de las fuertes e imprudentes
conversaciones telefónicas entre una Praga en orden de batalla y los
diplomáticos checos de Londres y París en septiembre de 1938. Desde el periodo
de Munich hasta la declaración de guerra con Gran Bretaña, Hitler era capaz de
saber casi al instante cómo reaccionaban sus enemigos ante cualquier
estratagema nazi, por lo que antes del 22 de agosto de 1939 debió de llegar a
la certera conclusión de que las potencias occidentales no lucharían aunque le
declararan formalmente la guerra; por lo menos, no en un principio.
Los años de guerra demostraron que Hitler era un jefe
militar fuerte e implacable, y se puede ver su inspiración detrás de grandes
victorias como la
batalla de Francia, en mayo de 1940, y la batalla de
Kharkov, en mayo de 1942; el mismo mariscal Zhukov admitió más tarde en privado
que la estrategia llevada a cabo por Hitler en 1941 – sin pensar en el asalto
sobre Moscú realizado por el Estado Mayor general – era indudablemente correcto.
Pero al mismo tiempo, Hitler se convirtió en un dirigente más o menos político,
descuidado e indeciso, que dejaba paralizados muchos asuntos de estado. Aunque
a menudo se mostraba brutal e insensible, no tenía la habilidad de ser
despiadado cuando más falta hacía. Se negó a bombardear Londres hasta que
Churchill le forzó a tomar esa decisión a finales de agosto de 1940. Se
resistió a imponer el criterio de la movilización total de la «raza dominante»
alemana hasta que ya fue demasiado tarde, de modo que mientras las fábricas de
municiones pedían mano de obra a gritos, las ociosas amas de casa de Alemania
seguían empleando a medio millón de sirvientes en sus casas para quitar el
polvo y sacar brillo a sus muebles. A veces, la indecisión militar de Hitler se
dejó ver de forma patente, sobre todo cuando se dejaba dominar por el miedo en
épocas de crisis, como la batalla de Narvik en 1940. Estuvo demasiado tiempo
tomando medidas del todo inútiles contra sus enemigos dentro de Alemania, y
parece que fue incapaz de actuar con eficacia contra la fuerte oposición que
habla en el seno de su propio alto mando. De hecho, tuvo que sufrir la
incompetencia de ministros y generales más tiempo que los dirigentes aliados.
Fracasó en su intento de unir a las facciones contrarias del partido y de la
Wehrmacht en la lucha por una causa común, y se vio incapaz de sofocar el odio
feroz que el Ministerio de la Guerra (OKH) sentía por el Alto Mando de la
Wehrmacht (OKW).
Creo demostrar en este libro que cuanto más se recluyó
Hitler tras las alambradas y los campos de minas de su aislado refugio militar,
más se convirtió Alemania en un Führer-Staat sin Führer. La política interior
estaba en manos de quien fuera más fuerte en su sector: de Hermann Göring a la
cabeza de la poderosa oficina de economía encargada del plan cuatrienal; de
Hans Lammers como jefe de la Cancillería del Reich; de Martin Bormann, el jefe
del partido nazi; o de Heinrich Himmler, ministro del Interior y Reichsführer
de las SS, de pésima fama.
Hitler fue siempre un problema, una verdadera incógnita
incluso para sus consejeros más íntimos. Joachim Ribbentrop, su ministro de
Asuntos Exteriores, escribió en su celda de Nuremberg en 1945:
«Conocí más de cerca a Adolf Hitler en 1933. Pero si hoy me
preguntan si llegué a conocerle bien – su manera de pensar como político y
hombre de Estado, la clase de hombre que era – no tendré más remedio que
confesar que sé muy poco de él; en realidad, no sé nada. La verdad es que,
aunque pasamos muchas cosas juntos, durante todos los años que trabajé con él
no conseguí acortar la distancia que había entre los dos desde el día en que le
conocí, ni en el aspecto personal ni en ningún otro.»
La absoluta complejidad de aquel carácter queda de relieve
si se compara la brutalidad que mostraba en algunos aspectos con su casi
ridículo sentimentalismo y su terca fidelidad a unos convencionalismos
militares que otros habían abandonado hacía ya mucho tiempo. Le vemos ordenando
a sangre fría la ejecución de un centenar de rehenes por cada soldado alemán
muerto en zona ocupada; le vemos disponiendo la matanza de los oficiales
italianos que volvieron sus armas contra las tropas alemanas en 1943; también
le vemos ordenando la liquidación de los comisarios del Ejército Rojo, de las
tropas de los comandos aliados, y de las tripulaciones de la aviación aliada
capturadas por los alemanes; y en 1942 anunció el exterminio de la población
masculina de Stalingrado y Leningrado. Justificó todas estas órdenes como
necesidades impuestas por la guerra. Sin embargo, ese mismo Hitler se quejó con
indignación, ya en la última semana de su vida, de que los tanques soviéticos
enarbolaran la esvástica nazi en el transcurso de la lucha por las calles de
Berlín, y prohibió terminantemente a la Wehrmacht que infringiera las normas de
guerra concernientes a las banderas. Se opuso a todos los intentos de
utilización de gases venenosos porque habría violado la Convención de Ginebra;
en aquel tiempo, Alemania era el único país que disponía de los gases letales
Sarín y Tabún con los que, en potencia, se podía ganar la guerra. En una época
en la que los gobernantes de las democracias han ideado o perdonado el
asesinato, con o sin éxito, de personas molestas – como el general Sikorski, el
almirante Darlan, el mariscal de campo Rommel, el rey Boris de Bulgaria, Fidel
Castro, Patricio Lubumba y Salvador
Allende – descubrimos que Hitler, el dictador con menos
escrúpulos del mundo, además de negarse a recurrir al asesinato de sus enemigos
extranjeros, prohibió terminantemente a su Abwehr (Servicio de Información) que
lo intentara. Concretamente, rechazó los planes del almirante Canaris para
asesinar al Estado Mayor del Ejército Rojo.
El mayor problema que nos plantea dar un tratamiento
analítico a la figura de Hitler, es la aversión que nos produce después de
muchos años de propaganda bélica, y después de toda la emotiva historiografía
de la posguerra. Cuando yo empecé a abordar el tema, tenía un sentimiento muy
cercano a la neutralidad. Mis impresiones de la guerra se limitaban a fugaces
recuerdos, lo mismo que instantáneas: meriendas en el campo, en el verano de
1940, alrededor de un bombardero Heinkel derribado en Bluebell Woods; la nota
infernal, como de órgano, de las bombas volantes V-1 pasando por encima de
nuestras cabezas; las tristes filas de camiones del ejército pasando con sus
rugidos por delante de nuestra casa de campo; la cuenta diaria de las ausencias
en los escuadrones de bombarderos norteamericanos que volvían de forma
desordenada de Alemania; los saludos a los barcos con tropas que en junio de
1944 partieron de la playa de Southsea en dirección a Normandía; y, por
supuesto, el día mismo de la victoria en Europa, con el fuego de las hogueras y
el sonido del gong familiar. Sabíamos muy poco de los alemanes «responsables»
de todo aquello. Aún recuerdo la sección «Ferrier’s World Searchlight» de la
revista Everybody, desaparecida hace ya mucho tiempo, con las caricaturas semanales
de un enano zompo llamado Goebbels y de otros cómicos héroes nazis.
Desde entonces, las caricaturas han arruinado la
historiografía moderna. Ante el fenómeno del mismo Hitler, los historiadores
son incapaces de comprender que era una persona normal y corriente, que daba
paseos, que hablaba, que pesaba alrededor de setenta kilos, que tenía el
cabello entrecano, casi todos los dientes postizos, y que sufría graves
problemas digestivos. Para ellos Hitler es la encarnación del demonio, y así
tiene que ser; sobre todo, por los sacrificios que tuvimos que hacer para
destruirle.
El proceso de ridiculización tuvo en los juicios de
Nüremberg por crímenes de guerra una forma más respetable. A partir de
entonces, la historia
se ha deformado por los métodos de la acusación consistentes
en la selección de los cargos, en su posterior publicación en volúmenes
perfectamente clasificados e impresos con esmero, y en la destrucción de
cualquier documento que pudiera comprometer el esfuerzo de la acusación. En los
juicios de Nüremberg, la culpa de todo lo sucedido pasó del general al
ministro, del ministro al dirigente del partido, y de todos ellos, de forma
invariable, a Hitler. Las leyendas prosperaron bajo el sistema de editores y
periódicos «con licencia» impuesto por los vencedores en la Alemania de la
posguerra. Ningún relato era demasiado absurdo para gozar de crédito en los
libros de historia y en las memorias.
Entre estos autores entregados a la inventiva, el Estado
Mayor general alemán ocupa un lugar de honor. Sin Hitler, eran muy pocos los
que hubieran pasado del grado de coronel; a él le debían sus puestos, sus
medallas, sus propiedades, sus ingresos; y, muy a menudo, también sus
victorias. Después de la guerra, aquellos que sobrevivieron – debido en muchas ocasiones
a que se prescindió de sus servicios, quedando, en consecuencia, lejos de los
peligros del campo de batalla – hicieron cuanto pudieron por desviar sus culpas
alegando derrota final. En los archivos del fiscal de Nuremberg, Robert H.
Jackson, encontré una nota de advertencia sobre la táctica que el general Franz
Halder, ex jefe del Estado Mayor general del Ejército de Tierra, pretendía
utilizar: «Quiero que preste atención a las conversaciones que Halder ha
mantenido con otros generales y que han sido interceptadas por los CSDIC. Habla
con mucha franqueza de lo que, a su juicio, debe suprimirse o deformarse, y se
muestra muy susceptible ante la insinuación de que el Estado Mayor general
alemán pueda tener culpa de algo, sobre todo en la preparación de la guerra.»
Afortunadamente, estos embarazosos reajustes de conciencias y de recuerdos
quedaron grabados más de una vez para la posteridad por los micrófonos ocultos
de los CSDIC (Combined Services Detailed Interrogation Center, Centros
Especiales de Interrogación de los Servicios Conjuntos). Así, el general
Rothkirch, comandante del tercer cuerpo de caballería capturado en Bitburg el S
de marzo de 1945, describió tres días después, y sin saber que le estaban
escuchando, cómo había liquidado personalmente a los judíos de una pequeña
localidad cerca de Vitebsk, en Rusia, y cómo había recibido órdenes de no tocar
las fosas comunes próximas a Minsk, ya que se tenía la intención de exhumar los
cadáveres para incinerarlos y no dejar ni rastro de todo aquello. «He decidido
– dijo a unos compañeros de prisión – forzar todas mis afirmaciones para
encubrir al oficial del cuerpo . . . sistemáticamente, sistemáticamente.»(1)
Cuando los norteamericanos capturaron al general Heinz Guderian y al arrogante
y puntilloso general Leo Geyr von Schweppenburg y les pidieron que escribieran
su propia versión de la guerra, los dos se consideraron en el deber de
consultar primero con el mariscal de campo Wilhelm Leeb, por ser éste el
oficial de más alta graduación en los CSDIC del Séptimo Ejército. Unos
micrófonos ocultos grabaron aquella conversación:
LEEB. En fin, sólo puedo darles mi opinión personal . . .
Tendrán que meditar con cuidado sus respuestas cuando hagan referencia a los
objetivos, causas y desarrollo de las operaciones, a fin de ver hasta qué punto
pueden afectar a los intereses de nuestra patria. Por un lado, hemos de admitir
que los norteamericanos conocen perfectamente el curso de las operaciones;
saben incluso el número de unidades que empleamos. Sin embargo, no conocen tan
bien nuestros motivos. Y hay un punto en el que seda aconsejable tener cautela,
sobre todo para no convertirnos en el hazmerreír del mundo entero. Desconozco
cuáles eran sus relaciones con Hitler, pero sé muy bien qué capacidad militar
tenía éste . . . Tendrán que pensar con cierto cuidado sus respuestas cuando se
aborde este tema, a fin de no decir nada que pueda resultar embarazoso para
nuestra patria . . .
GEYR VON SHWEPPENBURG. Las clases de locura que los
psicólogos conocen no pueden compararse con la que padecía el Führer. Era un
loco rodeado de esclavos. Creo que no deberíamos expresarnos con tanta dureza
en nuestras declaraciones. Sin embargo, será necesario hacer mención de este
hecho para exonerar a unas cuantas personas.
Después de una angustiosa discusión sobre si los generales
alemanes se habían mostrado partidarios de la guerra en 1939, y quiénes eran,
Leeb propuso lo siguiente: «Ahora, el problema está en saber si tenemos que
declarar abiertamente todo lo que sabemos.»
GEYR. Cualquier observador objetivo sabe que el
nacionalsocialismo elevó la categoría social de los trabajadores, y, en algunos
aspectos, incluso su nivel de vida.
LEEB. Ése es uno de los grandes logros del
nacionalsocialismo. Los excesos del nacionalsocialismo se debieron, a fin de
cuentas, a la personalidad del Führer.
GUDERIAN. Los principios fundamentales eran buenos.
LEEB. Es verdad.
Por estas razones, decidí adoptar unos rígidos criterios de
selección de fuentes para esta biografía. Además de utilizar los documentos y
archivos militares, me he empleado a fondo en la consulta de los textos
contemporáneos escritos por sus colaboradores más próximos, y he seguido
cualquier indicio de verdad en diarios y en cartas personales a esposas y
amigos. Para las pocas obras autobiográfícas de que me he servido, he acudido
siempre a los manuscritos originales antes que a los textos impresos, ya que en
los primeros años de la posguerra unos editores demasiado recelosos
(especialmente los que publicaban en Alemania «con licencia») hicieron en ellos
cambios drásticos, como en el caso de las memorias de Karl-Wilhelm Krause, el
criado personal de Hitler. Así, preferí consultar el original manuscrito de las
memorias de Walter Schellenberg, el jefe del servicio de información de Himmler,
antes que acudir a la versión mutilada y casi apócrifa publicada por André
Deutsch. Quisiera hacer aquí una advertencia contra algunas obras consideradas
hasta ahora como «clásicas» fuentes de consulta en el tema de Hitler,
especialmente la de Konrad Heiden; la de Hans Bernd Gisevius, agente doble de
la Abwehr y de las OSS; la de Erich Kordt, y la de Fritz Wiedemann, el
destituido ayudante de Hitler que, en una carta de 1940 a un amigo, comenta sin
el menor rubor: «Poco importa que se cuelen exageraciones e incluso
falsedades.» El diario referido por el profesor Carl-Jakob Burckhardt en sus
memorias, Meine Danziger Mission 1937–1939, es imposible de conciliar con los
movimientos reales de Hitler, y el libro de Hermann Rauschning, Conversations
with Hitler (Zurich, 1940), ha complicado el aná
lisis de las actitudes de Hitler desde que lo publicó el
infame propagandista Emery Reves (Imre Revész) con otras mentiras sin el menor
reparo. En realidad, Rauschning, un antiguo político nazi de Danzig, sólo coincidió
con Hitler de manera oficial en un par de ocasiones. Este libro volvió a
publicarse en Viena en una fecha tan reciente como 1973, y hasta el profesor
Eberhard Jäckel, un historiador alemán muy a menudo falto de sentido crítico –
no en vario incluyó a la ligera 78 falsificaciones en un serio volumen de
manuscritos de Hitler para rechazar después esta inyección venenosa y reducir
el contenido de la obra en menos del cinco por ciento – subrayó en un sabio
artículo publicado en Geschichte in Wissenschaft und Unterricht (núm. 11, 1977)
que el libro de Rauschning no era digno de confianza. Reves publicó también
otra famosa «fuente» de la temprana historia nazi, las «memorias» de Fritz
Thyssen I Paid Hitler (Londres, 1943). Henry Ashby, Jr., señaló en un artículo
para el Vierteljahrsheft für Zeitgeschichte (núm. 3, 1971) que el desafortunado
Thyssen ni siquiera llegó a ver ocho de los diecinueve capítulos de que consta
el libro, el resto de los cuales estaba redactado en francés. La lista de
falsos libros como éstos es interminable. Las anónimas «memorías» de la difunta
Christa Schroeder, Hitler Privat (Düsseldorf, 1949), fueron redactadas por
Albert Zoller, un oficial de enlace francés para el Séptimo Ejército de los
Estados Unidos. Las supuestas notas de Martin Bormann sobre las últimas
conversaciones de Hitler en su refugio, publicadas con una introducción del
profesor Hugh Trevor-Roper en NVSN bajo el título The Testament of Adolf
Hitler, y que, desafortunadamente, se publican años más tarde en alemán por Knaus
Verlag con el título Hitlers Politísches Testament: Die Bormann Diktate
(Hamburgo, 1981), son, en mi opinión, bastante falsas; tengo una copia del
documento, escrito en parte a máquina y en parte a mano, y no deja lugar a
dudas.
Pero los historiadores son incorregibles, y se dedican a
citar fuentes que parecen de primera mano sin coniprobar su veracidad. Albert
Speer hizo una fortuna con su libro Inside the Third Reich después de que
Propyläen, editorial del Berlín occidental, decidiera publicarlo en NVSV. El
autor se ganó toda la consideración del mundo por el rechazo que mostraba hacia
Hitler, pero mas de un crítico se extrañó de que la edición americana se
diferenciara tanto del original alemán
Erinnerungen y de la edición inglesa. Yo supe la verdad de boca del mismo
interesado gracias a que fui uno de los primeros en entrevistar a Speer después
de salir de la prisión de Spandau en 1966. El antiguo Reichsminister pasó una
tarde entera leyéndome en voz alta fragmentos del borrador de sus memorias. El
libro que se había publicado era muy diferente, y me explicó que lo hablan
escrito el mismo autor de la edición de mi libro de la editorial Ullstein
(Annette Engel, Etienne), su jefe Wolf-Jobst Siedler, y el historiador Joachim
Fest, redactorjefe del prestigioso Frankfurter Allgemeine Zeitung. Miss Etienne
me lo confirmó todo más tarde. En octubre de 1979, durante una cena editorial
celebrada en Frankfurt, desafié a Speer en privado para que publicara las
memorias originales, a lo que contestó con tristeza que ése era su deseo; «pero
seda imposible», siguió, «el manuscrito está muy lejos de lo que hoy se dice
sobre el tenia; hasta el encabezamiento de los capitulos causada muchos
problemas». Un valiente escritor berlinés, Mathias Schmidt, publicó después un
libro(2) donde se ponía en evidencia la leyenda y las supuestas memorias de
Speer; pero son éstas las que ocupan un lugar en las bibliotecas de los
perezosos caballeros de mi profesión, y no el libro de Schmidt, lo que confirma
las palabras con las que he empezado esta introducción.
Con relación a la veracidad de la historia de Speer, hay que
señalar que durante su estancia en Spandau pagó para que le volvieran a
escribir a máquina todos los diarios de guerra de su ministerio (Dienststelle)
omitiendo las partes más inoportunas, para acabar donando estos falsos
documentos al Bundesarchiv de Coblenza. Después de comparar el original de
1943, conservado en los archivos de la British Cabínet Office, con la copia del
Bundersarchiv, no tuve ninguna duda al respecto, y Matthias Schmidt también
denuncia la falsificación. En realidad, me he quedado perplejo al ver la
cantidad de «diarios» con claros indicios de haber sido falsificados y
manipulados, siempre en perjuicio de Hitler.
Dos hombres aseguraron tener, cada uno de ellos, los diarios
completos del vicealmirante Wilhelm Canaris, el legendario jefe de la Abwehr
ahorcado por Hitler en abril de 1945. El primero, Klaus Benzing, alegó para
respaldar su pretensión la existencia de «documentos del Servicio de Información
Alemán (BND) de la postguerra» y de documentación original «firmada por
Canaris»; la segunda, Fabian von Schlabrendorff, juez alemán de un tribunal
superior, afirmó que los diarios en su posesión habían sido devueltos por el
generalísimo Franco al gobierno de la Alemania occidental. Las pruebas
periciales realizadas a petición mía en el laboratorio londínense de Hehner
& Cox Ltd. sobre el papel y la tinta de un supuesto documento de Canaris,
proporcionado por la primera de las dos personas antes mencionadas, demostraron
que se trataba de una falsificación. Una entrevista con el jefe del gabinete de
Franco – su cuñado don Felipe Polo Valdés – en Madrid dio igualmente al traste
con la inverosímil afirmación del juez alemán. De un modo parecido, los diarios
de Eva Braun, publicados por el actor de cine Luis Trenker, se habían
falsificado en su mayoría a partir de las memorias escritas décadas antes por
la condesa Irma Larisch Wallersee; su falsedad fue probada por las autoridades
judiciales de Munich en octubre de 1948. Los diarios verdaderos de Eva Braun,
así como la totalidad de su correspondencia con Hitler, cayeron en manos del
coronel Robert A. Gutiérrez, perteneciente te a un equipo del CIC con base en
Stuttgart-Backnang en verano de 1945; después de un breve examen realizado por
Frau Ursula Göhler, nadie ha vuelto a ver estos documentos. Fui a ver a
Gutiérrez en dos ocasiones a Nuevo México; y, más tarde, entregó a mi compañero
de investigación Willi Korte el vestido de boda y las joyas de plata de Eva
Braun (que él mismo confesó haber retenido), pero no ha cedido un solo palmo en
lo relativo a los documentos y diarios que faltan.
Igualmente falsos son los diarios del masajista de Himmler y
de Ribbentrop, el berlinés Félix Kersten, como lo demuestra, por ejemplo, «el
expediente médico de veintiséis páginas referente a Hitler» que aparece en el
capítulo XXIII (pp. 165–171 de la edición inglesa), algo totalmente ficticio si
se compara con los auténticos diarios del médico de Hitler, Theo Morell, que yo
mismo encontré y publiqué en 1983. Los verdaderos diarios de Kersten que el
profesor Hugh Trevor-Roper pudo ver en Suecia aún siguen inéditos, quizá porque
son pura dinamita política para la élite sueca, incluyendo al editor Albert Bonnier, de quien se dice que
ofreció a Himmler las direcciones de todos los judíos que había en Suecia a
cambio de algunas concesiones en caso de una invasión nazi. De modo parecido,
los supuestos diarios publicados por Rudolf Semmler en Goebbels: the Man Next
to Hitler (Londres, NVQT) son muy sospechosos, como demuestra la parte
referente al día NO de enero de 1945, donde se dice que Hitler era el invitado
de Goebbels en Berlín, cuando en realidad el Führer seguía empeñado todavía en
la batalla de las Ardenas desde su cuartel general situado en la Alemania
occidental. Cabe mencionar también los evidentes anacronismos que aparecen en
los tan citados diarios del conde Galeazzo Ciano, por ejemplo, las «quejas
sobre Rommel» del mariscal Rodolfo Graziani el NO de diciembre de 1940, dos
meses antes de que Rommel tomara parte en la campaña italiana del norte de
África. En realidad, Ciano pasó los meses siguientes a su destitución de
febrero de 1943 volviendo a escribir y «mejorando» personalmente el diario, con
lo que consiguió que fueran de lectura muy amena, pero prácticamente inútiles
para el historiador. Ribbentrop llegó a advertir de esta falsificación en las
memorias que escribió en la cárcel – aseguró incluso haber visto los auténticos
diarios de Ciano en septiembre de 1943 – y el intérprete nazi Eugen Dollmann
contó en sus memorias cómo un oficial británico le confirmó aquel fraude en un
campo de prisioneros. Los archivos de las OSS referentes a este tema se
encuentran entre los documentos de Allen W. Dulles (desgraciadamente todavía
inaccesibles) de la Biblioteca Mudd de la Universidad de Princeton; pero hasta
el más superficial de los exámenes de los originales manuscritos revela hasta
qué punto Ciano y otros más los manipularon y falsearon. Todo y con eso, muchos
historiadores de gran prestigio citan el diario sin la menor duda de la misma
forma que utilizan los llamados «Documentos de Lisboa» de Ciano, a pesar de que
también en éstos se advierten las correcciones efectuadas con posterioridad.
Todos estos documentos fueron mecanografiados de nuevo en una misma máquina de
escribir, aunque se redactaron al parecer en un periodo de seis años
(1936–1942).
Hay otros diarios igualmente modificados, aunque con unas
consecuencias menos graves. El jefe del Estado Mayor del aire, Karl Koller,
escribió un diario en taquigrafía que a menudo se parece muy poco a la versión
que él mismo publicó con el título Der letzte Monat (Mannheim, 1949). Y Helmuth
Greiner, encargado de tener al día el diario oficial de guerra de la plana
mayor de operaciones del OKW hasta 1943, fue requerido por los norteamericanos
para que transcribiera sus notas originales correspondientes a los volúmenes
perdidos desde agosto de 1942 hasta marzo de 1943, y aprovechó la ocasión para
eliminar párrafos enteros poco favorables a sus compañeros de cautiverio, como
el general Adolf Heusinger, o bien otros demasiado favorables a Hitler; y,
además, para ganarse las simpatías de los norteamericanos, añadió largos
párrafos de violenta crítica contra la conducta de Hitler en período de guerra
que no fui capaz de encontrar en el manuscrito original. Esta tendencia, la de
censurar durainente a Hitler después de la guerra, también se manifiesta de
forma evidente en los supuestos diarios del general Gerhard Engel, que fue
ayudante militar de Hitler desde marzo de 1938 hasta octubre de 1943. Solamente
las pruebas históricas (como por ejemplo, la comparación con los diarios
personales de 1940 del Reichsminister Fritz Todt, o con los de la esposa del
general Rudolf Schmundt, o con los informes del Grupo de ejércitos del Don, del
mariscal de campo Von Manstein, en la época de Stalingrado) bastan para revelar
lo que son: cualquier cosa menos diarios de la época, y así lo demuestran las
pruebas realizadas sobre la antiguedad del papel. Por desgracia, el conocido
Institut für Zeitgeschichte de Munich acabó publicándolos en un solo volumen
bajo el título Heeresadjutant bei Hitler, 1938–1943 (Stuttgart, 1974), llamando
la atención muy someramente en una breve introducción sobre las contradicciones
de los supuestos diarios.
Con la brillante excepción de Trevor-Roper cuyo libro The
Last Days of Hitler se basó en documentos de la época y es, por eso,
prácticamente inatacable incluso hoy en día, todos los biógrafos que se han
sucedido han repetido o exagerado las leyendas que sus predecesores crearon, o,
en el mejor de los casos, han acudido únicamente a las obras de consulta que
tenían más a mano. Los años sesenta y setenta vieron cómo las librerías se
llenaban de biografías poco convincentes, repetitivas e intrascendentes sobre
Hitler. La escrita por Joachim Fest para la televisión alemana fue la que gozó
de mayor popularidad, aunque él mismo confesó más tarde en una entrevista, que
ni siquiera había visitado el magnífico Archivo Nacional de Washington, que
alberga con mucho la mayor colección de documentos sobre la historia reciente
de Europa. El alemán de Fest era estilísticamente bueno, pero sacó a relucir de
nuevo las viejas leyendas que ahora se adornaban con un brillo convincente de
autoridad. La misma editorial alemana publicó mi obra poco después con el
título Hitler und seine Feldherren. Para el principal director de la editorial,
Siedler, muchas de mis argumentaciones eran desagradables e incluso le
parecieron peligrosas, y, sin decirme nada, las suprimió y, en algunos casos,
incluso cambió su sentido. En el texto que imprimieron, Hitler no decía a
Himmler que no debía haber liquidación de un grupo de judíos de Berlín (el 30
de noviembre de 1941), sino que no debía emplearse públicamente la palabra
«liquidación» en relación al programa de exterminio. Así se falsea la historia.
Dos días después de su aparición en Alemania, prohibí la difusión del libro y
litigué con ellos durante diez años para recuperar el derecho a publicarlo en
su forma original. Para justificar su conducta, los editores de Berlín
afirmaron que en mi original se expresaban opiniones que constituían «un
insulto a opiniones históricas muy arraigadas» en aquel país.
Mis ociosos predecesores se lamentaban más satisfechos que
otra cosa de que la mayoría de los documentos se hubieran destruido; pero no,
sobrevivieron en una abundancia realmente embarazosa. Los documentos oficiales
del mariscal de campo de la Luftwaffe y suplente de Göring cayeron en manos de
los ingleses sumando un total de casi 60.000 páginas; el diario de guerra
completo del Estado Mayor naval alemán, de inmenso valor aparte de las
cuestiones puramente navales, también se conserva; se tardó muchos meses en
leer los 69 volúmenes del texto principal, alrededor de 900 páginas, en
Washington y en examinar los microfilmes más interesantes de los 3.900
procedentes de los archivos navales alemanes que también acabaron en
Washington. Los diarios de Joseph Goebbels se dieron a conocer en occidente
poco después de aparecer la primera edición de este libro en 1975; tenía algún
temor de que aquellos diarios pusieran en evidencia algunas de las hipótesis
más arriesgadas que había seguido. En mi opinión, no ocurrió nada de eso.
Faltan todavía muchas fuentes de fundamental importancia.
Para mí era un auténtico misterio que en treinta años ningún hístoriador
diplomático se hubiera molestado en visitar a la viuda de Von Weizsäcker,
Staatssekretär de Joachim von Ribbentrop y padre del actual presidente de la
República Federal de Alemania. Si hubieran buscado a la viuda de Walther Hewel,
oficial de enlace de Ribbentrop con Hitler, habrían conocido también la
existencia de sus diarios. Asimismo hay que ver quiénes son esos exaltados que
escriben la historia del exterminio judío y que ni siquiera se han molestado en
abrir algún archivo disponible con las notas telefónicas escritas de puño y
letra por el jefe de las SS Heinrich Himmler, ni en leer los apuntes que él
mismo realizó para sus conversaciones secretas con Adolf Hitler. Pero con la excepción
de un diario de 1935 que ahora se encuentra en los Estados Unidos, y del cual
he donado una copia al Bundesarchiv, los diarios de Himmler han desaparecido.
Se dice que una parte está en Moscú, y que otra se encuentra en Tel Aviv,
Israel; Chaim Rosenthal, antiguo agregado en Nueva York del consulado israelí,
obtuvo de forma más que dudosa los diarios de Himmler y los donó a la
Universidad de Tel Aviv en 1982, pero después de un largo litigio contra
Rosenthal – ahora persona non grata en los Estados Unidos – la universidad le
devolvió los diarios.
Hay otros diarios que también se han perdido de forma
irreparable, como los del antiguo jefe de departamento de la Gestapo, Werner
Best, que se vieron por última vez en 1945 en los Archivos Reales de Dinamarca,
en Copenhague; los de Karl Wolff se vieron por última vez en Nuremberg. Los
diarios de Hans Lammers, Wilhelm Brückner y Karl Bodenschatz desaparecieron en
manos americanas o francesas; con los del profesor Theo Morell también ocurrió
lo mismo, para volver a aparecer milagrosamente en mi presencia en Washington
en 1981. Los diarios de Nicolas von Below se encuentran probablemente en Moscú.
Los diarios de Alfred Rosenberg que quedan por publicar están ilícitamente en
manos de un abogado norteamericano de Frankfurt. El resto de los diarios de
Milch, de los cuales obtuve alrededor de cinco mil páginas en 1967, han
desaparecido, como los que escribió el general Alfred Jodl y que cubrían el
período de 1940 a 1943; la Undécima División Acorazada del ejército británico
se los llevó como botín de guerra junto con sus bienes personales en Flensburg,
en mayo de 1945. Sólo nos ha llegado un breve fragmento del diario de Benito
Mussolini; las SS copiaron los originales y se los devolvieron en enero de
1945, pero tanto los originales como la copia que había en los archivos de
Ribbentrop se han desvanecido. Los importantes diarios de Rudolf Schrnundt
fueron quemados, desgraciadamente, a petición propia por su ayudante el
almirante Karl-Jesco von Puttkamer en abril de 1945 junto a los diarios del
mismo Puttkamer. El diario del doctor Stephan Tiso, el último primer ministro
eslovaco (desde agosto de 1944), se conserva en los archivos cerrados de la
Hoover Institution, Stanford, California; también allí se conserva el diario del
Obergruppenführer de las SS, Friedrich-Wilhelm Krüger, otro detalle
deliberadamente olvidado por los historiadores de la Alemania Federal.
Mi búsqueda de fuentes que arrojaran luz sobre el carácter
de Hitler a veces tuvo éxito, otras no. Varias semanas de búsqueda con un
magnetómetro protónico – una especie de detector supersensible de minas – en un
bosque de la Alemania oriental no fueron suficientes para encontrar y
desenterrar una jarra de cristal con los últimos diarios estenografiados de
Goebbels, a pesar de que, en algunas ocasiones, según el mapa de que disponía,
seguramente estuvimos justo encima de la jarra. Pero al escribir esta
biografía, consegui un. número importante de diarios auténticos y poco
conocidos de las personas que rodeaban a Hitler, incluyendo un fragmento
inédito del diario de Jodl, el diario oficial llevado para el jefe del OKW,
Wilhelm Keitel, por su ayudante Wolf Eberhard; el diario del mismo Eberhard que
va de 1936 a 1939; el diario de Nikolaus von Vormann, oficial de enlace de
Hitler durante agosto y septiembre de 1939; y los llevados por Martin Bormann y
Max Wünsche, el ayudante personal de Hitler, relativos a todos los movimientos
de este último. Además, he utilizado los diarios inéditos de Fedor von Bock,
Erhard Milch, Erich von Manstein, Wilhelm Leeb, Erwin Lahousen y Eduard Wagner,
cuya viuda me dejó copiar unas dos mil páginas de su correspondencia personal.
Christa Schroeder, una de las secretarias personales de Hitler, puso únicamente
a mi disposición algunos documentos muy importantes de la época. La familia de
Julius Schaub me dejó copiar todos los manuscritos de éste relativos a sus
veinte años como ayudante de Hitler, y lo mismo ocurrió con el hijo de Wilhelm
Brückner. Soy el primer biógrafo que ha utilizado los documentos personales del
Staatssekretär Herbert Backe y de su ministro Richard Walter Darré, y los
diarios, apuntes y documentos de Fritz Todt. El gobierno británico tuvo la
cortesía de poner a mi disposición valiosos fragmentos del diario del almirante
Canaris. Encontré las páginas taquigrafiadas y escritas a máquina de los
diarios de Erwin Rommel, dispersas por Alemania y América, así como los
esquivos diarios y apuntes que el Reichmarschall Hermann Göring había llevado
des-de muy temprana edad. Entre los documentos más reveladores usados en esta
biografía están los manuscritos del Generalobert Werner Freiherr von Fritsch de
los años 1938 y 1939, conseguidos gracias a una fuente soviética. Jutta
Freifrau von Richthofen me dejó consultar los voluminosos diarios inéditos de
su marido, el mariscal de campo.
En resumen, todos los miembros del Estado Mayor de Hitler o
del alto mando con quienes me entrevisté se habían cuidado de atesorar diarios
y documentos que finalmente pusieron a mi disposición para que yo los utilizara
aquí. Casi todos estaban en alemán, pero algunos documentos de investigación
complementarios eran una auténtica confusión de lenguas: italiano, ruso,
francés, español, húngaro, rumano y checo. Encontré algunas referencias
crípticas a Hitler y Ribbentrop en los diarios de Hewel que resistieron todos
mis esfuerzos por descifrar la clave, hasta que más tarde descubrí que estaban
escritas en índonesio. Todos estos documentos los he donado al Instituto de
Historia Contemporánea de Munich, donde están a disposición de cualquiera bajo
el nombre de Colección Irving. Los investigadores de la segunda guerra mundial
encontrarán microfilmes de todos los materiales utilizados para este y otros
libros si los piden en Microform Ltd., East Ardsley, Wakefield, Yorkshire, WF3
2JN (teléfono 0924–825–700) y en Altair Publishing, ON Scott Green Drive,
Gildersome, Yorkshire, LS27 7BZ (teléfono 0532– 532–615).
De las colecciones de documentos que se han puesto a
disposición del público recientemente, hay tres que merecen especial atención:
los informes de los interrogatorios realizados en los CSDIC, considerados hasta
hace poco como de alto secreto, en Class War Office OMU del Public Records
Office, Kew, Londres; la «Colección Adolf Hitler» que forman tres archivos en la
Biblioteca Seeley G. Mudd de la Universidad de Princeton, Nueva Jersey; y
alrededor de quinientas páginas procedentes de cartas y memorias escritas a
Hitler por Joachim von Ribbentrop en su época preministerial, 1933–1936,
aparecidas entre las núnas de la Cancillería del Reich y que ahora forman parte
de los documentos Louis Lochner de los archivos del Hoover Institution de
Stanford, California.
La «Colección Hitler» fue objeto de robo en la residencia
muniquesa de Hitler por parte de Eric Hamm, soldado de primera clase de la
sección de crímenes de guerra del ejército norteamericano, y terminó
vendiéndose en una subasta de Chicago. Es un buen reflejo de la carrera seguida
por Hitler; hay un archivo fotográfico de sus dibujos y pinturas. despachos de
embajadores, informes sobre el fusila de «criminales profesionales» por
«resistirse a la ley», una reserva de hotel de NVOR firmada por Hitler (y que
figura en el registro como «apátrida»), documentos sobre la guerra civil
española, los preparativos de Röhm para el intento del golpe de estado de la
cervecería en 1923, una orden de Martin Bormann por la cual Hitler había
consentido en pagar las cuentas pendientes de la peripatética princesa
Hohenlohe, pero que no iba a pagar nada más, abundante documentación sobre las
relaciones entre el Partido y la Iglesia; el 20 de diciembre de 1940, Pierre
Laval escribió a Hitler: «Con la profunda esperanza de que mi país no sufra –
le asegura – la gran mayoría de los franceses se muestra a favor de la política
de colaboración con Alemania.» Hjalmar Schacht protestó vanas veces ante Hitler
por el perjuicio económico que causaban las medidas antijudías; el 24 de agosto
de 1935 escribió que la orden de Robert Ley por la cual Woolworth & Co. no
debía comprar a los proveedores judíos iba a suponer la pérdida de diez
millones de marcos en pedidos alemanes al año: «Aún no comprendo, y nunca lo he
comprendido, cómo se espera que atraiga a la moneda extranjera con medidas como
ésta.» El 30 de marzo de 1936, Schacht pidió a Hitler que recibiera a un
fabricante norteamericano de productos de seda enviado por el presidente
Roosevelt para «enviarle sus saludos al Führer». El 20 de junio de 1938, el
conde Helldorf, jefe de policía de Berlín, envió a Hitler un informe sobre las
revueltas organizadas contra los judíos en Berlín.
Más tarde, en el mismo año, la policía hizo llegar a Hitler
un expediente sobre el asesino judío Herschel Grynszpan, en donde se confirmaba
que el OV de octubre – pocos días antes de que él disparara contra un diplomático
alemán en París – las autoridades habían expulsado a sus padres cerca de la
frontera polaca, en Neu Bentschen, de acuerdo con las directrices impuestas por
el Reich contra los judíos polacos establecidos en Alemania. En febrero de
1939, Hitler firmó la negativa de su embajada en Washington para pagar en
coronas danesas a Kurt Lüdecke, un antiguo nazi que había invitado a la
editorial del Partido o a alguna otra oficina del Reich para que comprara los
derechos de sus zafias memorias y así evitar su publicación. El mismo archivo
muestra los intentos de Hitler para impedir el combate de desquite entre el
peso pesado de los nazis, Max Schmeling, y el boxeador de color Joe Louis; «ya
sabe – escribió Julius Schaub al ministro de Deportes el 2 de marzo de 1939 –
que el Führer estuvo en contra del combate desde el principio».
De todos estos documentos, el más enigmático es el que sin
duda elaboró la Gestapo después de 1940, y que aparece mecanografiado con la
«máquina de escribir del Führer», donde se sacan a la luz inquietantes rumores
sobre la ascendencia de Hitler: «Que el Führer era hijo ilegítimo y adoptivo de
Alois, que el nombre de su madre era Schicklgruber (3) antes de la adopción y
que la familia Schicklgruber ha traído al mundo toda una descendencia de
idiotas.» Entre estos últimos se encontraba Josef Veit, un funcionario de
Hacienda muerto en Klagenfurt, Austria, en 1904. Uno de sus hijos se había
suicidado, una hija había muerto en un manicomio, otra de las hijas que
quedaban se había vuelto medio loca, y una tercera hija era deficiente mental.
La Gestapo afirmaba que la familia de Konrad Pracher de Graz tenía un archivo
con fotografías y certificados que demostraban todo esto. Himmler ordenó su
incautación «para evitar cualquier posible mal uso».
Los archivos de Ribbentrop reflejan las tortuosas relaciones
que tenía en calidad de «embajador extraordinario» con respecto a Hitler y sus
rivales. Se hizo valer gracias a los buenos contactos que tenía con personas
influyentes en Inglaterra, no sólo con industriales como E. W. D. Tennant y
magnates de la prensa como lord Rothermere, lord Astor y lord Camrose, sino
también con ministros del gabinete de la época, incluyendo a lord Hailsham,
lord Lloyd, lord Londonderry y el joven Anthony Eden, a quien Ribbentrop veía
acertadamente como la futura estrella del partido Conservador. Los archivos
contienen documentos sobre los encuentros de Ribbentrop con Stanley Baldwin y
Ramsay Macdonald en 1933 y 1934, reuniones que este último probablemente habría
preferido dejar en el olvido tal y como fueron las cosas después. Estos archivos
también reflejan los débiles lazos de unión entre sir Oswald Mosley y los suyos
y la dirección del partido nazi en Berlín. Una de las muchas cartas manuscritas
de Ribbentrop dirigidas a Hitler lleva fecha del 6 de enero de 1935, en donde
le agradece la muestra de confianza que le lleva a nombrarle nuevo
Reichsleiter: «El nuevo cargo hace más clara mi posición en el Partido, y
elimina cualquier duda que pueda tener sobre mi persona y mis actividades, pero
también me proporciona una situación diferente con relación al ministerio de
Exteriores tanto desde el punto de vista externo como interno.» Firma la carta
con un «su leal Ribbentrop».
Nada me hizo pasar tanta angustia cuando esta biografía se
publicó por primera vez como el análisis que hice del papel desempeñado por
Hitler en la tragedia judía. Mis críticos derrocharon veneno por sus plumas,
pero no veo ninguna razón para cambiar la hipótesis central de mi trabajo, que
se ha basado, ante todo, en documentos de la época: es verdad que Hitler
aprovechó casi desde el principio este sentimiento antisemita como un modo de
ganar muchos votos en Alemania, y que no tuvo el menor escrúpulo en servirse de
ese caballo diabólico para llegar a las puertas de la Cancillería en 1933; pero
también es cierto que una vez dentro y ya con el poder en sus ma-nos desmontó
de aquel caballo y se limitó a decir a todo que sí sin querer llegar más lejos.
Sin embargo, los pistoleros nazis que dependían de él siguieron realizando
cacerías humanas, incluso cuando Hitler daba la orden contraria, como ocurrió
en noviembre de 1938. En cuanto a los campos de concentración, dejó por
comodidad ese lado siniestro del gobierno nazi a
Himmler. No llegó a visitar ni uno solo de aquellos campos;
los oficiales de alta graduación y los extranjeros que obtuvieron un permiso
especial para verlos, como Ernst Udet, o el general Erhard Milch y una comisión
de parlamentarios británicos, en 1933 y 1934 salieron con una buena impresión
(pero eran todavía los primeros tiempos). Se sabe que Himmler visitó Auschwitz
en 1941 y en 1942. Hitler, en cambio, no lo hizo nunca.
La proporción del problema judío en Alemania se pone de
manifiesto en un manuscrito inédito del predecesor de Hitler en la Cancillería,
el doctor Heinrich Brüning. Durante su exilio americano en 1943 afirmó que
después de la inflación sólo había quedado un gran banco alemán fuera del
control de los judíos, y que algunos de éstos vivían en una «corrupción
absoluta». En 1931 había llevado a los bancos a la supervisión del gobierno, y
se había visto en la obligación de mantener en secreto las corrupciones
descubiertas «por temor a provocar revueltas antisemitas». Brüning acusaba a
los corresponsales extranjeros de exagerar los «malos tratos accidentales de
judíos» en el comienzo del régimen nazi: «En la primavera de 1933, los
corresponsales extranjeros informaron que el do Spree (en Berlín) estaba
cubierto de cadáveres de judíos asesinados. En aquella época, prácticamente
ningún judío, con excepción de algunos dirigentes del Partido Comunista, había sufrido
ataques.» Y más tarde añade: «Si tan mal se hubiera tratado a los judíos desde
el principio del régimen, es imposible explicarse que tan pocos se marcharan
del país antes de 1938.» En 1948, Brüning escribió a los redactores de Life
prohibiéndoles la publicación de una carta que en agosto de 1937 había dirigido
a Winston Churchill; en ella se informaba que «desde octubre de 1928 las dos
personas que más ayudaron al partido nazi eran directores generales de dos
bancos muy importantes de Berlín, los dos de religión judía, y uno de ellos el
dirigente del sionismo en Alemania».(4)
He estudiado el daño que los nazis infligieron a los judíos
desde el punto de vista tradicional que ha imperado en los años sesenta. La
postura es la siguiente: si Hitler era un jefe de Estado capaz y un militar
bien dotado, cómo se explica que fuera «el asesino de seis millones de judíos».
Si este libro fuera simplemente una historia sobre la grandeza y decadencia del
Tercer Reich de Hitler, no seña una injusticia terminar diciendo que «Hitler
mató a los judíos». A fin de cuentas, Hitler creó la atmósfera de odio con sus
discursos antisemitas de los años treinta; además, él y Himmler crearon las SS;
sus discursos, aunque no de forma explícita, dejaban la clara impresión de que era
la «liquidación» lo que pretendía, Me di cuenta de que para escribir una
biografía completa de Hitler durante el periodo de guerra era necesario un
enfoque más analítico de los problemas de iniciativa, complicidad y ejecución.
Además, descubrí que nadie se había detenido a examinar el papel desempeñado
por Hitler en la «solución final» – se tome como se tome. Los historiadores
alemanes, paradigma del estudioso de absoluta meticulosidad en todos los temas,
han demostrado una ceguera monumental cuando se han planteado el problema de
Hitler: han realizado afirmaciones gratuitas y han atribuido culpas sin la
menor sombra de pruebas históricas en que apoyarse. Los historiadores ingleses
y norteamericanos han seguido el ejemplo, y otros autores se han dedicado a
citar a los anteriores. Durante treinta años, todo lo que hemos sabido sobre la
intervención de Hitler en aquella atrocidad se ha basado en una especie de
incesto entre historiadores.
Mucha gente, especialmente en Alemania y Austria, estaba
interesada en propagar la versión oficial de que toda la tragedia tiene su
origen en las órdenes dictadas por un loco. Sin embargo, hoy sabemos que las
órdenes dadas en este sentido eran muy vagas. Todos los documentos que
relacionan de forma clara a Hitler con el trato de los judíos aparecen bajo la
forma de una prohibición, desde el intento de golpe de Estado de la cervecería
en 1923 (cuando llegó a castigar a un escuadrón nazi por haber saqueado una
tienda judía de delikatessen) hasta 1943 y 1944. Si, en efecto, era un
antisemita convencido, ¿cómo se supone que debemos interpretar la orden urgente
dirigida «para su realización inmediata a todos los jefes comarcales» que
anunció Rudolf Hess durante la infame noche de los cristales rotos de noviembre
de 1938 y en donde se ordenaba el cese inmediato de tales atropellos «siguiendo
instrucciones del más alto nivel»? Algunos historiadores han cerrado los ojos
con la esperanza de que este documento molesto e inoportuno se desvaneciera de
alguna forma; pero a éste se han unido otros más, como la extraordinaria nota
dictada por el Staatssekretár Schlegelberger en el Ministerio de Justicia del
Reich en la primavera de 1942: «El ministro del Reich, Lammers – asegura,
refiriéndose al funcionario civil más importante al servicio de Hitler – me ha
informado que el Führer ha insistido varias veces en aplazar la solución del
problema judío para después de la guerra.» Se mire como se mire, este documento
es incompatible con la idea de que Hitler ya había ordenado un programa de
liquidación urgente (el documento original se encuentra en el expediente R22/52
del Ministerio de Justicia en los archivos de Coblenza). También ha quedado
constancia de la insistencia de Hermann Göring en una conferencia pronunciada
en Berlín el 6 de julio de 1942 sobre el rechazo que él mismo y el Führer
sentían por el acoso doctrinario de los científicos judíos, entre otros:
«Acabo de tratar este tema con el Führer: hemos podido
utilizar a un judío dos años más en Viena, y a otro en investigación
fotográfica, porque tienen algunas cosas que necesitamos y que pueden ser de
gran provecho para nosotros en estos momentos. Sería una completa locura por
nuestra parte decir ahora: ‹Tendrá que marcharse: es un investigador magnífico
y tiene un cerebro privilegiado, pero su mujer es judía y no podemos permitir
que permanezca en la universidad›, etc. El Führer ha hecho excepciones
parecidas en las artes, desde el más alto nivel hasta la opereta; y está más
que dispuesto a hacer excepciones en lo relativo a grandes proyectos o a
investigadores.» (5)
En 1942 y 1943 Hitler hizo varias afirmaciones en privado
que son incompatibles con la idea de que ya supiera que el programa de
liquidación había empezado. Ya veremos cómo en octubre de 1943, incluso
mientras Himmler revelaba a los sectores privilegiados entre los generales de
las SS y los Gauleiters que se había procedido al asesinato sistemático de los
judíos europeos, Hitler seguía prohibiendo las liquidaciones – como la de los
judíos italianos en Roma – y ordenando en su lugar internamienlos en campos de
concentración (orden que sus SS también desobedecieron). En julio de 1944, y
haciendo caso omiso de las objeciones de Himmler, ordenó cambiar los judíos por
divisas extranjeras o suministros; parece claro que, lo mismo que los terroristas
actuales, veía a estos cautivos como una posesión ventajosa, algo con lo que
poder chantajear a sus enemigos. Es verdad que, de acuerdo con su carácter,
cuando Hitler se enfrentó con los hechos no tomó ninguna medida contra el
culpable; y no destituyó a Himmler del cargo de Reichsführer de las SS hasta el
último día de su vida. No seña injusto achacarle esa característica tan
frecuente en los jefes de Estado que confían excesivamente en poderosos
consejeros: un deseo consciente de «no enterarse de nada»; pero está lejos del
alcance de un historiador poder demostrar esto.
Debido a la falta de pruebas claras – y en 1977 ofrecí por
todo el mundo un millar de libras a cualquiera que pudiera presentar un solo
documento de guerra donde se demostrara explícitamente que Hitler conocía, por
ejemplo, lo que estaba pasando en Auschwitz – mis críticos han recurrido a
argumentos a veces sutiles y a veces contundentes como mazas (en una ocasión se
tomaron lo de la maza al pie de la letra). Han defendido la existencia de
órdenes dadas por el Führer sin la menor prueba escrita. John Toland, ganador
del premio Pulitzer y autor de una biografía sobre Hitler publicada en los
Estados Unidos, hizo un llamamiento en Der Spiegel a los historiadores para que
refutaran mi hipótesis; hicieron lo que pudieron, ya fuera jugando limpio o
sucio. Perplejos ante la nota manuscrita de Himmler sobre una llamada a
Heydrich después de visitar el refugio de Hitler el PM de noviembre de 1941 –
«Detención [de] Dr. Jakelius. Supuesto hijo de Molotov. Consignación
[transporte] de judíos procedentes de Berlín. No liquidación». Estos magos de
la historia moderna dedujeron que probablemente se creía que el hijo de Molotov
se encontraba en un tren de transporte de judíos procedente de Berlín bajo el
nombre de «Dr. Jakelius» y al que no se debía liquidar. En realidad, Molotov no
tenía ningún hijo: el doctor Jakelius era un neurólogo vienés relacionado con
el programa de eutanasia;(6) y el envío de judíos procedente de Berlín había
llegado aquella mañana de Riga y ya había sufrido la liquidación por parte del
comandante local de las SS antes de que Himmler anotara la orden de Hitler.(7)
Hasta ahora, los historiadores alemanes han sido incapaces
de ayudar a Mr. Toland, salvo en la indicación de que «por supuesto» todo el
proyecto se mantenía tan en secreto que las órdenes nunca se daban por escrito.
El problema está en saber por qué Hitler tuvo tantos escrúpulos en esta ocasión
si, por otro lado, no había tenido el menor reparo en firmar una orden general
para liquidar a decenas de miles de compatriotas alemanes (con el programa de
la eutanasia). Existe documentación de las órdenes dadas por el Führer desde su
cuartel general hasta los mismos verdugos, como su insistencia en la ejecución
de rehenes por cada alemán muerto en una proporción de cien a uno, o como sus
órdenes para liquidar prisioneros enemigos (la Orden Comando), o las
tripulaciones de la aviación aliada (Orden de Linchamiento), y a los
funcionarios rusos (la Orden Comisario).
La mayoría de mis detractores se han apoyado en pruebas
inconsistentes y poco profesionales. Por ejemplo, han ofrecido traducciones
alternativas y a menudo engañosas de los discursos de Hitler (al parecer, la
Solución Final era demasiado secreta para firmar una orden, pero no para
jactarse de ella en público), y se han dedicado a citar documentos aislados a
pesar de que muchos historiadores serios los han descartado por falsos e
inútiles, como el Informe Gerstein (8) o las «conversaciones del Búnker» que ya
he mencionado antes. Han sido incapaces de aportar pruebas claras, escritas y
pertenecientes al período de guerra, la clase de pruebas con las que se podría
colgar a un hombre. Así, en su análisis sobre Hitler y la Solución Final
(Hitler and the Final Solution, Londres, 1983), por lo demás bastante tedioso,
el profesor Gerald Fleming se ha basado en los testimonios de los juicios por
crímenes de guerra, que son cualquier cosa menos fiables; al repasar ese libro,
el profesor Gordon Craig llegó a la conclusión de que ni síquiera Fleming había
sido capaz de refutar mi hipótesis. El profesor Martin Broszat, director del
Instituto de Historia Contemporánea de Munich, arremetió de una forma bastante
tosca contra mi libro en un artículo de treinta y siete páginas publicado en la
revista del instituto, pero se negó a darme espacio para replicarle.(9)
Ignorante de las fuentes que utilicé y sin darse cuenta de que en muchos casos
me había servido de archivos originales a los que él y otros historiadores sólo
habían accedido por traducciones inglesas, me acusó de falsear las citas y
hasta de inventarlas.(10) Sin embargo, en medio de estos libelos y calumnias
Broszat no tuvo más remedio que reconocer que: «David Irving no se ha
equivocado al escribir que, desde su punto de vista, la matanza de los judíos
fue en parte una Verlegenheitslösung, “la solución de un difícil dilema”.»
La conclusión de Broszat, la de que definitivamente no
existió ninguna orden directa de Hitler para lo que sucedió, suscitó el
escándalo entre los historiadores de todo el mundo, una Historikerstreit que va
más allá de la lucha política entre la derecha y la izquierda. Mi propia
conclusión daba un paso más en la lógica: las dictaduras son fundamentalmente
débiles en época de guerra; por muy alerta que esté, el dictador es incapaz de
vigilar todas las funciones de sus poderes dentro de su vasto imperio y en este
caso concreto, concluía, el peso de la responsabilidad por las matanzas
sangrientas e indiscriminadas de judíos ha quedado en hombros de un gran número
de alemanes (y de no alemanes), muchos de los cuales aún viven hoy, y no sólo
en los de un «dictador loco» cuya orden tenla que obedecerse sin dilación.
También considero necesario dar un sentido histórico muy
diferente a la doctrinal política exterior adoptada por Hitler, desde su
evidente renuencia a humillar a Gran Bretaña cuando ésta se encontraba postrada
en 1940, hasta su odio enconado e irracional hacia los servios, su excesiva e
ilógica admiración por Benito Mussolini, y su mezcla incoherente de emociones
con respecto a José Stalin.
Como moderno historiador inglés, sentí una cierta
fascinación morbosa en descubrir hasta qué punto Adolf Hitler quiso realmente
destruir Gran Bretaña y su imperio: he aquí el principal motivo por el que
emprendimos tan ruinosa lucha, motivo que en 1940 sustituyó de manera
imperceptible al otro todavía menos plausible que había servido de excusa en
agosto de 1939, esto es, liberar a Polonia de la opresión extranjera. Como en
los capítulos que siguen se da constancia de pruebas extraídas una y otra vez
de las fuentes más personales – como las conversaciones privadas que Hitler
sostuvo con sus secretarías en junio de 1940 – y se puede deducir de ellas que
en un principio no tenía la menor intención de dañar a Gran Bretaña ni de
destruir su imperio, estoy seguro de que el lector inglés se acabará
preguntando, por lo menos: «Entonces, ¿por que luchamos?» Teniendo en cuenta
que el pueblo inglés se arruinó (hacia diciembre de 1940) y perdió su imperio
en su lucha por derrotar a Hitler, habrá que preguntarse si no tenía razón el
Führer cuando advirtió que la actitud de Gran Bretaña fue la de decir: «Après
moi le déluge, con tal de deshacernos de la odiada Alemania
nacionalsocialista.»
Libre de la carga doctrinal que conlleva una ideología, el
duque de Windsor sospechaba, en julio de 1940, que la guerra continuaba con el
único fin de permitir a ciertos estadistas británicos (se refería a Mr.
Churchill y compañía) salvar su prestigio, aunque ello comportara arrastrar a
su país y al imperio a la ruina económica. Otros afirmaban con pragmatismo que
no se podía pactar con Adolf Hitler y los nazis. Pero ¿realmente creían eso los
dirigentes políticos británicos? El doctor Bernd Martin de la Universidad de
Friburgo ha revelado hasta dónde llegaron las negociaciones secretas para la
paz entre Gran Bretaña y Alemania en octubre de 1939 e incluso después.
Curiosamente, los archivos de Mr. Churchill referentes a dichas negociaciones
se han sellado oficialmente hasta el siglo XXI, así mismo han desaparecido los
documentos de las reuniones ministeriales. Negociaciones parecidas se llevaron
a cabo en junio de 1940, cuando incluso Mr. Churchill se mostró dispuesto en
las reuniones del consejo de ministros a hacer un trato con Hitler siempre que
el precio fuera justo.
Por supuesto, para enjuiciar el valor real de dichas
negociaciones y de las intenciones públicamente manifiestas de Hitler, conviene
saber lo que el 2 de junio de 1941 admitió ante Walther Hewel: «Soy incapaz de
decir una mentira para mi provecho, pero no hay falsedad que no esté dispuesto
a cometer en beneficio de Alemania.» A pesar de todo, uno se pregunta cuántos
sufrimientos se habría ahorrado el mundo de haber seguido ambas partes con las
negociaciones, ¿se habría evitado todo lo que ocurrió después de 1940, como los
bombardeos de saturación, los traslados masivos de población, las epidemias, y
hasta el mismo holocausto? He aquí la gran duda, pero la moderna historiografía
ha preferido ignorar esa posibilidad por considerarla una herejía.
Los hechos que aquí se muestran sobre las acciones,
motivaciones y opiniones de Hitler de las que ha quedado constancia, deberían
servirnos de base para abrir nuevos debates sobre la cuestión. Los
norteamericanos encontrarán mucho material nuevo sobre los meses que
precedieron a Pearl Harbor. Los franceses hallarán nuevas pruebas de que el
trato que Hitler dio a su derrotada nación estuvo más influido por los
recuerdos del trato que Francia dio a Alemania después de la primera guerra
mundial, que por la consideración de Hitler hacia los deseos de Mussolini. Los
rusos podrán vislumbrar las perspectivas que ante ellos se hubieran abierio si
Stalin hubiese aceptado la proposición de Hitler, en noviembre de 1940, de
incorporarse al pacto del Eje; o sí Stalin, después de conseguir su «segundo
Brest-Litovsk» (tratado de paz propuesto el 28 de junio de 1941), hubiese
aceptado la oferta de Hitler de reorganizar el poderío soviético solamente más
allá de los Urales; o si Hitler hubiese tomado en serio la supuesta oferta de
paz efectuada por Stalin en septiembre de 1944.
¿Para qué han servido estos veinte años de penoso trabajo en
los archivos? Hitler seguirá siendo un enigma por mucho que los historiadores
hurguemos. Hasta sus más íntimos colaboradores reconocieron que apenas le
conocían. Ya he mencionado la confusión que tenía Ribbentrop; pero el general
Alfred Jodl, su asesor estratégico de mayor confianza, también escribió en su
celda de Nüremberg el 10 de marzo de 1946:
« . . . pero ahora me pregunto, ¿realmente llegaste a
conocer a aquel hombre, a cuyo lado llevaste tan espinosa y ascética
existencia? ¿No se dedicó a jugar, tal vez, con tu idealismo, abusando de él en
beneficio de oscuras intenciones que guardaba en lo más profundo de sí mismo?
¿Te atreverás a afirmar que conoces a un hombre que no te ha mostrado lo más
íntimo de su corazón, tanto en el dolor como en el éxtasis? Ni siquiera ahora
sé lo que pensaba, lo que sabía, o lo que de verdad quería. Yo sólo conocía mis
propios pensamientos y sospechas. Y si ahora, los velos caídos de la escultura
que imaginábamos una obra de arte nos muestran que no era más que una
degenerada gárgola, entonces será mejor dejar que los futuros historiadores
discutan sobre si ya era así desde el principio, o si cambió con las
circunstancias.
»Sigo cometiendo el mismo error: todo lo atribuyo a sus
humildes orígenes. Pero no dejo de recordar cuántos hijos de campesinos se han
visto bendecidos por la Historia con el sobrenombre de El Grande.»
¿«Hitler el Grande»? No. La historia contemporánea no
aceptará semejante epíteto. Desde el primer día en que «tomó el poder», el 30
de enero de 1933, Hitler sabía que sólo podía esperar una muerte violenta en el
caso de que no consiguiera devolver la dignidad y el imperio a la Alemania que
siguió al tratado de Versalles. Julius Schaub, su íntimo amigo y ayudante, dejó
constancia del jubiloso alarde de Hitler ante su Estado Mayor aquella noche,
cuando los últimos invitados de la celebración de la victoria se fueron de la
Cancillería de Berlín: «¡No existe poder en la tierra capaz de sacarme vivo de
este edificio!»
La historia vio esta profecía convertida en realidad cuando
el puñado de fieles nazis que quedaba bajó inquieto al estudio subterráneo de
Hitler el día PM de abril de 1945, y contempló sus restos mortales aún
calientes, derrumbados sobre un diván, con la sangre goteando de la caída
mandíbula, y una herida de bala en la sien derecha, y a todos les llegó el olor
de almendras amargas que aún impregnaba el aire. Lo envolvieron en una manta
militar de color gris y lo llevaron al jardín de la Cancillería devastado por
las bombas. Dejaron el cuerpo en un cráter todavía humeante, lo rociaron con
gasolina y le prendieron fuego mientras sus ayudantes le rendían honores
apresuradamente y volvían a buscar refugio. Así terminaba la guerra de seis
años de Hitler. Ahora veremos cómo empezó.
David Irving
Londres, enero de 1976 y enero de 1989
NOTAS
1- CSDIC (GB), informe SRGG.NNPP, V de marzo, NVQR; en
Public Records Office, Londres, archivo WO.OMU/QNSV.
2- Mathias Schmidt, Albert Speer: The End of a Myth (Nueva
York, NVUQ).
3- De hecho el padre de Hitler era hijo ilegítimo de Maria
Anna Schicklgruber. En numerosas ocasiones, por ejemplo, el NS de diciembre de
1936, se prohibió a los periódicos especular sobre sus antepasados. Werner
Maser afirma en Die Frühgeschichte der NSDAP (Bonn, NVSR) que el Q de agosto de
1942, Heinrich Himmler dio instrucciones a la Gestapo para que investigara los
antecedentes familiares del Führer; la poca importancia de sus descubrimientos
merecieron la simple clasificación de geheim (secreto). El documento arriba
mencionado, sin embargo, lleva el sello de más alta clasificación, Geheime
Reichssache (alto secreto).
4- El manuscrito de Brüning de 1943 se encuentra en la
colección Dorothy Thompson de la George Arents Research Library, Universidad de
Siracusa, Nueva York. La carta que dirige a Daniel Longwell, redactor de Life,
lleva fecha del T de febrero de 1948, y se encuentra en el fondo Longwell de la
Butler Library, Universidad de Columbia, Nueva York.
5- Primera sesión del Consejo de Investigación del Reich, S
de julio de 1942; hay un acta taquigrafiada en los documentos Milch, vol. 58,
pp. 3640 y ss.
6- Cf. Benno Müller-Hill, Tödliche Wissenschaft. Die
Aussonderung von Juden, Zigeunerm und Geisteskranken 1933–45 (Rowohlt,
Hamburgo), p. 107.
7- El relato más espeluznante referente al saqueo y al
metódico asesinato en masa de estos judíos en Riga se encuentra en CSDIC (GB),
informe SRGG.1158 (en el archivo WO.208/4169 de la Public Record Office): el
general de división Walther Bruns, un testigo presencial de los hechos,
describe lo sucedido a otros colegas generales el 25 de abril de 1945, siendo
prisionero de los ingleses y sin darse cuenta de que unos micrófonos lo están
grabando todo. De especial importancia son los escrúpulos que tuvo para
comunicar al Führer lo que había visto, así como las órdenes dadas de nuevo por
este último para que estos asesinatos cesaran en el acto.
8- A propósito del cual véase la magnífica tesis doctoral de
Henri Rocques: «Les “confessions” de Kurt Gerstein. Étude comparative des
différentes versions», presentada en la Universidad de Nantes, Francia, en
junio de NVUR. Aquí se revela hasta qué punto los historiadores anteriores han
caído en el engaño con las diferentes versiones del «informe». El revuelo que
se armó fue tal, que a Rocques se le acabó despojando del título de doctor. Me
he asegurado de que esta tesis de PTO páginas esté disponible en la Irving
Collection, en el Instituto de Historia Contemporánea de Munich.
9- A propósito del cual véase la magnífica tesis doctoral de
Henri Rocques: «Les “confessions” de Kurt Gerstein. Étude comparative des
différentes versions», presentada en la Universidad de Nantes, Francia, en
junio de NVUR. Aquí se revela hasta qué punto los historiadores anteriores han
caído en el engaño con las diferentes versiones del «informe». El revuelo que
se armó fue tal, que a Rocques se le acabó despojando del título de doctor. Me
he asegurado de que esta tesis de PTO páginas esté disponible en la Irving
Collection, en el instituto de Historia Contemporánea de Munich.
10- «Hitler and the Genesis of the Final Solution, an
Assessment of David Irving’s Thesis», Vierteljahrshefte für Zeitgeschichte,
núm. 25, 1977, pp, 739–775; publicado de nuevo sin corrección en Aspects of the
Third Reich (H. W. Koch, Macmillan, N.Y., 1985), pp. 390-429, y en Yad Vashem
Studies, núm. 13, 1979, pp. 73-125; y de nuevo, todavía sin corregir, en Nach
Hitler: der schwierige Umgang mit unserer Geschichte (Oldenburg, 1988); y
citado extensamente por Charles W. Sydnor en «The Selling of Adolf Hitler», en
Central European History, núm. 12, 1979, pp. 169-199, 402-405.
PRÓLOGO: LA SIMIENTE
¿Cómo llegaremos a saber lo que Hitler ambicionaba de
verdad?
Uno de sus colaboradores más próximos, a su servicio como
ayudante del Ejército del Aire desde 1937 hasta el mismísimo final, ha
advertido que incluso cuando leemos sobre alguna reacción inesperada de Hitler
realizada en presencia de sus fieles, y tenemos la impresión de que nos estamos
acercando a la verdad, siempre debemos preguntarnos si ése era el verdadero
Hitler, o si era sólo una imagen que él queda imponer en ese momento y ante esa
audiencia en particular. ¿Trataba quizá de despertar así de su peligroso
letargo a su plantilla de satisfechos sátrapas? Tendremos que escarbar hasta el
fondo mismo de la historia para dar con la negra simiente de ambición de la que
los últimos seis años de su vida fueron sólo una violenta expresión.
Disponemos de excelentes fuentes, algunas son incluso
anteriores al Mein Kampf. Los informes confidenciales realizados por la policía
sobre veinte discursos del Hitler de la primera época pronunciados en unos
salones abarrotados de gente y cargados de humo en el revolucionario Soviet de
Munich de 1919 y 1920, nos proporcionan una perspectiva reveladora de sus
creencias más fuertes. Este Adolf Hitler, con los treinta años recién
cumplidos, no expresaba ninguna gran idea geopolítica. Su campaña giraba en
torno a las condiciones impuestas a los «cobardes y corrompidos» representantes
de Berlín en Versalles; trataba de convencer a su audiencia de que los
culpables de la derrota de la guerra mundial no habían sido los enemigos
extranjeros, sino los grupos revolucionarios del país, los políticos de Berlín
al servicio de los judíos.
Demagogias aparte, la trascendencia de los discursos radica
únicamente en la insistencia por parte de Hitler de que una Alemania desarmada
era la presa de la voracidad de sus rapaces vecinos. Exigía que Alemania se
convirtiera en una nación sin diferencias de clases en la que el obrero y el
intelectual respetaran la contribución del otro. En una ocasión, en abril de
1920, llegó incluso a proclamar: «Necesitamos un dictador que sea un genio si
queremos resurgir.»
Ya entonces, sus objetivos no eran nada molestos: iba a
restaurar el Reich de Alemania, desde el Niemen en el este hasta Estrasburgo en
el oeste, y desde Königsberg hasta Bratislava. En otro discurso secreto
pronunciado en Salzburgo – con toda seguridad el T u U de agosto de 1920 –
Hitler animo a sus compatriotas austríacos con los dos mismos ideales:
«Primero, Deutschland über alles in der Welt (Alemania por encima de todo el
mundo); y segundo, los domínios de Alemania llegan allí donde se hable la
lengua alemana.»
Este discurso de Salzburgo, del cual sólo nos ha llegado una
transcripción taquigrafiada, en un papel descolorido y quebradizo y hasta ahora
inédito, es muy revelador en lo que a sus primeros pensamientos y actitudes se
refiere:
«Esto es lo primero que debemos exigir y que exigimos: que
se dé libertad a nuestro pueblo, que se rompan estas cadenas en mil pedazos, y
que Alemania sea otra vez dueña de su alma y señora de sus destinos junto a
todo aquel que quiera unirse a Alemania. [Aplausos.]
»El cumplimiento de esta primera exigencia dejará el camino
abierto para las demás reformas.
»Y aquí hay algo que tal vez nos distingue de vosotros en lo
que a nuestro programa se refiere a pesar de que se palpa en el ambiente:
nuestra actitud hacia el problema judío.
»Para nosotros, no se trata de un problema ante el que
debamos hacer la vista gorda, ni creemos que deba solucionarse haciendo pequeñas
concesiones. Para nosotros, se trata de saber si nuestra nación podrá recuperar
su salud, si se puede erradicar el espíritu judío de una vez por todas. No os
engañéis pensando que se puede combatir una enfermedad sin acabar con el
portador de ese mal, sin destruir el bacilo. No créais que se puede luchar
contra la tuberculosis racial sin que la nación se deshaga del portador de esa
tuberculosis racial. Esta contaminación judía no remitirá, ni terminará este
envenenamiento de la nación, hasta que el portador del mal, el judío, sea
desterrado. [Aplausos.]»
Esta clase de oratoria era bastante eficaz; pero Hitler se
dio cuenta en seguida de que éste no era el tipo de lenguaje que las masas
querían oír, y exigió que se colgara a los usureros beneficiados por la guerra,
y que identificó con los judíos. El 13 de agosto de 1920, según los informes de
la policía, dedicó por primera vez un discurso completo al tema de los judíos.
Los acusó de ser los responsables de la guerra y de haber hecho ganancias
excesivas con ella. El partido nazi, afirmaba, debía iniciar una cruzada contra
los judíos. «No queremos estimular una atmósfera de persecución antisemita –
advirtió
– pero debemos dejar impulsarnos por la decisión implacable
de arrancar este mal de raíz y exterminarlo completamente.» Unas semanas más
tarde, afirmaba de modo explícito: «No se puede tratar el problema judío con
rodeos. Tenemos que solucionarlo.»
Será bastante para nosotros explicar sólo los hechos
ocurridos entre 1920 y la toma de poder de Hitler en 1933. Sin embargo, nos
será de utilidad reproducír también una parte del documento hasta ahora inédito
referente a un encuentro secreto entre Hitler y dos de los apoyos financieros
de su Partido, el príncipe Wrede y el cónsul general Scharrer, en el lujoso
hotel Regina Palace de Munich, el 21 de diciembre de 1922. El segundo llevó
consigo a una taquígrafa que tomó nota de las palabras de Hitler mientras éste
ponía de manifiesto sus pretensiones y miras políticas, expresadas a menudo con
una franqueza sorprendente.
«Sé muy bien que si el bolchevismo dominara en Alemania –
dijo – me acabarían colgando de la farola más cercana o me encerrarían en
cualquier sótano. De modo que para mí el problema no es si quiero o no
emprender esto, aquello o lo de más allá; el problema es saber si podremos
evitar el triunfo de los bolcheviques. Por mi parte, estoy completamente seguro
de que nuestro movimiento saldrá ganando. Hace tres años y medio empezamos con
sólo seis hombres – afirmó. Hoy puedo decir con seguridad que nuestra causa
vencerá.»
Con las recientes prohibiciones contra el partido nazi,
siguió diciendo, los diferentes gobiernos provinciales no habían hecho más que
ayudar a extender el movimiento más allá de las fronteras de Baviera. Sin
embargo, los comunistas se estaban atrincherando por Hamburgo, en el norte de
Alemania. «No creo – admitió – que podamos hacer algo importante a tiempo en el
norte antes de que ocurra la catástrofe. Si algún incidente provocara ahora un
gran conflicto, entonces perderíamos el norte y no tendría salvación. Lo máximo
que podemos hacer desde aquí es organizar un contragolpe. Todo lo que se dice
sobre las organizaciones nacionalistas del norte es un puro engaño . . . No
tienen fuerza ni personalidad. Las ciudades que deberían ser los centros de
organización están en manos de nuestros enemigos políticos.»
Después de examinar la debilidad de los Consejos de Soldados
(«estoy convencido de que el bolchevismo en Munich es una utopía», exclamó),
Hitler continuó: «De momento no es necesario recurrir a la fuerza en Baviera,
ya que, de todas formas, cada día somos más fuertes. Cada semana tenemos uno o
dos Hundertschaften [tropas de asalto nazis] más, y un aumento de varios miles
de nuevos miembros. En tanto que nuestra fuerza siga creciendo no será
necesario optar por el recurso de la violencia.» A ella recurriría, dijo
después confidencialmente, sólo si se daba cuenta de que el Partido no podía
extenderse más, y añadió: «No tendremos nada que ganar si nos detenemos.» Tenía
la esperanza de que al llegar ese momento el ejército bávaro le proporcionaría
las armas necesarias. «Ya tengo diecisiete Hundertschaften – dijo en tono
jactancioso – con su ayuda puedo borrar de las calles cualquier cosa que no me
guste.» Recordó a sus dos adinerados interlocutores cómo Mussolini había
provocado una huelga general en Italia con sólo 1800 fascistas. «No hay nada
que no sea capaz de suprimir si en el momento crítico lanzo a mis hombres como
una fuerza unida y dinámica.»
A continuación, Hitler explicó cómo preveía el desarrollo
del nuevo estado alemán: «Primero habrá una guerra civil con una enconada lucha
por el poder. Los países europeos interesados en el resurgir de Alemania nos
apoyarán, sobre todo Gran Bretaña. Francia se pondrá al lado de los
bolcheviques, ya que su mayor interés está en mantener la inestabilidad alemana
el mayor tiempo posible con el fin de sacar provecho de la Renania y de la
cuenca del Ruhr.»
Hitler esperaba que Gran Bretaña prestara su apoyo a un
futuro gobierno alemán – siempre que diera una imagen adecuada de confianza –
porque la destrucción de Alemania llevada a la hegemonía francesa en Europa, y
Gran Bretaña se vería relegada a un puesto de «potencia mundial de tercera
clase».
También esperaba que Italia compartiera el interés de los
ingleses – y de los norteamericanos – en detener la expansión del bolchevismo.
«Hay que mantener encendido el interés de Italia, y debemos tener cuidado en no
desmotivarla con nuestra propaganda de unión [Zusammenschluss] con un Austria
que también habla el alemán, ni con la recuperación del sur del Tirol
[italiano]. No pienso perder el tiempo – subrayó Hitler desarrollando este
punto – con los que quieren dar prioridad en materia de política exterior a la
liberación del sur del Tirol . . . Eso nos pondría en una mala situación ante
Italia; y no olviden que, si la lucha empezara [con Francia], la única forma de
conseguir carbón y materias primas es pasando por Italia. No tengo la menor
intención de derramar sangre alemana por culpa del sur del Tirol. No tendremos
ningún problema en convencer a los alemanes para que luchen en el Rin, pero sí
para que lo hagan en Merano o en Bolzano . . . De momento – subrayó – debemos
evitar cualquier enfrentamiento con los pueblos latinos.»
Y más tarde añadió: «Creo que antes de dos o tres décadas
empezaremos nuestra lucha contra Francia.»
Sus observaciones sobre Gran Bretaña se caracterizaban por
la benevolencia, pero sabía que los ingleses no iban a permitir que Alemania se
pusiera en primera posición. «Por mucho que contemos con el favor de Gran
Bretaña, nunca dejará que nos convírtamos en una gran potencia, y menos ahora
que ya conocen de sobra nuestra capacidad, con nuestras posibilidades
científicas antes de la guerra mundial [1914–1918] y la pericia militar que
demostramos en el transcurso de la misma.»
« . . . Tan pronto como Alemania recupere la estabilidad, en
mayor o menor medida, tendremos que reparar todo el daño que se le ha hecho.
Podemos seguir una estrategia mundial [Weltpolitik] o bien una estrategia
continental. Para la primera, es necesario que contemos con una gran base aquí
en el continente. Sí vamos a por una estrategia mundial siempre chocaremos con
Gran Bretaña; podríamos haberlo hecho antes de la guerra mundial, pero entonces
habríamos roto la alianza con Rusia. Alemania nunca se habría aprovechado de
Gran Bretaña de haber acabado ésta en la ruina porque Rusia se habría quedado
con la India . . . » Por eso, concluía Hitler, «tal vez sea mejor adoptar una
estrategia continental. Debimos habernos aliado con Gran Bretaña en el VV,
porque entonces podríamos haber derrotado a Rusia quedando con las manos libres
para luchar contra Francia. Con una Alemania dueña y señora de su territorio en
el continente, la guerra con Gran Bretaña nunca habría existido».
Refiriéndose a la Unión Soviética, Hitler dirigió estas
clarividentes palabras a su reducida y privilegiada audiencia: «El actual
gobierno nacional [bolchevique] de Rusia constituye un peligro para nosotros.
En cuanto puedan, los rusos cortarán el cuello de los que les hayan ayudado a
conseguir el poder. Por eso, será necesario romper el imperio ruso y dividir
sus territorios y zonas de cultivo, en donde se harán asentamientos alemanes
que trabajarán la tierra con arados alemanes. Después . . . si tuviéramos
buenas relaciones con Gran Bretaña podríamos solucionar el problema con Francia
sin la intervención de los ingleses.»
A continuación, y sin mencionar la palabra sin embargo,
trató la cuestión del Lebensraum (espacio vital) de Alemania: «En primer
lugar», dijo, «debemos procurar conseguir el espacio suficiente; ésa es nuestra
prioridad más alta . . . Sólo entonces nuestro gobierno podrá empezar a
trabajar de nuevo en interés de la nación hacia una guerra nacionalista. Estoy
seguro de que todo esto se llevarla a cabo con éxito. Podemos tornar medidas
para cuidar que los secretos necesarios no se conozcan. Antes de la guerra
mundial, algunos secretos como el mortero de 42 centímetros y el lanzallamas se
mantuvieron rigurosamente en secreto». Si por un lado creía que los ingleses
eran demasiado astutos para respetar a Alemania de forma incondicional, por
otro lado esperaba su apoyo para la gran batalla contra Francia siempre que
cada país definiera sus intereses mutuos.
En cuanto a la creciente crisis económica de Alemania,
Hitler explicó al príncipe y al cónsul general: «Estoy seguro de que la
devaluación del marco se frenará el día en que se dejen de imprimir billetes.
Pero el gobierno sigue imprimiendo cantidades ingentes de papel moneda para
disimular su propia ruina . . . En todas las oficinas del gobierno donde antes
había sólo una persona hay ahora tres o cuatro. Esto no puede seguir así. Sólo
un gobierno fuerte puede avanzar contra este paraíso de parásitos e inútiles.
Se necesita un dictador cuya popularidad personal no signifique nada.» Alemania
necesita un nuevo Bismarck, dijo Hitler.
El mísmo se mostraría poco compasivo con sus enemigos sí
conseguía el poder: «El dictador puede contar con una huelga general en el
momento de su aparición – explicó. Esta huelga general le brindará la mejor
oportunidad para purgar los despachos del gobierno. Todo aquel que se niegue a
trabajar en las condiciones ímpuestas por el dictador será despedido
inmediatamente. Sólo se empleará a los mejores. Sacaremos por las orejas a
todas las personas que hayan entrado en los organismos oficiales sólo por ser
miembros de algún partido.» Hitler insistió en su convicción de que el pueblo
alemán nesesitaba «un ídolo en forma de monarca», pero no un rey blando y
escrupuloso, sino un «gobernante enérgico e implacable», un dictador capaz de
gobernar con mano de hierro, lo mismo que Oliver Cromwell. Pero no existía
ningún hombre con esas características entre los pretendientes al trono en
aquel momento. «Cuando, después de gobernar con mano dura durante algunos años,
el pueblo añore, una soberanía más moderada, entonces será el momento de sacar
a un monarca apacible y benevolente a quien ellos puedan idolatrar. Es como
educar a un perro: primero se pone en manos de un amo muy duro, y después,
cuando ya se le ha sometido a las pruebas más rigurosas, se entrega a una
persona amable a quien servirá con la mayor lealtad y devoción.»
Así hablaba Adolf Hitler en diciembre de 1922 cuando contaba
treinta y tres años de edad.
En cuanto a la religión, simplemente dijo que el
cristianismo era la única base ética posible para Alemania, y que la lucha
religiosa era la peor desgracia que podía ocurrirle. Refiriéndose a la
justicia, Hitler dijo: «Creo que en un sistema legítimo el único árbitro
aceptable es el juez profesional que ejerce bajo juramento», oponiéndose así a
los jueces y tribunales inexpertos fueran del color que fuesen.
Naturalmente, el problema judío también le preocupaba y
sobre él habló detenidamente para terminar este revelador discurso. Hitler
admiraba la solución adoptada por Federico el Grande: «Eliminó [ausgeschaltet]
a los judíos allí donde se tuviera la certeza de que tenían un efecto nocivo,
pero siguió empleándolos en lugares donde podían serle de alguna utilidad. En
nuestra vida política – continuó Hitler – los judíos son nocivos sin el menor género
de dudas. Están envenenando a nuestro pueblo de un modo sistemático. Antes
pensaba que el antisemitismo era algo inhumano, pero mi propia experiencia me
ha convertido en un fanático enemigo del judaísmo, al que, por cierto no
combato como religión, sino como raza.» Hitler describió a los judíos como unas
personas nacidas para destruir, pero no para gobernar; un pueblo sin cultura,
ni arte, ni arquitectura propias, «las expresiones más claras de una cultura».
«Los pueblos tienen un alma – dijo Hitler – pero los judíos no tienen ninguna:
son simples calculadores. Eso explica por qué de todos los pueblos el judío ha
sido el único capaz de crear algo como el marxismo, que es la negación y la
destrucción del fundamento de toda cultura. Con su marxismo, los judíos
esperaban crear una gran masa de gente estúpida y sin inteligencia, un
instrumento fácil de manipular.»
¿Hasta cuándo, preguntaba Hitler, tendría que soportar
Alemania el yugo judío? «El león es un animal depredador – dijo a modo de
respuesta. No puede evitarlo; es algo propio de él. Pero el hombre no tiene por
qué dejarse destrozar por el león: tiene que salvar el pellejo como pueda
aunque el león se acerque para atacarle. Hay que solucionar el problema judío.
Si se puede arreglar con el sentido común, tanto mejor para todos. Si no, sólo
hay dos posibilidades: la de una lucha sangrienta o una armenización.» (¿Se
refería Hitler a la supuesta liquidación secreta de un millón y medio de
armenios por los turcos a comienzos de siglo? No parece muy probable en este
contexto; todo aquí es demasiado vago.) «Táctica y políticamente – explicó – mi
postura es la de querer convencer a mi pueblo de que todo aquel que esté contra
nosotros es nuestro mortal enemigo.» Unas semanas después, el OP de febrero de
NVOP, la rama de Munich del partido nazi recibió una donación de un millón de
marcos del cónsul general Scharrer.
En noviembre de 1923, unos meses después de todo aquello,
Hitler fracasó en su intento de lanzar una revolución en Munich; fue juzgado y
encarcelado en la fortaleza de Landsberg hasta que finalmente se le concedió la
libertad. Publicó Mein Kampf y dedicó los años siguientes a la reconstrucción
del partido hasta convertirlo en una fuerza disciplinada y autoritaria con sus
propios tribunales, sus propios guardias de camisas pardas – las SA – y su
«guardia pretoriana» de negro uniforme, las SS, hasta que, a la cabeza de un
enorme ejército de un millón de miembros del partido, llegó a la Cancillería de
Berlín en enero de 1933. Fue una proeza que un cabo en la reserva, desconocido,
sin dinero y que había sufrido los efectos de los gases de la guerra, llegara
hasta allí sin otros medios que el Poder de la oratoria y una ambición oscura y
decidida.
Durante esos años anteriores a 1933, Hitler había dado a sus
planes una forma definitiva. Los había repetido de un modo más coherente en un
manuscrito de 1928 que nunca llegó a publicarse. Las medidas que pensaba tomar
en política exterior eran de una brutal simplicidad: quería extender los
dominios de Alemania añadiendo más de un millón de kilómetros cuadrados a los
553.000 que ya tenía, a expensas de Rusia y Polonia. Sus contemporáneos eran
más modestos, y sólo querían que Alemania recuperara las fronteras de 1914.
Para Hitler, se trataba de un «objetivo exterior completamente estúpido»,
porque era «inadecuado desde el punto de vista patriótico y nada satisfactorio
desde el punto de vista militar». No; Alemania debe renunciar a sus
trasnochadas aspiraciones en los mercados coloniales de ultramar para volver a
«una Raumpolitik clara y sin ambigüedades». Primero, Alemania debe «crear una
fuerza de tierra que sea poderosa» para que los extranjeros la tomen en serio.
Después, escribió Hitler en 1928, se debe conseguir una alianza con Gran
Bretaña y su imperio con el fin de que «juntos podamos gobernar la historia del
resto del mundo».
Durante todos estos años su oratoria se había hecho más
convincente. Sus discursos eran largos y ex tempore, pero eran lógicos. Su
poder de sugestión absorbía la atención de todo aquel que le escuchara. Como
Robespierre dijo de Marat en una ocasión, «era un hombre peligroso: creía de
verdad en lo que decía».
El poder de Hitler tras 1933 debía consolidarse, como David
Lloyd George escribió en NVOS, manteniendo las promesas que había hecho. Una
vez en el gobierno, aboliría la guerra de clases del siglo XIX para crear una
Alemania con igualdad de oportunidades para obreros e intelectuales, para ricos
y pobres. «Le importa muy poco la intelectuafidad – escribió Walther Hewel, su
compañero de prisión en Landsberg, el 14 de diciembre de 1924. Los
intelectuales siempre ponen mil objeciones ante cualquier decisíón. Los que él
necesita se acercarán a él por propia convicción y se convertirán en sus
jefes.» Veinte años después, en una reunión secreta con sus generales el 27 de
enero de 1944, el propio Hitler explicó en términos generales el proceso
seudodarwiniano que se le había ocurrido para seleccionar la nueva clase
gobernante de Alemania: había utilizado deliberadamente al partido como un
vehículo de selección para el futuro material dirigente, hombres con un rigor
indispensable que no se arrodillarían cuando empezara la verdadera lucha.
«Pensé y adapté deliberadamente mi manifiesto de combate
para atraer a la minoría más dura y decidida del pueblo alemán, sobre todo al
principio. Cuando aún éramos pocos y no se nos daba importancia, a menudo
repetía a mis seguidores que si este manifiesto se pronunciaba todos los años,
después de miles de discursos por toda la nación, actuaría lo mismo que un imán:
poco a poco cada trozo de acero se separada del montón para quedarse pegado a
este imán, y así llegaría el momento en que habría esta minoría por un lado y
la gran mayoría por el otro, pero la historia estaría en manos de esta minoría,
porque la mayoría siempre seguirá a una minoría fuerte que guíe el camino.»
Después de 1933, y ya en el poder, Hitler iba a adoptar la
misma estrategia básica para reordenar la nación alemana y preparar a sus
ochenta millones de habitantes para la dura prueba que se avecinaba. Su
confianza en ellos estaba más que justificada: los alemanes eran trabajadores,
inventivos y artísticos; Alemania había producido grandes creadores,
compositores, filósofos y científicos. Hitler dijo en una ocasión que el
carácter nacional de los alemanes seguía siendo el mismo desde que el
historiador romano Tácito describiera a las tribus germánicas que habían
recorrido el noroeste de Europa hacía casi dos mil años: «Un pueblo fiero,
valiente y generoso de ojos azules.» Hitler afirmó que si, a pesar de todo, la
historia había visto a los alemanes vencidos muchas veces por los
acontecimientos, ello se debía a la insensatez de unos dirigentes que les
habían fallado.
Es difícil definir de antemano los orígenes del éxito que
tuvo Hitler fortaleciendo el carácter de su pueblo. Mussolini nunca lo
consiguió con los italianos, ni siquiera después de veinte años de gobierno
fascista. En 1943, el debilitado fascismo italiano acabó por evaporarse tras
unos cuantos bombardeos y la caída de Mussolini. En Alemania, en cambio,
después de diez años de adoctrinamiento nazi, los ciudadanos alemanes fueron
capaces de resistir los bombardeos aéreos del enemigo – que producían de
cincuenta mil a cien mil muertos en una sola noche – con un estoicismo que
llegó a exasperar a los aliados. Al final, con una Alemania sumida de nuevo en
la derrota, sus enemigos tuvieron que recurrir a unos métodos punitivos
total-mente draconianos, como juicios masivos, confiscaciones, expropiaciones,
internamientos y programas de reeducación, para poder arrancar las semillas que
Hitler había sembrado.
Adolf Hitler no levantó el movimiento nacionalsocialista en
Alemania gracias a un capricho electoral, sino gracias a la gente, la misma que
le dio, en su gran mayoría, su apoyo incondicional hasta el último día.
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