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pags 244
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Léon Degrelle, el más bisoño de
los caudillos europeos, el jefe natural del movimiento palingenésico Rex, tenía
el don de la palabra y la inspiración del poeta. Propugnaba con celo la
revolución de las almas. En la hora sublime de la batalla decisiva, en la
emplazada, acudió raudo a la cita en el Frente del Este con sus camaradas
europeos. Tenía 33 años. Se alistó como soldado raso, como un «guripa» más, sin
galones ni estrellas, a pesar de que se le ofreció entrar como oficial.
Léon Degrelle quería experimentar
en sus propias carnes el sufrimiento y sacrificio de la defensa de Europa,
compartir el rancho y la nieve, avanzar, marchar, soñar. Tenía como divisa el
lema «quien no se expone no se impone». Ascendió por méritos de guerra a la
jefatura de la comandancia de la División de voluntarios valones, finalizando
la contienda con el grado de General de las Waffen SS. Siempre en el primer
puesto de riesgo en el combate. Fue herido en cinco ocasiones, pero sus heridas
profundas restañaban y volvía al campo de batalla, cada vez con la sonrisa más
franca, jovial y abierta. Desafiaba la muerte. En su hoja de servicio se
contabilizan 62 combates cuerpo a cuerpo. Recibió, por su comportamiento
heroico, medallas y condecoraciones que hablan mudas del temple de guerrero y
luchador ejemplar: la Cruz de Hierro de 1ª y 2ª clase, la Cruz del Mérito de
Guerra con espadas, la Insignia de los Heridos, la Insignia de Plata de Asalto
de Infantería, la Orden de la Sangre —Cruz de Borgoña—, el Distintivo de Oro de
Combate cuerpo a cuerpo, la Cruz Alemana de Oro y la mitológica y legendaria
Cruz de Caballero con Hojas de Roble que le fue impuesta personalmente por
Adolfo Hitler, quien, de haber tenido un hijo, le hubiera gustado que hubiera
sido de la estirpe de Léon… Ambos concebían a Europa como una gran nación.
Con la hipotética victoria de las
tropas alemanas, en un nuevo Orden Europeo, León Degrelle quería que Bélgica
tuviera un puesto digno dentro de esa nación europea. Dignidad que Bélgica
obtendría con la sangre derramada por sus hijos en suelo ruso, combatiendo
hasta el fin contra el Comunismo. Ellos expusieron cien veces su vida antes de
encumbrar el nombre de su país en los aires de la leyenda, y, en 1943, la
Legión de voluntarios valona era célebre en todo el frente del Este por su idealismo
e intrepidez. En 1944, cuando la odisea de Tcherkassy, alcanzó la cima de la
fama.
Esa sangre derramada ha elevado a
los integrantes de la Legión Valona, y posteriormente a la "28 SS
GrenadierDivision Wallonien" a la inmortalidad, con su jefe tanto militar
como espiritual, León Degrelle, a la cabeza. La epopeya de los jóvenes belgas
nunca será olvidada, y algún día los jóvenes europeos, se inclinarán ante estos
héroes que sacrificaron su juventud en las frías estepas rusas.
Aun hoy, con la derrota consumada,
la desgracia no los arredra. Nunca fué vana la grandeza; las virtudes templadas
en el dolor y en el sacrificio pueden más que el odio y la muerte; tarde o
temprano resplandecerán, igual que el sol que surge de las profundidades de la
noche.
A través de la gesta de los
voluntarios belgas — una unidad entre centenares de unidades — es el frente
todo de Rusia el que surgirá, en los luminosos días de las grandes victorias,
en los días más emocionantes aún de las grandes derrotas, impuestas por la materia,
pero recusadas por la voluntad.
Lector, amigo o enemigo,
contempla a estos guerreros; porque estamos en una época en que es preciso
buscar mucho para dar con verdaderos hombres, y éstos, verás, lo eran hasta la
médula.
PRÓLOGO
Fui, en 1936, el jefe político
más joven de Europa.
A los veintinueve años hice
vibrar las fibras más recónditas de mi país. Centenares de millares de hombres,
de mujeres, de jóvenes, de muchachas, me seguían con fe y pasión ilimitadas.
Como un huracán introduje en el Parlamento belga diputados y senadores a
docenas, y estuvo en mi mano el ser ministro; con una palabra mía entraba en el
juego de los partidos.
Pero me pareció mejor, al margen
del lodazal oficial, el duro combate del orden, de la justicia, de la decencia,
porque imperaba en mí un ideal enemigo de componendas y compromisos.
Ambicioné librar a mi país de las
fuerzas del dinero, corruptoras del Poder, falsificadoras de las instituciones,
ruina de la economía y del trabajo. Quise sustituir legalmente el régimen
anárquico de los viejos partidos, envilecidos todos por asquerosos escándalos
político-financieros, por un Estado fuerte y libre, disciplinado, responsable,
representación de las verdaderas energías del pueblo.
No se trataba ni de tiranía ni de
«fascismo», sino de sentido común. Un país no puede vivir en el desorden, la
incompetencia, la irresponsabilidad, la inseguridad, la podredumbre.
Exigía autoridad en el Estado,
solvencia en las funciones públicas, continuidad en las operaciones de la
nación, un contacto real y vivo entre las masas y el Poder, una fructuosa
concordia entre los ciudadanos, separados entre sí por luchas artificiales:
luchas de clases, religiosas y lingüísticas, minuciosamente azuzadas por
constituir ellas la vida misma de los partidos rivales que, con idéntica
hipocresía, o se disputaban teatral-mente las ventajas del Poder o, con
discreción suma, se las repartían.
Escoba en mano, arremetí contra
esas bandas corrompidas, sanguijuelas del vigor de mi Patria, y las zurré de lo
lindo, haciendo añicos, ante el pueblo, los sepulcros blanqueados que
disimulaban sus ignominias, sus fechorías, sus lucrativas connivencias.
Desencadenó sobre mi tierra un soplo de juventud y de idealismo, exaltando las
fuerzas espirituales y los excelsos re-cuerdos de lucha y de gloria de un
pueblo tenaz, laborioso, amigo apasionado de la vida, la abundancia y la
belleza.
Rex fué una protesta contra la
corrupción de una época. Rex fué un movimiento de renovación política y de
justicia social. Rex fué, más que nada, un arranque fervoroso hacia lo grande,
una ascensión de miles de almas ansiosas de respirar, de alzarse por encima de
las bajezas de un régimen y de un tiempo.
Esa fué mi lucha hasta el mes de
mayo de 1940.
La segunda guerra mundial — que
yo había maldecido — lo trastornó todo en Bélgica, como en todas partes:
instituciones viejas, doctrinas anticuadas se derrumbaron como castillos de
madera corroída, podridos hacía tiempo.
Rex no estaba en modo alguno
supeditado al Tercer Reich triunfante, ni a su jefe, ni a ninguno de sus
propagandistas. Han sido cogidos los archivos todos del Tercer Reich. Pues
bien: ¿ha descubierto alguien la más mínima prueba de que, antes de 1940, el
rexismo dependiese, directa o indirectamente, de Hitler? Teníamos las manos y
el corazón limpios; nuestro amor patrio, lúcido y ardiente, ignoraba cualquier
compromiso.
La avalancha alemana dejó a
nuestro país aniquilado.
Para el noventa y nueve por
ciento de belgas y franceses, la guerra había concluido en 1940; la supremacía
del Reich era un hecho; el régimen democrático y financiero, por su parte,
dióse prisa por adaptarse a ella cuanto antes.
Los mismos que en 1939 insultaban
a Hitler, forcejearon por postrarse antes que nadie a los pies del vencedor de
1940. Jefes de los grandes partidos de izquierda, magnates de las finanzas,
propietarios de los principales periódicos, ministros masones de Estado, ex
gobernantes: todos mendigaron, haciendo proposiciones, suplicando una sonrisa,
una posibilidad de colaboración.
¿Ibase a dejar el campo libre a
aquellos fantasmones desacreditados de los viejos partidos, a los «gansgters»
de una hacienda que no reconoce más Patria que el oro, a siniestros piratas sin
talento, sin dignidad, dispuestos a las más bajas faenas de servidumbre con tal
de satisfacer su ambición o su codicia?
El problema no sólo era
dramático; imponíase apremiante.
Casi todos los observadores
consideraban a los alemanes como vencedores absolutos. Urgía, pues, decidirse.
¿Éranos lícito, por miedo a las responsabilidades, abandonar nuestro país a la
corriente?
Durante varias semanas lo estuve
meditando, y sólo tras solicitar y obtener en altas esferas un parecer
completamente favorable me decidí a permitir la reaparición del periódico del
movimiento rexista, «Le Pays Réel».
La colaboración belga, iniciada
por nosotros a fines de 1940, desarrollábase no obstante en un ambiente
difícil. Las autoridades alemanas de ocupación sentían mayor inclinación por
las fuerzas capitalistas que por las idealistas. Además, nadie penetraba con
exactitud los designios del Reich.
Con valor digno de encomio, el
rey de los belgas, Leopoldo III, quiso enterarse y saber a qué atenerse. Pidió
que Hitler le recibiera, y le fué concedida la audiencia. Pero, pese a toda su
buena voluntad, volvió de Berchtesgaden sin lograr nada.
Resultaba evidente que nuestro
país tendría que aguardar hasta la paz. Pero, ¿no sería entonces demasiado
tarde? Antes de que concluyeran las hostilidades era menester ganarse el
derecho de negociar eficazmente y de hablar con dignidad en nombre de un pueblo
noble y antiguo.
Pero, ¿cómo llegar a tratar sobre
semejantes bases?
La colaboración dentro del país
no era más que un continuo roer, un cerco lento, una lucha de influencias
cotidiana y abrumadora contra subalternillos cualesquiera. Aquella labor no
sólo no conferiría prestigio a quien cargase con ella, sino que incluso lo
desacreditaría.
No quise caer en la trampa. Yo
buscaba y aguardaba algo distinto. Y eso se produjo súbitamente: la guerra de
1941 contra los Soviets.
Surgió entonces la ocasión única
de ganarnos el respeto del Reich, a fuerza de combates, de sufrimientos y de
gloria.
En 1940 éramos los vencidos ;
nuestro Rey, un rey prisionero.
De repente, en 1941, ofrecíasenos
la posibilidad de convertirnos en compañeros de los vencedores, iguales a
ellos. Todo dependía de nuestro valor. Había llegado, por fin, la ocasión de
conquistar el prestigio que, en el día de la reorganización de Europa, nos
autorizaría a hablar con la frente alta, en nombre de nuestros héroes, de
nuestros muertos, del pueblo que ofreciera su sangre.
Corriendo al combate en las
estepas del Este hemos querido, claro está, cumplir con nuestro deber de
europeos y de cristianos. Pero — lo decimos sin remilgo, y desde el primer día
lo hemos proclamado escuetamente — hemos ofrendado ante todo nuestras
juventudes para garantizar el porvenir de nuestro país en el seno de una Europa
redimida. Por ese país es por quien, en primer lugar, han caído varios millares
de camaradas nuestros. Por él, miles de hombres lucharon, lucharon durante
cuatro años, sufrieron durante cuatro años, sostenidos por esa esperanza,
impulsados por esa voluntad, alentados por la seguridad de que iban a alcanzar
la meta.
El Reich perdió la guerra.
Pero hubiera podido ganarla.
Hasta 1945 la victoria de Hitler
fué posible.
Tengo la seguridad de que, de
haber vencido, Hitler habría reconocido a nuestro pueblo el derecho a vivir y a
ser grande, derecho que para él fueron mereciendo, poco a poco, duramente,
nuestros miles de voluntarios.
Dos años enteros de luchas épicas
fueron menester para forzar la atención del Reich. En 1941, la Legión belga
antibolchevique «Valonia» pasó inadvertida. Nuestros hombres multiplicaron los
actos de valor, expusieron cien veces su vida antes de encumbrar el nombre de
su país en los aires de la leyenda, y, en 1943, nuestra Legión de voluntarios
era célebre en todo el frente del Este por su idealismo e intrepidez. En 1944,
cuando la odisea de Tcherkassy, alcanzó la cima de la fama. El pueblo alemán,
más que cualquier otro pueblo, es sensible a la gloria de las armas. Nuestra
posición ante el Reich se reveló única, incomparablemente superior a la de los
demás países ocupados.
En dos ocasiones aquel año vi
largamente a Hitler; visita de soldado, pero que me reveló inequívocamente que
teníamos ganada la partida. Estrechándome con fuerza la mano en sus dos manos,
al despedirse de mí, Hitler me dijo, con vibrante afecto: «Si tuviera un hijo,
querría que fuera como usted.» ¿ Cómo me habría rehusado luego para mi Patria
el derecho de vivir dignamente? El sueño de nuestros voluntarios era realidad:
en el caso de una victoria alemana, habían asegurado rotundamente la
resurrección y la grandeza de su pueblo.
La victoria aliada ha inutilizado
de momento aquel terrible esfuerzo de cuatro años de combate, el sacrificio de
los caídos y el calvario de los supervivientes.
El mundo se ceba hoy en los
vencidos; condena a muerte a nuestros soldados, a los heridos y a los
mutilados, o bien los acorrala en campos y prisiones infames. Nada respeta, ni
el honor del combatiente, ni a nuestros padres, ni nuestros hogares.
Pero la desgracia no nos arredra.
Nunca fué vana la grandeza; las
virtudes templadas en el dolor y en el sacrificio pueden más que el odio y la
muerte; tarde o temprano resplandecerán, igual que el sol que surge de las
profundidades de la noche.
Y, en el porvenir, tal
rehabilitación no bastará. Los hombres no sólo se inclinarán ante el heroísmo
de los soldados del frente oriental de la segunda gran guerra; dirán, además,
que éstos estaban en lo cierto; que tenían doblemente razón: negativamente, ya
que el bolchevismo representa el fin de cualquier valor; positivamente, puesto
que la Euro^. unida por quien luchaban constituía la única — quizá la última —
posibilidad de sobrevivir para un viejo continente maravilloso, solar de la
dulzura y del fervor humanos, pero mutilado, partido, triturado hasta la
agonía.
Amanecerá el día en que
lamentarán amargamente la derrota, en 1945, de aquellos paladines constructores
de Europa.
Mientras tanto, contemos con
términos veraces lo que fué su epopeya, cómo padecieron sus cuerpos, cómo sus
corazones se entregaron.
A través de la gesta de los
voluntarios belgas — una unidad entre centenares de unidades — es el frente
todo de Rusia el que surgirá, en los luminosos días de las grandes victorias,
en los días más emocionantes aún de las grandes derrotas, impuestas por la
materia, pero recusadas por la voluntad.
Unos hombres vivieron en las
inacabables estepas lejanas. Lector, amigo o enemigo, contémplalos; porque
estamos en una época en que es preciso buscar mucho para dar con verdaderos
hombres, y éstos, verás, lo eran hasta la medula.
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